Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Salón de Baile del Teatro Real. 04-06-2018. Diva on Detour. Patricia Racette, cantante; Craig Terry, piano. Obras de Cole Porter, Stephen Sondheim, George Gershwin y Edith Piaf.
Aprovechando la presencia de la soprano norteamericana Patricia Racette en la segunda tanda de funciones de la obra Street Scene de Kurt Weill, donde ha interpretado el papel de Anna Maurrant, el Teatro Real ha estrenado un nuevo formato de velada musical. En la intimidad del Salón de Baile, bajo el título de Diva on Detour, y con la inestimable ayuda del pianista Craig Terry, la americana se ha zambullido en canciones clásicas de cabaret y de musical americano, que inicialmente se anunciaban de autores esenciales de ambos géneros como Stephen Sondheim, Cole Porter, George Gershwin y Edith Piaf, pero donde ha habido mucho mas.
La Sra. Racette necesita poca presentación. Cantante habitual de la Opera Metropolitana de Nueva York desde hace más de 20 años, ha sido una de las asiduas encargadas de heroínas puccinianas como Mimi (aunque debutó allí como Musetta), Butterfly, o las tres protagonistas del Trittico. En CODALARIO fuimos testigos de su debut en Salome, su último papel hasta la fecha en el MET, donde manteniendo ciertas reservas sobre la adecuación de su voz a la enorme complejidad del mismo, destacamos su enorme capacidad teatral, y su total asunción del personaje.
Este tipo de recitales puede ser muy aburrido si la intérprete no se gana al público desde el principio, o si se hacen muy previsibles. Los cantantes de ópera en general, tienden a “seguir actuando”, perdiendo la naturalidad que hace que fluyaneste tipo de veladas, más propias de clubs de jazz neoyorquinos como el Blue Note o el Birdland. Además, no todas las grandes voces suenan bien con el micrófono. Afortunadamente no fue el caso.
La Sra. Racette demostró desde su entrada al ritmo del I Got Rhythm de George Gershwin una gran soltura y una enorme facilidad para conectar con todos. El hecho de no anunciar las canciones a interpretar incrementó la sensación de sorpresa, de que todo podía pasar. La cantante combinó anécdotas, entre otras de su madre, con melodías tradicionales, lo que los americanos llaman su American Songbook. Tras anunciar que le gustaban las canciones tristes, llegó al clásico The man that got away, de la película Ha nacido una estrella, compuesta por Harold Arlen e Ira Gershwin, y que fue uno de los caballos de batalla de Judy Garland. En sus labios, la primera frase The night is bitter sonó especialmente amarga. Luego volvimos a los escenarios de Broadway con el To keep my love alive del musical A Connecticut Yankee de Richard Rogers & Lorenz Hart que popularizó la inigualable Ella Fitzgerald.
En un momento dado nos comentó que el apellido Racette desciende de franco-canadienses que llegaron al nuevo mundo en el S.XVII, y que ella era la primera de su familia que no hablaba francés, hasta que descubrió a Edith Piaf. Y ahí se embarcó en un medleyen francés de algunos de sus himnos como Milord, Padam, padam y la versión en español de La vida en rosa cantada en perfecto castellano, que marcó uno de los momentos cumbre de la velada, sobre todo cuando Craig Terry superpuso en el piano las líneas melódicas de las dos últimas canciones.
Volvimos de nuevo a Broadway con el famoso Where or when del musical Babes in arms, también de Rogers &Hart, que han cantado artistas tan distintos como Dion and the Belmonts o el mismísimo Frank Sinatra. La voz de Patricia Racette fue creciendo, preparándose quizás para su mejor momento de la noche. Una estupenda interpretación de Guess Who I Saw today del musical de Broadway New faces of 1952 de Elisse Boyd y Murray Grand, y que ha sido la canción de cabecera de la maravillosa Nancy Wilson.
Acabamos el recital con un Mon Dieu de Edith Piaf sencillamente genial, y como el público no quería irse, interpretó un par de bises más, terminando con el May be this time del musical Cabaret de John Kander y Fred Ebb, que se popularizó a nivel mundial con la película de Bob Fosse, y donde la Sra. Racette se transformó en la mismísima Liza Minelli.
Así concluyó una deliciosa velada que, como idea para el futuro, hubiera estado aún mejor, si el salón de baile del Teatro Real se hubiera convertido en un auténtico club de jazz neoyorquino, y en vez de sillas en fila, hubiéramos tenido pequeñas mesas de salón donde haber degustado un buen whisky.
Compartir