Empecé, por desgracia, demasiado tarde a tener delante de mí la partitura cuando toco en un concierto, aunque hubiera vislumbrado hace ya tiempo que se tenía que tocar con ella. ¡Qué puerilidad y qué vanidad, fuente de trabajo inútil, es esa especie de concurso y de proeza de la memoria, cuando de lo que se trata es de hacer buena música que llegue al auditorio! Pobre rutina donde se complace la falsa gloria, la que criticaba mi querido profesor Heinrich Neuhaus. La llamada incesante al orden de la partitura daría menos licencia a esa “libertad”, a esa “individualidad” del intérprete, con la que tiraniza al público e infesta la música y que no es más que falta de humildad y de respeto hacia la música…
Sviatoslav Richter
Por Juan José Silguero
No es por su evidente falta de espíritu, ni por ese discreto jersey de cuello de pico que acostumbra vestir, ni por su anacrónico peinado. Tampoco por su tono de voz –apagado, mustio, como carente de vida, servicial y digno a un tiempo, como los mayordomos antiguos–, su anodino perfume o su ciclópea respiración nasal; ni por el simple hecho de que nunca se encuentre lo bastante alejado de nuestro perímetro vital básico, invadiendo de manera grosera, casi obscena, nuestra frágil, efímera intimidad. Como tampoco lo es por su patológica incapacidad para entender cuánto y cómo de impreciso ha de mostrarse a la hora de cumplir con su sencillo cometido; ni por ese incontenible impulso que lo anima a levantarse mucho antes de lo necesario (con la consecuente prolongación del tiempo de estancia de su axila en nuestro rostro) para mantenerse de esa guisa indefinidamente, incondicionalmente estático, como la leona agazapada ante su presa, a punto de arrancar a correr…
En realidad, es por mucho más y por mucho menos que todo eso.
El interior de una flor, la discreta confianza del amigo íntimo, los invisibles lazos secretos que unen a los amantes son cosas toscas y rudimentarias al lado del frágil y tembloroso destierro público que requiere el artista sobre el escenario. El círculo de soledad pública del que habla Stanislavski se compromete, se profana y finalmente se rompe ante la mera presencia de ese extraño de patibulario aspecto.
Desde el mismo momento en que da comienzo el concierto, su insólita aparición parece incluir inevitablemente cierto desasosiego para todo el mundo, como una especie de apuntador visible y desvergonzado.
Es el hermanito pequeño de la chica amada acompañándonos al cine. La suegra durmiendo en la habitación de al lado.
Quizás por eso Richter tocaba con un hilo de luz: por simple pudor. Pues la cercanía de semejante intruso durante un acto tan íntimo resulta tan grotesca y desnaturalizada como aquella ancestral costumbre según la cual el recién formado matrimonio debía “consumar” en presencia de familiares y amigos.
Casi parece oírsele susurrar, entre furibundas respiraciones nasales:
“Nada, nada, vosotros a lo vuestro; como si yo no estuviera…”.
No es que sea un impedimento en sí mismo. Pero desconcentra.
Se entiende que su papel tampoco es un regalo. En muchos sentidos, su insípida actividad se asemeja a la de montar en bici, donde, si no se adquiere pronto esa habilidad de saber dejarse llevar, uno se endurece y se termina echando a perder; esa suerte de laxitud moral que no juzga ni adolece prejuicio alguno, sino que simplemente se desliza y se deja guiar, como el niño al que conducen de la mano…
Pero eso no explica ese rictus tipo “rigor mortis” de su rostro, ni la apatía de sus maneras.
Es la desgana hecha costumbre, el hastío apagando el despertador, el aburrimiento cenando con agua…
¿Cuánto hay de psicológico en esa creación de un mundo propio que tanto necesita el artista, ése que es diferente cada vez, fascinante y tenebroso a un tiempo, erigido entre truenos y frágiles cristales, abastecido mediante la más absoluta convicción y consolidado con el cemento de la fe más abnegada?
Se ignora.
Lo que es seguro es que tan autócrata universo imaginario no incluye la presencia de ese extraño que ronda tan cerca de su oreja.
Señores inventores, por favor, abandonen por un momento sus plataformas rodantes de desplazamiento autónomo, sus zapatillas con GPS integrado, sus pulseras inteligentes con vida propia y personalidad predeterminada, sus chupetes wifi…
¿Para cuándo un pasapáginas mecánico eficaz?
Aquel que ofrezca semejante patente al mundo se encontrará con un artista profundamente agradecido, exultante, de hecho, por poder dedicarse a su incomparable actividad con la libertad y la concentración que tanto necesita, henchido de sí mismo y de poder economizar, por fin, un poco de fotocopias y de celofán; pero, sobre todo, feliz, feliz de poder quitarse de una vez a ese voyeur de su izquierda, ése que tanto se interpone entre él y su idílica relación de amor, con el mero pretexto de voltear una estúpida página.
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