Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 15-II-2019. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Pinchas Zukerman, violín. Director musical, Ramón Tebar. A la busca del más allá de Joaquín Rodrigo. Rondó para violín y orquesta en do mayor,K 373 de W.A.Mozart. Serenata melancólica en si bemol menor, opus 26 de P.I.Tchaikovsky. Romanza para violín y orquesta en sol mayor, n.º 1 de L.v.Beethoven. Sinfonía n.º 2 en mi menor, opus 27 de Sergei Rachmaninov.
En una semana que por Madrid han pasado varios mitos de la música –Maurizio Pollini, Evgeny Kissin o Elisabeth Leonskaja– el ciclo de la Nacional no se iba a quedar atrás. Casi 50 años después de su primer concierto en Madrid en abril de 1970 con el Concierto de Tchaikovsky junto al director polaco Jan Krenz, volvía a la capital el israelí Pinchas Zukerman, uno de los grandes nombres del violín de la segunda mitad del S.XX, y miembro junto a Daniel Barenboim y Jacqueline du Pré de uno de los tríos de más renombre de los años 70. En sus 50 años de carrera ha visitado nuestro país con relativa asiduidad, aunque en los últimos tiempos ha primado mas su faceta de director de orquesta –menos interesante para el que suscribe– que la de solista. De hecho no le veía desde hace más de 20 años, en una de sus visitas con Marc Neikrug, su sempiterna pareja musical durante más de 25 años.
Para su retorno a Madrid, el Sr. Zukerman no ha elegido un concierto para violín al uso sino que se ha elegido tres obras, que habitualmente, debido a su pequeña duración, se suelen ver más como obras fuera de programa que de repertorio. Las tres piezas bien podrían simular los tres movimientos de un concierto, ya que el violín es protagonista absoluto en las tres. El Rondó, K 373 de Mozart compuesto años después de sus cinco conciertos, es un allegro grazioso donde hay ciertos ataques de bravura, aunque su calidad dista de mucho de ellos. La Serenata melancólica de Tchaikovsky ha sido objeto del deseo de casi todos los grandes violinistas, quienes han sabido aprovechar sus características expresivas. Por último, la primera de las romanzas de Beethoven no es una de sus grandes obras, pero cualquier obra compuesta por el «sordo de Bonn» tiene siempre su interés.
Lamentablemente, la apuesta fue fallida. Si la elección de las obras ya era controvertida, el Sr. Zukerman no pareció hacer mucho para resaltar sus virtudes. Su actitud al salir al escenario fue fría, sin buscar el contacto ni con público ni con director. En los saludos finales dio la impresión de tener algún problema de cervicales, ya que mostraba dificultad al levantar la cabeza. Pasó por encima de la obra mozartiana, como si no le interesara mucho. Se implicó algo más en la bella Serenata tchaikovskiana, pero su bello sonido de antaño ha perdido frescura y color. Es una página que tocada con fuerte expresividad llega a cualquiera, pero aquí no terminó de coger vuelo. No hubo tampoco calor en la página beethoveniana, y con ausencia de calor y de expresividad, poco se puede hacer.
El concierto había comenzado con A la busca del mas allá. En un viaje en 1976 a los Estados Unidos de América, Joaquín Rodrigo visitó el cuartel general de la NASA en Texas. Poco después, la Orquesta Sinfónica de Houston le encargó una obra para el Bicentenario de los EE.UU. que se celebraba aquel mismo año. Uniendo ambas cosas, el maestro valenciano decidió escribirla sobre la exploración humana del espacio. Estrenada en Houston en 1977, tardó cuatro años en tocarse en Madrid, con Max Bragado-Darman y la Orquesta Nacional, celebrando el 80º cumpleaños del maestro valenciano.
Si durante años fue el director vallisoletano quien interpretó la obra en distintos escenarios, Ramón Tebar ha cogido recientemente el testigo interpretando la obra en Valencia, en el Otoño musical Soriano, y ahora con la ONE.
La obra está lejos del universo más conocido de Rodrigo. Su subyugante comienzo, con los platillos, un pianísimo de la cuerda y frases enigmáticas de la flauta, el oboe, el corno inglés y la celesta, nos abre un universo sonoro de unos 15 minutos de duración, en el que hay idas y venidas continuas «al más allá», pasamos de pianísimos a crescendos, y las diversas frases se suceden sin parar –con el himno americano The Star-Spangled Banner entre otras–. Como tras el viaje regresamos a la Tierra, la obra termina como comenzó, dando una idea de circularidad. Ramón Tébar dominó la obra con maestría, construyendo el edificio sonoro con una claridad meridiana, consiguiendo un sonido admirable y sacando todo el partido que tiene. La orquesta rayó a un gran nivel con una cuerda tersa, y unos vientos exquisitos, destacando las preciosas intervenciones del corno inglés de José María Ferrero.
La segunda parte estuvo dedicada íntegramente a la Segunda sinfonía de Sergei Rachmaninov. Compuesta en Dresde entre octubre de 1906 y abril de 1907, el propio compositor la estrena con gran éxito en febrero de 1908 en San Petersburgo. Epígono de un periodo que se acaba, y criticada por la inteligentsia de su tiempo, la sinfonía tiene todos los ingredientes que se le suponen: romanticismo exacerbado, grandes melodías –en especial su tema central–, clímax impactantes, y una gran habilidad para tocar las fibras sensibles del público.
Consciente del excelente nivel actual de la orquesta, Ramón Tebar hizo una gran versión. Intensa, flamígera por momentos, el director valenciano primó el calor y la expresividad por encima del equilibrio y de conseguir un sonido muy pulido. En el Largo inicial, exigió el compromiso de las cuerdas desde el comienzo. Estas respondieron a un gran nivel, cálidas en la parte inicial –mas romántica– y aceradas en la construcción de los clímax. De nuevo el corno inglés bordó la melodía de transición al tema central, y el resto de las maderas frasearon una y otra vez de manera exquisita. El Sr. Tebar optó por un tempo muy vivo en el Scherzo posterior –Allegro molto– que realzó la brillantez de la orquestación del ruso. No cuidó especialmente el sonido, que por momentos fue algo basto, pero a cambio tuvimos un movimiento vibrante y apasionado, donde los músicos dieron lo mejor –destacables las trompas en la melodía del Dies Irae o los segundos violines en la introducción del trio– e incluso por momentos desaparecieron las toses. En el Adagio, perfectamente fraseado por las cuerdas, el clarinete de Enrique Perez brilló con luz propia. Un incidente con un espectador del primer anfiteatro, al que tuvieron que sacar entre acomodadores y un médico del público, obligó a detener la interpretación cerca de cinco minutos. A pesar del parón y la consiguiente perdida de momentum, Ramón Tebar se lanzó a tumba abierta en el Allegro vivace final, y la orquesta entera le secundó. Hubo fuego en la danza inicial o en la recapitulación del tema principal. La convicción que el maestro valenciano puso sobre el podio no solo galvanizó a la orquesta sino que también puso al público con el corazón en un puño. Fue el gran protagonista de un concierto al que fuimos a ver a Zukerman, y del que volvimos con él.
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