«En Pavarotti, Ron Howard poetiza a Luciano Pavarotti, filmando un documental de película, un precioso poema visual, respondiendo al arte de Pavarotti con la Idea de Poética, empapándose del hombre y el artista, construyendo un todo magistral, sereno, luminoso y profundamente emotivo»
De tu voz inmortal
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Pavarotti. 2019. 114 min. Guión: Cassidy Hartmann, Mark Monroe. Director: Ron Howard. 2021.
«Tu voz es inmortal, porque no es tuya y tu carne es efímera y doliente…». Con este precioso poema, César Simón nos habla, puede que inconscientemente, de la Materia en sentido ontológico-general [M], pero también del arte por medio del arte, entendiendo que la obra artística escapa al autor, cuando es sustantiva, pero también porque la obra misma, como la vida, aunque realizada por su demiurgo, está siempre co-realizada sin remedio.
Que el arte no se reduce a la técnica lo sabemos por otro gran artista de nuestro tiempo, el filósofo materialista Gustavo Bueno, que si ha logrado la inmortalidad es también porque el valor de su voz filosófica contiene sin duda lo misterioso, siendo por ello objeto de interpretación. En el arte hay misterios pero también certezas, ganando siempre el lado inmortal e inexplicable porque certeza por misterio es misterio y misterio por certeza, misterio.
En Pavarotti, Ron Howard poetiza a Luciano Pavarotti, filmando un documental de película, un precioso poema visual, respondiendo al arte de Pavarotti con la Idea de Poética, empapándose del hombre y del artista, construyendo un todo magistral, sereno, luminoso y profundamente emotivo.
Esta Idea general de Misterio, vinculada al Hombre y al Arte, está en la película sabiamente ejercitada. Pero en ella también hay certezas. ¿Qué sabemos a ciencia cierta del arte de Pavarotti?
Muchas cosas. Hay, desde luego, una obvia italianità de fondo. Pavarotti no sería quien fue sin esa forma de cantar A vucchella de Tosti que sólo pueden ofrecer los verdaderos italianos. En sus planes sin duda influyó la legendaria figura de Caruso. Cuando Pavarotti se desplazó hasta el rosáceo Teatro Amazonas de Manaos lo hizo para seguir su estela, aunque seguramente sea un mito que Enrico Caruso estuviera allí. Pavarotti quería ser el Caruso de su época y vaya si lo consiguió.
Muchas veces se ha puesto en duda que Pavarotti supiera música, un error. Fue un músico genial que había estudiado con Arrigo Polo y Ettore Campogalliani, pero también técnica con la gran Joan Sutherland, aunque en el fondo Luciano tenía a gala, como cuenta en la película su segunda esposa, Nicoletta Mantovani, «que Dios le había dado un gran don», uno divino que, como un imán, atrapa a quien permanece en su radio de acción a la vez que consigue transmitir parte de su potencia.
Luciano Pavarotti padeció en su infancia la Segunda Guerra Mundial, y con ella una conciencia clara del horror, el sufrimiento y la muerte. Lo cálido de la niñez le llegó en parte por el padre, Fernando Pavarotti, un dulce panadero que poseía una preciosa voz de tenor. «Era mejor que la mía», insinúa Pavarotti. Padre e hijo cantaban juntos en el coro masculino de la Sociedad Coral G. Rossini de Módena, ciudad del milagroso vinagre balsámico y de una de las cocinas más gustosas del país. Pero su padre, que había visto en sus propias carnes la dificultad de hacer carrera en el mundo del canto, prefería que su hijo fuese profesor. Fue su madre la que en realidad salvó a Pavarotti para la historia de la música y quien lo animó a seguir cantando. «Me parece que cuando oigo cantar a mi hijo se me despierta algo en el corazón». «Mamá», le contesta Pavarotti, «eso lo dices porque eres mi madre, por favor». «No, no», le contesta ella, «porque eso no me pasa cuando oigo a tu padre». Con frecuencia no es suficiente tener una bonita voz para triunfar en el mundo del canto.
Así que Pavarotti cumplió con su destino gracias al corazón y determinación de su madre, y en 1955 empieza a estudiar, haciendo en el 61 su debut en el Teatro Municipal de Regio Emilia con La bohème tras ganar el Premio Achille Peri. No hace falta, desde luego, que la película nos hable todas la influencias del joven Pavarotti, pero además de la obvia de Giuseppe Di Stefano, nos faltaron los ejemplos de Benjamino Gigli, Giovanni Martinelli, Tito Schipa y Mario Lanza, que tanto le inspiraron.
La ténica es importante para un artista, aunque seguramente Pavarotti no sea el más adecuado como ejemplo de ello. Se podría decir, en cualquier caso, que técnica y forma de cantar se unían en su arte de forma natural y cálida. Cuando Pavarotti abría la boca todo parecía salir fácilmente, a pesar del esfuerzo, dice Plácido Domingo en el filme, consciente de su propia lucha técnica para conseguir el registro sobreagudo. Es una naturalidad que lo deja a uno perplejo, por el arte de hacer fácil lo extremadamente difícil. Pavarotti fue, desde el bautizo de Decca, «El rey del do de pecho», pero no porque se notase como preparaba ese mítica nota, sino porque el artificio canoro se veía en él envuelto en un todo que anulaba la percepción técnica. Pavarotti tenía una voz grande y bella. «¿Quién no se enamora de la voz de Pavarotti a primera vista»?, se pregunta Aida Veroni, su primera esposa, con quien tuvo tres hijas. Para Angela Gheorghiu estamos ante una de las voces de tenor más ideales de la historia, y Carol Vaness habla de una «voz celestial».
Pavarotti se enamoró de Nicoletta Mantovani como un niño que tenía treinta y cuatro años más que ella. Qué le vamos a hacer. «¿Y cómo es Pavarotti, el hombre?», le pregunta su segunda esposa, puede que el amor de su vida, en una de esas sorprendentes grabaciones íntimas que dan comienzo a la película, sin ver, quizás, que hombre y artista, aunque a veces disociados, no se pueden separar: el hombre es artista y el artista, hombre.
Madelyn Renee, la soprano que fuera su amante dice que a Pavarotti le gustaba hacer bobadas, que tenía nonello, hablando de su carácter, una interpretación algo superficial a nuestro juicio. Nosotros vemos en la sonrisa de Pavarotti y en su personalidad pueril una de las grandes virtudes de los artistas, la de conservar el niño que todos deberíamos seguir llevando dentro, pero que vamos perdiendo a marchas forzadas a cada paso por las las tristezas y demás cosas de la vida. Son las misma bromas que gastaba Carlos Kleiber. Las mismas caras que ponía Horowitz en su legendaria y simpática fotografía sacando la lengua, ya mayor. Vladimir Horowitz, puede que el más importante pianista que ha existido, también escondía su ternura y timidez detrás de un pañuelo, que en el caso de Pavarotti se hizo icónico. Es el mismo pañuelo de Martha Argerich, quizás un tanto fetichizado en su caso por su admiración por el pianista ruso.
Sin duda había en Nemorino, el célebre personaje de El elixir de amor, algo del alma de Pavarotti. Es antológica su interpretación de Una furtiva lágrima, y elocuente su manera de decir la última palabra del aria: amor.
Pavarotti tampoco habría llegado a tanto sin el trabajo de sus representantes, Herbert Breslin, Harveryt Goldsmith y Tibor Rudas, o sin el singular y extraordinario fenómeno de «Los tres tenores» y los famosos conciertos de «Pavarotti and Friends», en los que participaba con cantantes famosos de «música pop». Cabe la crítica hablando de estos conciertos, claro que sí. Muchas veces hemos dicho que la Idea de Música del presente confunde cosas diferentes bajo el mismo concepto. No puede ser lo mismo la voz de Pavarotti que la de Sting. El segundo no puede cantar lo que el primero, pero al revés, sí, independientemente del cómo. El micrófono anula las diferencias, homologa las voces. Es algo que percibió Alfredo Kraus con razón. La música amplificada ecualiza formas de cantar distintas. Pero Pavarotti no ha sido el causante de la confusión musical del presente. El fenómeno es más complejo.
Es importante en la película la presencia de Bono, de U2, no por sus pueriles canciones, que parecen haber hechizado misteriosamente a millones de personas, sino por su reflexión sobre el arte de Pavarotti, de una madurez reconfortante.
Ron Howard elige los fragmentos cantados por Luciano Pavarotti con suma habilidad, engarzando los mensajes de la música con su drama. Resulta escalofriante la inclusión del «Adiós a la vida» de Tosca, dirigido desde el foso por Plácido Domingo, como preludio a los últimos momentos del gran tenor italiano. Incluso el manido «Nessun dorma» adquiere, por el arte de Pavarotti y el de Howard, un sentido poético sublime que nos recuerda al poema de Simón. «Ma il mio mistero è chiuso in me. Il nome mio nessun saprà», reza la letra del aria más famosa de la historia en la voz de Pavarotti. Otra vez el misterio del arte y de Pavarotti, artista cuya voz inmortal no le pertenecía en exclusiva. «Es como se coordina todo con los sentimientos, con la expresión, con el temperamento, con la dicha. El público no sabe qué es lo que uno está haciendo, pero lo siente», afirma un luminoso Plácido Domingo, ejercitando esta Idea de Misterio propio y ajeno en el Arte, esa propiedad que no es totalmente del artista aunque se canalice a través de él. Y es probable que tras esta Idea del Hombre y del Arte se halle escondido de alguna forma el misterio de Dios.
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