Pablo Heras-Casado y Robert Carsen ponen música y escena respectivamente al célebre título wagneriano que cierra La tetralogía del Teatro Real de Madrid
El Teatro Real culmina el Anillo contra viento y marea
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 26-I-2022, Teatro Real. Götterdämnerung-El ocaso de los dioses (Richard Wagner). Andreas Schager (Siegfried), Ricarda Merbeth (Brünhilde), Stephen Milling (Hagen), Lauri Vasar (Gunther), Amanda Majeski (Gutrune), Michaela Schuster (Waltraute), Martin Winkler (Alberich), Elisabeth Bailey (Woglinde), Mariá Miró (Wellgunde), Marina Pinchuk (Flosshilde). Anna Lapkovskaja, Kai Rüütel, Amanda Majeski (Las tres Nornas). Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Robert Carsen.
Resulta casi un milagro que el Teatro Real haya podido sacar adelante, -de momento el estreno-, una obra tan monumental como El ocaso de los Dioses en plena sexta ola de la muy contagiosa variante Ómicrón de esta interminable pandemia. Mientras se suceden las suspensiones de las funciones en toda Europa a causa de los contagios en los elencos, el recinto de la Plaza de Oriente, que fue pionero en recuperar la actividad artística apenas concluida la primera ola pandémica allá por Julio de 2020, continúa con su filosofía de «no cancelación» y de sacar adelante la programación, incluso con una creación que requiere un elenco global de unas doscientas personas.
Con esta tercera jornada culmina la segunda interpretación de El anillo del nibelungo -tetralogía wagneriana compuesta por un prólogo y tres jornadas- por parte del Teatro Real desde su reapertura. En ambos casos con programaciones a lo largo de sucesivas temporadas, por lo que le falta al coliseo madrileño para alcanzar la «mayoría de edad» plantear ciclos de la tetralogía en una misma temporada con la interpretación consecutiva del prólogo y las tres jornadas de esta enorme epopeya que plasma el pensamiento dramatúrgico y musical de Richard Wagner consagrado en su libro Ópera y drama –el mito como base del drama musical frente a la ópera tradicional- y que, con sus irregularidades –Wagner como literato no estaba a la altura de su genio como músico-, desmesuras, ciertas incoherencias y, a veces, excesiva grandilocuencia, constituye, sin duda, una de las cumbres de la creación artística Universal.
Esas irregularidades, musicales y narrativas, afectan singularmente a esta última jornada, pues su creación ocupó más de dos décadas con lo que se combinan elementos formales pertenecientes a la ópera «tradicional» con los más genuinos del drama musical. Después del primer atentado al orden de la Naturaleza realizado por Wotan, al arrancar una rama del gran fresno del Mundo y tallar una lanza en la que están grabadas los pactos rúnicos sobre los que cimentó su poder, en esta tercera jornada el Mundo aparece en total desorden y confusión. Wotan ha visto quebrada la lanza que simboliza su poder por la espada Nothung blandida por su propio nieto Sigfrido, -el joven héroe welsungo que no conoce el miedo- y se ha recluido en el Walhalla a esperar el final cercano. Los hombres, encarnados por el clan de los Gibichungos, aparecen en lugar de los Dioses, elfos y gigantes, pero su vileza y corrupción moral es aún mayor. La maldición del nibelungo Alberich sobre el Anillo continúa haciendo estragos, mientras Brunilda se humaniza por el amor de Sigfrido y al reconocer su inocencia. El héroe es traicionado, la inocencia cruelmente cercenada y una catarsis a base de fuego y desbordamiento del Rhin supondrá una redención y posible renacimiento sobre el sublime motivo musical de la redención por el amor.
Pablo Heras-Casado culminó su Anillo orquestalmente decepcionante en la línea de las anteriores jornadas con una sensación global de mínima solvencia sin inspiración alguna, esencialmente superficial y sin drama, lo que es grave en Wagner. Más allá del imposible empaste orquestal, al colocarse parte del metal, las seis arpas, los platillos… en los palcos a ambos lados del escenario para garantizar unas mínimas distancias por el protocolo covid, de los desajustes y de algunos momentos rescatables en el último acto, la dirección del granadino careció de tensión y contrastes, además de ofrecer un sonido orquestal falto de músculo, de vigor, pero también ayuno de nobleza y calidad tímbrica. Ni suntuosidad orquestal, ni detalles, ni sutilezas. Insuficiente el nivel exhibido por la orquesta sinfónica de Madrid con una cuerda enclenque, carente de anchura, sonoridad, brillo y redondez, casi inaudible en muchos momentos y unos metales más bien desabridos que no pudieron librarse de algunas pifias. Sólo la buena actuación de las maderas reclamó la redención. En el drama musical wagneriano, la gran orquesta moderna sustituye al coro de la tragedia griega. Por tanto, debe comentar, sustentar la acción, crear atmósferas y exponer toda la trama de leitmotiv perfectamente entretejidos armónicamente por la fascinante capacidad como orquestador del genial músico de Leipzig. Sin embargo, la batuta de Heras-Casado ofreció un prólogo y acto primero totalmente anodinos. El sublime amanecer sobre el Rhin careció de grandeza y el desarrollo de todo el larguísimo primer acto, resultó plano, moroso, caído de tensión con una orquesta sin vigor y de sonido pobre y borroso. En el acto segundo faltó misterio y tono siniestro a la maravillosa escena de la vela de Hagen en la que se le aparece su pérfido padre Alberich - encarnado por un Martin Winkler de emisión irregular, pero apropiadamente siniestro y con acentos incisivos-. La colosal llamada a los Gibichungos por parte de Hagen careció de la debida grandiosidad,- a pesar de la buena actuación del coro que comparece por única vez en la tetralogía y que logró la suficiente sonoridad con mérito al tener que cantar con mascarillas- debido también a una deficiente prestación vocal del bajo.
En opinión del que suscribe, fue el último acto el más logrado por parte de Heras-Casado, con una escena de las ondinas del Rhin (magníficas las tres cantantes) de apropiado y logrado lirismo al igual que el relato de Sigfrido previo a su despiadado asesinato por parte de Hagen. La marcha fúnebre tuvo energía, aunque más aparato que verdadera grandiosidad, además de unos metales invasivos –esa colocación en los palcos fue un hándicap importante-, una cuerda inaudible y el imposible empaste. Terminar bien siempre es importante, y la inmolación de Brunilda con una entregadísima Ricarda Merbeth tuvo cierta intensidad y la orquesta delineó con solvencia la coda final con el sublime tema de la redención por el amor, que sella esa redención, elemento fundamental de toda la creación Wagneriana y el factible renacimiento posterior del Mundo.
El tenor Andreas Schager refrendó la buena impresión de su anterior Sigfrido de la segunda jornada y completó una notable interpretación tanto vocal como interpretativa. El timbre sonoro, timbrado y bien proyectado, de genuinas raíces líricas y un canto que huye de lo estentóreo, nunca vociferante, aunque con un registro agudo problemático técnicamente. A pesar de ello, el tenor austríaco no rehuyó en el tercer acto el único Do 4 sobreagudo escrito por Wagner para un tenor, si bien fue una nota más bien accidentada. En lo escénico, un Sigfrido desenvuelto, irreflexivo, arrogante, pero noble, de fondo ingenuo y fundamentalmente inocente.
Hagen es, prácticamente, el protagonista de El ocaso de los dioses y encarna la maldad absoluta. Hijo de Alberich y de la madre de Gunther y Gutrune mueve todos los hilos de la trama, encauza y desarrolla la venganza en nombre de su progenitor, incluidas sus ansias por recuperar el Anillo basadas en una iniquidad e infamia sin límites. Un lunar del elenco, lástima, fue su insuficiente intérprete en esta ocasión, el bajo danés Stephen Milling que, además, compareció en claro declive vocal, a lo que se sumaron problemas técnicos y ausencia de una ortodoxa impostación. Emisión hueca en el centro, timbre mate y desgastado, agudo imposible, una franja donde el sonido se queda retrasado, apretado, cogido en la gola. Apenas la zona grave intentó salvar el naufragio de Milling, que tampoco fue capaz de dotar del innegociable carácter siniestro, pérfido y despiadado al personaje. Escaso interés, asimismo, tanto en lo vocal como en lo interpretativo concitó el Gunther de Lauri Vasar, tan insulso como el pusilánime y débil personaje.
La soprano Ricarda Merbeth volvió a acreditar en su Brunilda entrega y temperamento como en las anteriores jornadas. Eso sí, estamos ante una soprano lírica que lleva ya tiempo asumiendo devastadores papeles de soprano dramática -Brunilda, Elektra- con lo que la erosión vocal es cada vez más perceptible, especialmente en una clara merma de volumen y presencia sonora, un centro que empieza a agujerearse, frente a un registro agudo que gana brillo y timbre. Todo ello junto a la ausencia de graves, la falta de la requerida robustez y anchura, así como de un metal más fúlgido y penetrante penalizan a la Merbeth que, además, cada vez tarda más en calentar – su primera intervención en el Dúo «Zu neuen taten» rozó el desastre-. Sin embargo, la soprano alemana se fue entonando a lo largo de la representación y siempre intensa dotó de carácter a la Brunilda despechada y ultrajada del acto segundo con acentos incisivos y vibrantes en el terceto de la venganza. Aún al límite vocalmente, sacó adelante la gran escena de la inmolación con plena entrega y sin escamotear ningún ascenso.
Espléndida la Waltraute de Michaela Schuster, que a pesar de acusar cierto desgaste en el timbre, demostró dominio total del canto Wagneriano con un centro ancho y carnoso y graves imponentes, además de acentos enérgicos e intensidad interpretativa en la caracterización de la valquiria hermana de Brunilda, a la que relata los sucesos acaecidos con Wotan, su decadencia y la de los Dioses, además de suplicarle en vano que devuelva el anillo a las ondinas del Rhin. Discreta la Gutrune de Amanda Majeski, cantante fina y musical, si bien no puede ocultar su condición de soprano lírica de timbre grato, pero justa de caudal y corta en los extremos, además de no ser capaz de expresar la efusión lírica que requiere el papel.
Como ya he subrayado, frente a un trío de nornas desigual, destacó un estupendo terceto ondinas del Rhin formado por Elisabeth Bailey, María Miró y Marina Pinchuk que mostraron irreprochable empaste, correcta emisión y buen concepto del canto, además de una impecable actuación escénica.
La producción de Robert Carsen llega a su fin con la misma sensación de que su única idea fundamental de desplome ecológico y destrucción de la Naturaleza por intervención del hombre, resulta escasa, repetitiva e insuficiente para esta monumental epopeya. El caos y confusión a que ha llegado el Mundo en esta última jornada se plasma desde el comienzo con una especie de vertedero en que transcurre la escena de las nornas y un caudal del Rhin reducido a un mínimo lodazal lleno de basura en el que deambulan las ondinas del Rhin en el último acto. El Palacio de los Gibichungos es prácticamente el mismo en el que se desarrollaba el segundo acto de La valquiria, con lo que el montaje transmite que el poder tiránico de Wotan y los Dioses se ha sustituido por otra oligarquía, en este caso un poder detentado por clanes, igualmente despótico y aún más cruel. En fin, una última jornada tan escasamente estimulante escénicamente como todo el montaje del Anillo a cargo de un Carsen, que apenas se salva por su pericia y sólida solvencia en el movimiento de actores, pero lejos de la inspiración y brillantez de otras puestas en escena suyas. Al salir a saludar al final recibió algunos abucheos.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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