Por Dani Cortés Gil
París, 9-II-2019. Opéra Bastille. Les Troyens de Hector Berlioz. Dirección musical: Philippe Jordan. Dirección teatral: Dimitri Tcherniakov. Dirección del coro: José Luis Basso. Ochestre et Choeurs de l’Opéra national de Paris. Personajes e intérpretes: Cassandre, Stéphanie d’Ostrac; Didon, Ekaterina Semenchuk; Énée, Brandon Jovanovich; Chorèbe, Stéphane DegoutAscagne, Michèle Losier, Ascagne; Anna, Aude Extrémo; Iopas, Cyrille Dubois.
No nos gusta empezar una reseña operística con aquel aspecto que tendría que ser el menos destacado, pero la producción que ha ideado Dmitri Tcherniakov para la grand opéra Les Troyens de Berlioz se ha convertido en un lastre insalvable para las representaciones que durante este febrero han tenido lugar en el teatro de la Bastille de París.
La Opéra parisina está durante este 2019 de celebraciones: 350 años de su lejana fundación por Luís XIV, 30 años de la inauguración de la imponente Bastille (la «ópera del pueblo»), además del aniversario del propio Berlioz (150 años de su muerte). También Les Troyens fue la primera ópera representada en el modernísimo escenario de la plaza de la Bastilla. Todos estos antecedentes no dejan de pesar, aún más teniendo en cuenta los resultados conseguidos con estas últimas representaciones.
Tcherniakov ha optado por presentarnos una dramaturgia totalmente contrapuesta al patetismo de la primera parte (La prise de Troie) o al romanticismo de la segunda (Les troyens à Carthage), con una escenografía ciertamente imponente pero que pretende construir otra historia, alejándose totalmente de las intenciones de la partitura y acercándose a la estética de un largometraje hollywoodiense de gran presupuesto pero hueco en ideas.
La primera parte se resintió de un diálogo paralelo donde se sugerían abusos a Casandra por parte del rey Príamo, aspecto que poco aportaba a la historia y que acabó convirtiendo a la desgraciada profetisa en una especie de marimacho histérica y vulgar que poco transmitía el pathos con que Berlioz envolvió su parte. Proféticas nos parecieron entonces las palabras del propio compositor escribió en sus Memorias: «¡Oh, mi noble Casandra! ¡Mi heroica virgen! He de resignarme. ¡Nunca te escucharé!». Lamentablemente fue también el grandioso episodio de Virgilio en que el caballo entra en la ciudad, transpuesto por un triste recibimiento con globos (!).
Pero lo peor aún estaba por llegar. En la segunda parte, Tcherniakov convirtió Cartago en un psiquiátrico donde se recuperaban del desastre de la guerra tanto Dido como Eneas. Anna, Iopas, Narbal y el resto eran sus cuidadores. Cualquier reacción de la pareja protagonista, por inverosímil que fuera, estaba entonces justificada en tal emplazamiento. El magistral dúo del acto cuarto se convirtió en un dialogo imposible entre dos extraños.
A pesar de de tan desacertada presentación escénica, la parte musical adquirió cotas bastante elevadas, empezando por la extraordinaria orquesta bajo la dirección detallista de Philippe Jordan, a quien quizás solo le faltó una mayor continuidad en el discurso de la larga y extenuante partitura. No podemos dejar de lamentar la práctica que se ha convertido en habitual en París de presentar las grandes partituras del repertorio francés en versiones aligeradas, como ya pasó en Les Huguenots del otoño pasado y como vuelve a suceder en estos Les Troyens, con casi media hora de música eliminada. Imperdonable que en París se eliminen sistemáticamente los ballets de las óperas teniendo una de las compañías de danza más reputadas a nivel mundial.
Extraordinaria también la prestación de los coros bajo la dirección de José Luis Basso en una obra eminentemente coral en la que las masas se acaban convirtiendo, a modo de tragedia griega, en uno de los protagonistas de la historia. La gradación de sonoridades y la cohesión de las tesituras se mantuvieron a lo largo de toda la función. Bravi!
En más de algún momento se tuvo la sensación que los cantantes no se encontraban a gusto en el carnaval ideado por Tcherniakov. Las dos protagonistas femeninas (horriblemente vestidas, por cierto), la Casandra de Stéphanie d’Oustrac y la Dido de Ekaterina Semenchuk, mostraron unas voces quizás no extraordinarias pero sí suficientes para las prestaciones de sus personajes. Pero una sensación gélida envolvía sus actuaciones escénicas, ante la comprensible imposibilidad de implicarse en una dramaturgia del todo fallida. No es de extrañar tampoco que la inicialmente prevista Elina Garanca como Dido acabara rechazando tal oportunidad de debutar el papel.
Brandon Jovanovich tuvo también que sustituir a Bryan Hymel en un Eneas correcto aunque plano en la primera parte, y que en el último acto mostró evidentes signos de cansancio en una voz quizás forzada en exceso. Previsiblemente, cualquier tipo de heroísmo se eliminó del personaje.
Del largo elenco de personajes secundarios habría que destacar el magnífico Chorèbe de Stéphane Degout, con una voz rotunda y expresiva, el Iopas de Cyrille Dubois con su soñadora versión de la bellísima «O blonde Cérès», así como las mezzosopranos Michèle Losier en un juvenil Ascagne y Aude Extrémo en Anna, un magnífico contrapunto para la trágica Dido.
Es una pena, por tanto, que se malbaratara tanta musicalidad en aras de una supuesta modernización del argumento original, dejando la que puede ser considerada la más grande saga de la cultura occidental en una hueca historia de desamor en tiempos de guerra.
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