Por David Santana / @DSantanaHL
Madrid, 6-II-2019. Auditorio Nacional. Pablo Heras-Casado, director. Orquesta Sinfónica de Madrid. Sinfonía nº 1 y Sinfonía nº 2 de Anton Bruckner.
Dos sinfonías de Bruckner, una tras otra, sin anestesia, es una programación arriesgada. Quizás no tanto para el público aficionado al repertorio romántico de la segunda mitad del XIX, pero sí para unos músicos que, además, vienen de batirse con la primera de las obras de la tetralogía de Wagner, El oro del Rin. Pero bueno, así nadie osará decir que no son valientes los muchachos de la OSM.
El Auditorio guardó silencio, relativo como siempre, tras aplaudir a Pablo Heras-Casado que con su elegancia habitual se adueñó del podio y comenzó a dirigir con firmeza y gracilidad los primeros compases de la vibrante Primera Sinfonía de Bruckner. Pero aparte del maestro, los únicos que también estaban «vibrantes», o sea, motivados, fueron los metales y algún que otro viento más. El ojo que todo lo ve ‒o sea, el del crítico‒ que aguarda expectante a que se desarrollen sucesos extraordinarios que le den material para poder escribir una crítica con morbo que lean más de sus diez o doce lectores habituales ‒el periodismo es así‒, observa desde las alturas cómo los músicos encaran esta sinfonía que, a pesar de ser la primera, no es una obra prematura, ya que Bruckner contaba ya nada menos que cuarenta y dos años en la fecha de su estreno y sendos conocimientos de composición.
En cuanto al oído, como decía, lo más destacado fueron los metales, ya que dieron intensidad a los tutti y, especialmente las trompas, gracia a unos solos muy melódicos que interpretaron con pericia y ánimo, haciéndose con algunos de los mejores momentos de la obra. Los solos fueron especialmente notorios en el segundo movimiento, donde aparte de las trompas destacaron por su expresividad las flautas. En el Scherzo Heras-Casado supo ordenar unos contrastes en los que la orquesta le siguió, consiguiendo efectos sonoros muy interesantes. Una vez más gracias a los metales, fueron especialmente brillantes las partes fuertes, sin embargo, en las más delicadas las cuerdas estuvieron un tanto pesadas.
Y aquí se pudo juzgar también con la vista, ya que la sección de cuerdas parecía más ensimismada en leer las notas de la partitura que en seguir las indicaciones que con gran esmero e inteligencia proponía Pablo Heras-Casado intentando sacar algo más de expresividad de una partitura que, para las cuerdas bien es cierto que no es ninguna maravilla, sí podrían haber construido una buena base sobre la que brillasen los vientos.
La Segunda sinfonía, también en do menor, es mucho más agradecida. La escritura para la cuerda de Bruckner mejora considerablemente en seis años, asimilando completamente el estilo de la escuela vienesa que Schubert había llevado a su más alto nivel en su obra sinfónica. A pesar de los largos ostinatos que el compositor asigna a los bajos, se les pudo, no solo escuchar, sino también ver considerablemente más animados con esta segunda parte del programa. Y es que la obra lo merece y, además, Heras-Casado realizó una labor formidable, manteniendo la elegancia y la gracilidad que había demostrado ya en la Primera Sinfonía, pero añadiéndole, en buen equilibro, la furia necesaria para sacar el alma romántica ‒casi patética, me atrevería a decir‒ de esta obra.
Bruckner nos abre su alma completamente en el segundo movimiento: cristalino, infinitamente delicado y profundamente tierno. Pudimos apreciar que aquí la Orquesta Sinfónica de Madrid había invertido sus principales esfuerzos, ya que fue ejecutado con gran pericia. También demostró Heras-Casado su conocimiento de la obra y su multitud de recursos para conseguir hacer brillar cada solo y dirigir el foco de atención del oyente de un punto a otro de la orquesta siguiendo las hermosas melodías repletas de expresividad.
Al final del segundo movimiento se levantó un gran murmullo en el público que hizo que Heras-Casado se apoyase por un momento en la barandilla del podio de director. Era un murmullo de desolación, ya que el final del Andante había sido vilmente cercenado por las toses y demás sonidos guturales que impidieron disfrutar de la belleza final, el canto de cisne, de este movimiento. Supongo que el maestro esperaba que, dando un tiempo para que el público aclarase sus gargantas, éstas dejarían de quejarse durante lo que restaba de sinfonía. Desgraciadamente no fue así y los silencios inteligentemente mantenidos entre las diferentes partes del Scherzo se vieron interrumpidos por varias toses que impidieron disfrutar de los tan escasos momentos de silencio que tan difíciles son de encontrar hoy en día en este mundo de ruido constante, y que a ciertas personas tanto incomodan.
En el cuarto movimiento director y orquesta lo soltaron todo, los metales y la percusión, que continuaban enérgicos a pesar de su gran papel en las dos sinfonías, tocaron la fanfarria final levantando el ánimo de toda la orquesta en un brillante fin de concierto que, a pesar de todo, provocó momentos que quedarán para el recuerdo.
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