Pablo González, Olesya Petrova y Thomas Mohr protagonizan el concierto «Ecos de la Belle époque» de la Orquesta Sinfónica y Coro de RTVE
Orquesta, mejor que voces
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 6-V-2022. Teatro Monumental. Ecos de la Belle époque. Concierto A/19. Planeta Tierra 5. Obras de Johannes Brahms (1833-1897) y Gustav Mahler (1860-1911). Olesya Petrova (contralto) y Thomas Mohr (tenor). Orquesta Sinfónica y Coro de RTVE. Marco Antonio García de Paz, director del Coro de RTVE. Pablo González, director.
La canción del destino [Schiscksalslied], una de las obras cumbres del genio Johannes Brahms, es aun en su brevedad, una de las piezas más difíciles del repertorio coral. Compuesta de tres movimientos -1. Adagio, Ihr wandelt droben im Licht [Camináis arriba en la Luz], en mi bemol mayor; 2. Allegro, Doch uns ist gegeben [Pero no se nos ha dado], en do menor y 3. Adagio, postludio orquestal, en do mayor-, necesita que en su interpretación se vea dibujado el valle de lágrimas de la Humanidad frente a la holganza reinante de los dioses, importante conflicto presente en los textos de Johann C. Friedrich Hölderin (1770-1843).
Quizá por el hecho de que el coro de RTVE (preparado por Marco Antonio García de Paz) tuvo que cantar todavía con mascarilla -cosa que ya no hacen, afortunadamente, los otros coros profesionales que solemos frecuentar (Coro Nacional de España, Coro del Teatro Real y Coro del Teatro de la Zarzuela)-, poco vimos de esa profundidad requerida -salvo en el Allegro-, sino más bien una muy prosaica interpretación, carente además de los empujes tímbricos superiores e inferiores que debieron imprimir sopranos (15 componentes) y bajos (sólo 10 componentes). Ambas cuerdas estuvieron muy «desaparecidas» en presencia sonora y en la claridad de la dicción, como precepto mínimo para conseguir el carácter correcto y alcanzar esos pluses de expresión y expresividad requeridos. Sí que alcanzaron el nivel de satisfactorios los dos movimientos sólo orquestales, en los que la magia del «preludio» y el reposo mayestático y romántico del final fueron muy bien expuestos por el maestro Pablo González (1975) y la ORTVE.
La importancia de Das Lied von der Erde [La canción de la tierra] deviene del hecho de que cierra un ciclo compositivo y vital del genio mahleriano y sintetiza en esta creación el propio «ser», la personalidad de alguien que se auto-examina y se «encierra» sobre sí a raíz de cómo se siente por la muerte de su hija, el descubrimiento de su enfermedad cardiaca o el abandono de la Ópera de Viena… Desde el punto de vista musicológico, es una obra paradigmática porque aúna de forma magistral el Lied y la sinfonía y, en suma, la música y la poesía.
En la génesis de la misma, resulta clave para entenderla que Mahler intentara remontar tantos reveses aprovechando que descubriera -y le impactara favorablemente- la lectura de unos poemas de varios autores chinos -de la antología titulada Die chinesische Flöte [La flauta china]-, lo cual le proporcionó ciertas respuestas en torno a la misión y destino del Hombre en la Tierra y el redescubrimiento de su «yo» más profundo. Es esta filosofía, la del «todo» y la «nada», que se atreve a explicar tanto la concepción del universo como la de cualquier otra entidad transcendente -suponiendo que la humana lo es, muy cercana al «Yin y el Yang» taoísta-, la que debe, a nuestro entender, reflejarse y destilarse en la interpretación de esta obra.
Además, debe realizarse una clara dualidad contrastada (movimientos 1-3-5 frente a 2-4-6) por mor de los textos y la música escritos para cada uno de los cantantes, aspecto perfectamente conseguido por Pablo González, que realizó una integración ejemplar con ambos artistas, dejando gran espacio a la preeminencia de la voz como protagonista discursiva -de la mano de los poemas-, y no hubo en este sentido más que una muy buena comunión entre el director, la orquesta y los cantantes.
El maestro tuvo muy en cuenta que sólo en determinados pasajes de las canciones primera, cuarta y sexta suena la orquesta completa, pero en otros muchos fragmentos las texturas son casi camerísticas, con muy pocos instrumentos tocando a la vez, por lo que alabamos de su forma de entender la obra ese sentido de la proporcionalidad, del cuidado de los aspectos puramente tímbricos, y de haber sabido ecualizar el resultado conjunto. En las partes más sinfónicas, por tanto, es donde creemos que González echó el resto, con una dirección muy interiorizada y fluida, perfilando adecuadamente tensiones y distensiones tímbricas y rítmicas, subrayando la dualidad comentada, para que nada quedara emborronado o trastabillado.
Además de esta muy buena labor del director, y como segunda derivada de su trabajo, hay que felicitar a todas las secciones de la ORTVE, aunque con más énfasis a la solista de flauta (Mónica Raga), al solista de oboe (Salvador Barberá) y al solista de trompa (José Chanzá), que reflejaron muy adecuadamente -con la ayuda de la percusión- las atmósferas que evocan la naturaleza, los animales, lo exótico…, acompañando también muy adecuadamente el «mundo interior» y los aspectos más reflexivos de los personajes.
En las partes cantábiles, los dos solistas se alternan -números impares para el tenor, y los pares para la contralto-. El tenor puede mantener su carácter durante toda la obra (1. Canción báquica de la miseria terrenal, 3. De la juventud, 5. El borracho en primavera), alabando siempre en su canto los placeres mundanos. La parte reflexiva y psicológica, más ligada a un personaje, es la que le corresponde a la contralto (2. El solitario en otoño, 4. De la belleza, 6. El adiós).
El resultado conseguido por el tenor Thomas Mohr (1961) no fue totalmente satisfactorio, ya que su potencia y volumen de voz no fueron suficientes en las partes forte-agudas, ya que quedó engullido por la orquesta y resultó claramente inaudible. Sí fue meritoria su flexibilidad vocal, con un instrumento de técnica trabajada, de tintes claramente baritonales en el registro medio -hace unos años, este tenor cambió su técnica y pasó de barítono a tenor- y, como mencionábamos, sus prestaciones resultaron poco brillantes en squillo, y su proyección en el registro agudo no fue la suficiente para que la voz corriera por la sala, perdiéndose la intensidad en los agudos con los tempi exigentes y la rítmica tan ajustada. Tampoco su dicción le ayudó demasiado, aunque diremos que gestionó las dinámicas de forma correcta.
En los siguientes números del tenor, en la tercera canción de la obra, ha de jugar con resaltar sobre los motivos chinescos que ofrecen los instrumentos de la orquesta, cosa que a todas luces no fue conseguido por Mohr, realizando una interpretación plana y carente de fantasía. En la quinta, además de introducir perfectamente la ebriedad del momento -sin sobreactuar-, el cantante dio adecuada réplica a los instrumentos que emulan los cantos de los pájaros -flauta solista y otros, donde el pájaro canta y ríe, según dice el texto-, resultando el número de los de él que más nos gustó de todos.
La canción de la tierra tiene una construcción cíclica, ya que en el estribillo de la primera de las canciones, Das Trinklied vom Jammer der Erde [La canción báquica de la miseria terrenal], aunque con las carencias mencionadas del tenor, se muestra el «alter ego» de personajes versus los que interpreta la contralto, ya que su carácter es alegre, si bien al cantar «Sombría es la vida, oscura es la muerte», permite que el final mortuorio de la obra se enlace de nuevo con el principio.
Respecto a la contralto, Olesya Petrova, se mantuvo durante toda la interpretación distante, fría e insegura, dependiente de la partitura en muchos momentos. Si bien por la gran calidad de su material vocal -broncíneo, pero esmaltado- pudo haber realizado una muy buena interpretación, tuvo en contra ciertas notas desafinadas, sobre todo en los pasajes descendentes, mostrando un artificial oscurecimiento de su voz en la tesitura más grave, y bastantes problemas con la dicción alemana que la hizo, en general, ininteligible. La recreación emocional de sus números fue anodina en sus dos primeras canciones, no sabiendo aprovechar el atractivo entorno cambiante de timbres orquestales de la segunda, que tan bien caracterizan a Mahler.
En su último número y último de la obra, la cantante debió enfrentarse a un introspectivo movimiento, Der Abschied [La despedida], un auténtico viaje al interior, al YO más profundo, siempre jugando con otros instrumentos solistas -flauta solista, clarinetes, mandolina-, y si por el enfoque vocal no podemos decir que estuviera mal, la cosa no pasó de ahí, quedando lejos de sublimar todo lo que este movimiento contiene dentro de sí, que no es otra cosa que la transfiguración del ser humano -lo existencial-, aquel que encuentra y pierde al amigo -previa escucha de una demoledora marcha fúnebre- para, finalmente, perderse a sí mismo. Esto, tan importante en la estética romántica, donde lo bello y trágico a la vez se dan la mano, no lo vimos en absoluto y, por tanto, los Ewig… Ewig… [Eternamente... Eternamente...], repetidos seis veces, no nos alcanzaron ni nos catartizaron como debieran. Una pena…
En todo caso, el público aplaudió muchísimo a todos los intérpretes, después de haber esperado los consabidos segundos para que el magnífico final rezumara en la acústica del Teatro Monumental y Pablo González bajara completamente los brazos. Olesya Petrova y Thomas Mohr también tuvieron que salir repetidamente a saludar, en solitario y acompañados por Pablo González, haciendo éste levantar a los solistas principales y merecidamente a todas las secciones de la ORTVE.
Foto: Facebook OCRTVE
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