José Amador Morales
Bayreuth. Festpielhaus. 7-VIII- 2017. Richard Wagner: Die Meistersinger von Nürnberg. Michael Volle (Hans Sachs), Johannes Martin Kränzle (Sixtus Beckmesser), Klaus Florian Vogt (Walther von Stolzing), Daniel Behle (David), Anne Schwanewilms (Eva), Wiebke Lehmkuhl (Magdalene), Günther Groissböck (Veit Pogner), Daniel Schmutzhard (Fritz Kothner), Tansel Akzeybek (Kunz Vogelgesang), Armin Kolarczyk (Konrad Nachtigal), Paul Kaufmann (Balthasar Zorn), Christopher Kaplan (Ulrich Eisslinger) Stefan Heibach (Augustin Moser), Raimund Nolte (Hermann Ortel), Andreas Hörl (Hans Schwarz), Timo Riihonen (Hans Foltz), Karl-Heinz Lehner (Ein Nachtwächter). Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth. Philippe Jordan, dirección musical. Barrie Kosky, dirección escénica.
La presente edición del Festival de Bayreuth ha traído como principal reclamo la nueva producción de Die Meistersinger von Nürnberg a cargo de Barrie Kosky. El director de escena australiano enfatiza la comedia inherente a esta obra de Wagner en esta propuesta escénica, si bien es cierto que una comedia para nada superficial o ingenua. En un primer plano, encontramos un tratamiento de la historia en claro paralelismo con aspectos biográficos del propio compositor. Así, nada más levantar el telón asistimos a una detalladísima reproducción del salón de Wahnfried en la que Hermann Levi-Beckmesser, Liszt-Pogner y Cosima-Eva comparten lo que sería una sobremesa familiar que no dista mucho de los relatos que Cosima Liszt redactara en sus diarios de la última etapa vivida por Wagner en dicho hogar. Allí, en el centro de todo, aparece Wagner-Sachs que a la postre también es Wagner-Walther y Wagner-David. Incluso también Wagner-Beckmesser como se verá al final del segundo acto cuando el atribulado pretendiente de Eva se esconde bajo un globo montgolfier con la forma de la cabeza de Wagner que acaba inflándose sobre él hasta el punto de hacerse gigantesco y ocupar todo el escenario: finalmente se desinfla de manera que sobre los últimos acordes se inclina dramáticamente hacia adelante mostrando una inmensa kipá con la estrella de David, lo que al instante motivó un puntual abucheo.
Esa caleidoscópica asimilación de los personajes centrales a la personalidad, cuando no biografía, del propio compositor, tuvo su expresión externa en el tratamiento de la ciudad y del pueblo de Nurenberg que es presentado de forma romántica a través del vestuario de la época de Durero y en acontecimientos históricos como los famosos juicios de Nurenberg tras la Segunda Guerra Mundial en el tercer acto: ambos planteamientos coexisten en escena dando lugar a un interesante efecto anacrónico. Pero quizá ahí, en el “efecto”, radica la incongruencia de la producción: tras un primer impacto visual y una serie de llamativos guiños escénicos, se echan en falta determinados líneas de fondo que traben y tejan de forma solvente el concepto general. Hasta la delicada cuestión judía, con esa atrevida transformación del judío Levi-Beckmesser en el judío Wagner-Beckmesser, pareciera quedar sólo en eso: en un mero desafío a la hora de concluir un acto dejando más preguntas que respuestas en el aire.
Indudablemente hubo aciertos parciales en esta propuesta. Desde el ya comentado y agradecido halo de comedia que es evidente desde el primer momento, hasta la pormenorizada dirección de actores (toda la pantomima en el salón de Wahnfried durante la obertura o el apabullante movimiento de masas en la pelea del segundo acto o la escena final del tercero), pasando por el detalle de la escenografía y vestuario así como la convincente iluminación.
La dirección de Philippe Jordan estuvo muy en sintonía con el apartado visual. Su tratamiento de la partitura, ligero, diáfano y nada pesante, se avenía bastante bien con la idea de prevalecer la comedia sobre el drama, lo teatral sobre lo ensoñador. No obstante, tampoco fue la suya una batuta chispeante y con especial brillo; al contrario, obtuvo un sonido orquestal de cierto atractivo pero poco idiomático y sin contrastes ni claroscuros expresivos. Ciertamente el futuro director de la Staatsoper de Viena, fue a más y se elevó en un tercer acto a partir de un preludio algo más introspectivo.
El reparto convocado resultó homogéneo y entregado si bien prácticamente ninguno poseía de partida la voz no ya ideal sino adecuada para su respectivo rol. Tal vez la excepción en este sentido fue, un esforzado Johannes Martin Kränzle que plegó su materia prima baritonal, cierto que mate y sin excesivo empaque, a las exigencias actorales y expresivas de su ‘Beckmesser’, bordando un personaje que fue justamente aclamado al final de la función. Michael Volle mostró evidentes dificultades técnicas desde el principio, poniendo de manifiesto que no posee los requisitos para recrear un ‘Hans Sachs’ que le excede. Su sintonía estilística, su nobleza y su talento teatral no lograron compensar un timbre claro y un fraseo plano. El anuncio previo al tercer acto por el que se pedía comprensión al público ante lo que era un mal día por parte del cantante alemán, no vino sino a confirmar lo anteriormente expuesto.
En lo que vino a ser la tónica dominante en cuanto a los bajos convocados en los distintos títulos ofrecidos en este festival, el ‘Veit Pogner’ (recordemos que aquí se presenta caracterizado como Franz Liszt, con melena cana y verruga incluida) de Günther Groissböck mostró un sonido claro y un punto abierto, si bien al menos su voz se proyectaba rotunda e imponente (no así la del resto de maestros cantores). Klaus Florian Vogt volvió a mostrar sus acostumbradas virtudes y defectos. Así pues, su voz timbrada y su fraseo de cierto encanto se vieron limitados por su poco volumen (a pesar de que la compensación acústica del Festspielhaus le beneficia) y sobre todo por una inquietante falta de técnica vocal: en el ascenso a las notas altas, a partir del pasaje su voz deviene estrangulada, emitiendo los agudos sin apoyo y, en consecuencia, sin proyección.
Por su parte, caso extraño el de Anne Schwanewilms cuya ‘Eva’ resultó prácticamente ausente en lo musical y lo escénico, sin relevancia ni peso específico (a pesar de su presunto protagonismo escénico como Cósima Liszt). Después de pasar desapercibida durante toda la función, para colmo tuvo serios problemas de fiato en el célebre quinteto del tercer acto. Más bien todo lo contrario sucedió con la ‘Magdalena’ de Wiebke Lehmkuhl, de voz ancha y atractivo color, y el desenvuelto ‘David’ de Daniel Behle: ambos cantantes alemantes supieron aprovechar sus no tan extensas pero importantes apariciones para hacer valer sus respectivos talentos así como unas voces francamente apropiadas.
El Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth hicieron gala, y de qué manera, del prestigio y excelencia que siempre les acompañan. El mero hecho de poder disfrutar de sus prestaciones obliga a menudo a descubrir matices y detalles nuevos por más que uno se considere buen conocedor de estas obras. Algo que se convierte en una experiencia única en un lugar de acústica tan especial: más allá del mito y de la leyenda que le envuelve, quien esto suscribe admite su desconcierto en su primera audición en el Festspielhaus Bayreuth, a todas luces distinto a todo lo que uno haya escuchado antes.
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