Crítica del concierto ofrecido por Paavo Jarvi y la Tonhalle-Orchester Zürich en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, dentro del ciclo de Ibermúsica
Järvi y el cuidado de la transparencia y la tímbrica
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 30-X-2024. Auditorio Nacional de Música. Ibermúsica. Concierto B2. Serie Barbieri.Séptima sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911). Tonhalle-Orchester Zürich. Paavo Järvi, director.
En la velada que nos ocupa, con lleno casi absoluto, el ciclo de Ibermúsica en Madrid nos ofreció la Sinfonía n.º 7 de Mahler, o «Canción de la noche», ya que la obra propone un viaje -humano, pero trascendente- de la oscuridad a la luz, teniendo como protagonista a la Tonhalle-Orchester Zürich y a su director musical, Paavo Järvi (Tallin, 1962), ensalzado por su habilidad para combinar tradición y modernidad, como figura reconocida por el dominio de un extenso repertorio, al igual que ocurre con su orquesta, cuya historia data de 1895.
Fue el propio Mahler el que sentenció que «en la partitura está todo, menos lo esencial», por lo que desentrañar aquello que va más allá, es lo que realmente se busca por cualquier director que se precie. Es este el caso Järvi, que goza de la fama de un enfoque profundo de las partituras, que además es transmitido a las orquestas que dirige, exhibiendo una técnica de dirección eficiente, clara y natural.
Sin ser afortunadamente un director mediático, sí que arrastra tanto a aficionados con criterio como a las nuevas generaciones -entendemos que de músicos o de estudiantes de dirección-, ya que observamos varios con la partitura en sus manos y tomando notas con fruición. El concierto comenzó con un emotivo minuto de silencio, con la orquesta suiza puesta en pie, en memoria de los fallecidos por las inundaciones de la DANA en España.
La Séptima no es una obra fácil de entender, ni de interpretar ni -por supuesto- de dirigir dada su compleja estructura -que para ciertos gustos resulta poco apetecible o enrevesada-, con una orquestación muy nutrida, plagada de continuos contrastes dinámicos y cambios de tiempo, con transiciones sutiles, pero en las que no se puede perder la fluidez ni la consistencia estructural.
Por contraposición al resto de movimientos -y por empezar por algún sitio-, es necesario remarcar el carácter de cada uno de los dos movimientos intermedios en forma de nocturnos -Nachtmusik-, que en realidad son bastante distintos entre sí, ambos apoyados sobre la especial tímbrica que aportan la guitarra y la mandolina. Järvi entendió el primero -Allegro moderato- como genuinamente pastoral, bucólico, luminoso, con imágenes de la naturaleza reforzadas con trinos de pájaros y trompas de caza. El segundo -Andante amoroso-, destiló un regusto más romántico, más refinado, remarcado con apacible lirismo. Su interpretación nos resultó de lo más sugerente.
El primer movimiento, Langsam – Etwas weniger langsam – Nicht Schleppend [Lento – Un poco menos lento – No arrastrado] fue ejecutado en una ambientación misteriosa en la que no se cargaron las tintas sobre un sonido en exceso timbrado, pero sí con sutiles contrastes, ni siquiera por la presencia de la trompa tenor, sino que se priorizó la transparencia instrumental de las secciones en cuanto a la tímbrica y el empaste resultante que fueron capaces de ofrecer.
La colocación radial por familias -los instrumentos de la misma familia en estrechas hileras hacia atrás-, en este sentido, ayudó a que se consiguiera ese efecto. Las trompas se añadieron atrás con las hileras de cuerdas, lejos del resto del metal, que estuvo en el lado opuesto. Los vientos lucieron apropiadamente su registro grave y las dinámicas se cuidaron para que las texturas más delicadas no se perdieran en el conjunto.
El tercer movimiento, Scherzo. Schattenhaft [Scherzo. Fantasmagórico], quizá fue el más desafiante de toda la sinfonía. Järvi se centró en que todo se moviera en una estética sombría -incluso los pizzicati-, potenciando el uso de la percusión como recurso para la sorpresa o la desestabilización sonora, aunque lejos de ser «aterradora» en el sentido más crudo de la palabra. Muy bien delineados estuvieron el ritmo y la articulación, que también contribuyeron a esa ambientación irreal o supra natural.
El último movimiento, Rondó-Finale, como contraste absoluto, fue en verdad brillantísimo y festivo, aprovechando a voluntad toda la paleta de colores de la orquesta, imprimiendo un fuerte carácter energizante por un aumento ostensible del volumen sonoro, en donde vientos y metales sonaron ampulosos.
Como ya se ha comentado, el «menos es más» fue la regla de oro de Paavo Järvi para realizar todo tipo de enérgicas indicaciones, pero sin perder la verticalidad ni casi mover los pies en el podio. Magnífica fue la agilidad del «fugato», de carácter triunfante, que Mahler introduce, pero que se interrumpe repentinamente. Después de algún que otro falso clímax y varias desconcertantes ausencias de dirección -diseñadas así, a propósito, por Mahler-, Järvi nos condujo a una conclusión apoteósica cuidando con esmero ritmo y articulación. Los tempi en general fueron ajustados, ya que la duración total no superó la hora y 20 minutos.
La ejecución de la Séptima fue muy del gusto del respetable con grandes salvas de aplausos hacia el director y la Tonhalle. Como corolario, podemos concluir en que frente a otras versiones de esta misma sinfonía, basadas más en el efectismo interpretativo, los volúmenes desmedidos y la falta de recato en las tímbricas, nos encontramos en la versión de Järvi con unas coordenadas basadas en la transparencia, la claridad de las texturas y la tímbrica -más allá de la de los instrumentos solistas-, ingredientes todos ellos más fieles al estilo compositivo de Mahler, que normalmente prima la narrativa y la experimentación musicales, el control de las emociones y la búsqueda de la expresividad.
Fotos: Rafa Martín / Ibermúsica
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