Pablo Heras-Casado, Amaury Coeytaux y la Orquesta de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said ofrecen un concierto en el Teatro de la Maestranza de Sevilla
Prima la musica e poi le parole
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, 28-12-2021. Teatro de la Maestranza. Orquesta de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said; Amaury Coeytaux, violín; Pablo Heras-Casado, director de orquesta. Programa: Concierto para violín en re mayor op. 35 de Piotr Ilyich Tchaikovsky y Sinfonía nº 8 en sol mayor op. 88 de Antonín Dvořak.
Ya sabemos que la enseñanza musical en España, y especialmente en Andalucía, no pasa por sus mejores momentos y que está constreñida entre el desprecio de las políticas públicas y la exigencia que requiere, inexcusablemente, por parte de las iniciativas particulares y las familias de los estudiantes de música. También es bien conocido que los proyectos que alumbraron la creación de la Fundación Baremboim-Said, diluidos tras casi veinte años en las arenas movedizas de la política del globalismo, no cuentan hoy con el respaldo institucional –y presupuestario–, que permitió apreciar sus mejores frutos –básicamente la Orquesta West-Eastern Divan y la presencia del maestro argentino en Sevilla casi con frecuencia anual–, ni con la aceptación popular con la que fue agraciada en tiempos de un mayor esnobismo. De la misma manera, es cierto que hay otras empresas musicales que, adornadas con menos oropeles que esta, cumplen con creces su cometido por estas tierras: la Orquesta Joven de Andalucía [OJA] o la Sinfónica Conjunta, sin ir más lejos. Pero todo lo anterior es necesario –y hasta aconsejable–, obviarlo en un momento tan crítico como el que vivimos –en el que la cultura resiste contra viento y marea–, y poder así valorar un concierto ofrecido a un público ahíto de música que, contestando con su masiva presencia a la convocatoria, asistió al Teatro de la Maestranza sin dejarse amilanar por la histeria fomentada a coro por responsables públicos y medios de comunicación. Por consiguiente, prima la musica e poi le parole. Y, basándonos en eso, hemos de reseñar que fue un notable éxito, el mayor de los que llevamos en la presente temporada en el auditorio sevillano. Lo fue gracias al enorme esfuerzo de los músicos, a la preparación que emplearon sus profesores –cuyos nombres, con entera justicia, aparecían al final de las notas al programa que se repartieron, afortunadamente, en papel–, y a la pasión que le puso el maestro Pablo Heras-Casado a la interpretación de las piezas escogidas.
La primera de ellas fue el Concierto para violín de Tchaikovsky, obra archiconocida y, por ello, quizá más escarpada a la hora de que el solista pueda mostrar cierta novedad en su recreación. A pesar de ello, Amaury Coeytaux, que sustituyó al inicialmente anunciado Miguel Colom, se dejó la piel en la partitura del compositor ruso, cargando mayoritariamente –como debe ser–, con el peso de la obra y guiando a una orquesta que iba a la zaga, contenida y de la mano del director, para no desequilibrar ninguna de las aristas, texturas y pasajes de inalterable nostalgia que imprimió Tchaikovsky en los tres movimientos. No hubo mucho ambiente, ni pudieron percibirse por entero las significaciones rusas –y por ende, universales–, de esta música, pero sí hubo mucha maestría y virtuosismo en la interpretación violinística, llegando a un final del Allegro vivacissimo de auténtico vértigo, que provocó grandes ovaciones y consiguió el Andante de la Sonata nº 2 de Bach como bis por parte de Coeytaux.
A diferencia del irregular concierto que esta misma orquesta y director ofrecieron en el Maestranza en enero de 2020, ayer no se dio ningún desajuste apreciable por parte de la formación, sino que esta respondía, como un solo hombre, a las esforzadas y seguras maneras de un maestro que, sin ningún género de discusión, es hoy el de mayor rendimiento artístico de España. Todo esto se puso de manifiesto durante la Octava sinfonía de Dvorak, paladeada y hasta tocada por momentos de cierta gracia, digamos, vienesa. El primer movimiento –Allegro con brio–, prometió muchísimo; el segundo –Adagio–, resultó delicioso y característico. Los que estaban sobre el escenario parecían ajenos al espacio que ocupaban y al público que les escuchaba y seguía, atentísimo, el florecimiento de todos sus dones, como si tocaran en sueños, compenetrados, escuchándose, relacionándose y cumplimentándose unos a otros a la perfección, con gusto y produciendo un sonido ampuloso y adecuado a la obra que se interpretaba. Sin embargo, fue en el tercer movimiento –Allegretto grazioso - Molto vivace–, cuando se dispuso una alfombra sonora, bien tupida y hermosa, para que pudiéramos transitar hasta las alturas de la música excelsa y del estado del convencimiento de que esta sinfonía, aunque menos conocida, es más profunda que la del Nuevo Mundo. El último movimiento –Allegro, ma non troppo–, fue apoteósico. Heras-Casado contrapuso de una manera muy evidente las melodías –esencialmente iguales aunque con distinto ritmo y tonalidad–, que se dan aquí para llevar al éxtasis a un público que –estamos en Navidad–, pataleó, gritó y aplaudió por sevillanas hasta conseguir dos propinas: la primera es la que se da siempre en los conciertos de San Silvestre de la Berliner Philharmoniker –Danza húngara nº 1 de Brahms–, y la segunda es, a tenor de la simpática explicación que ofreció sobre el podio el director, la que se ofrece por parte de las orquestas de jóvenes músicos en la mayor parte de Europa, sobre todo en estos tiempos de pandemia: el pasodoble Amparito Roca, que fue acompañado por palmas a compás como si de una suerte de Marcha Radetzky española se tratara. Desde luego, como regalo de Navidad, este concierto de la Orquesta de la Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said no tuvo precio. Es cierto que no hizo que anidara en el seno de los oyentes la trascendencia –como sí ocurrió en ese inolvidable concierto de Tilling, Soustrot y la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla [ROSS] del mes de noviembre con obras de Richard Strauss y Gustav Mahler–, pero sí nos contagió a los melómanos allí reunidos de la incontestable fuerza de la juventud y la joie de vivre que la caracteriza.
Foto: Maestranza
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