Por Pablo Sánchez Quinteiro | @psanquin
Milán. 17-V-2017. La Scala. Don Giovanni, Mozart. Thomas Hampson, Tomasz Konieczny, Hanna Elisabeth Müller, Bernard Richter, Anett Fritsch, Luca Pisaroni, Giulia Semenzato, Mattia Olivieri. Dirección musical: Paavo Järvi. Dirección de escena: Robert Carsen.
El debut de Paavo Järvi en la temporada operística del Teatro de la Scala de Milán ha llegado de la mano del “dramma giocoso” mozartiano, Don Giovanni. Una estimulante pero a la vez exigente tarjeta de presentación, para la cual se recuperó la producción con la que Robert Carsen y Daniel Barenboim habían abierto la temporada 2011-12.
Se trata de una celebrada puesta en escena en la que una relativa economía de medios es compensada con una inventiva desbordante y con un planteamiento en el que se combina a la perfección el respeto al libreto original con una concepción decididamente moderna que llega en muchos momentos a agitar las conciencias de los espectadores.
Ya desde el mismísimo comienzo, en la propia obertura, el público queda atrapado con la aparición inesperada de un Don Giovanni burlón quien, con un simplemente movimiento de mano, provoca la caída del telón y la aparición de un inmenso espejo que introduce al espectador de forma distorsionada en el escenario. Este espectacular dispositivo hará su aparición en distintos momentos de la representación. Es unade las diversas argucias con las que un inspiradísimo Carsen consigue que la acción se desarrolle en diversos planos espacialesque siempre tienden a que la perspectiva del público se funday se confunda con lo que está sucediendo en escena.
En no pocos momentos la ópera se convierte en una obra de teatro dentro del propio teatro, transmutándose Don Giovanni en un director teatral que en primer plano y de espaldas al público sigue de forma socarrona -inevitablemente acompañado por una sensual doncella- la representación de sus propios engaños y desengaños. Asimismo, en múltiples ocasiones los cantantes se desplazan al propio patio de butacas, llegando a interactuardirectamente con el público. Todos estos aspectos se ven acentuados con un decorado en el que la arquitectura del teatro es proyectada hasta el infinito en una serie de tapices que se prolongan aprovechando toda la profundidad del escenario de tal forma que los límites entre la escena y las galerías del teatro se confunden, rompiéndose una vez más de forma clarividente, las barreras entre el espectador y la ficción.
Entre los continuos golpes de efecto de Carsen destaca la aparición de la estatua del Comendador en el segundo Acto en el palco de autoridades del teatro. Situando al dedo acusador del Comendador junto a los altos y “respetables” estamentos de la sociedad -esos mismos que indefectiblemente apadrinan la injusticia y la corrupción- uno no puede dejar de sentir la consabida apropiación del dolor de las víctimas que tan a menudo vemos en nuestros telediarios. A estas alturas de la representación, la moraleja de la ópera ya ha adquirido unos tintes nuevos para el público: ¿No será el burlador de Sevilla una llamativa cabeza de turco para una sociedad hipócrita? ¿Hasta qué punto las víctimas del conquistadorno son realmente suyas sino que lo son de sus propios afanes por satisfacer sus egos, sus deseos? Por si a alguno le quedaba alguna duda, la conclusión de la obra con un Don Giovanni resurgiendo del infierno, cigarrillo en boca, mientras cínicamente observa como sus supuestamente damnificados se hunden bajo las llamas del infierno resulta totalmente definitiva. Si tan sorprendente conclusión puede resultar impactante en algún lugar del mundo éste es precisamente el Teatro de la Scala. Un sacrosanto templo de la música que nosfascina por la opulencia y el lujo que por él desfila; no en vano estamos en la capital mundial de la imagen. Más de uno se debió remover incómodo en su butaca reflexionando sobre el triste final de tan respetados y respetables personajes ¡Qué milagrosa es música como la de Mozart, que doscientos años después de su composición puede mover y conmover las conciencias de una sociedad de una forma tan impactante y moderna!
Una representación tan arriesgada y combativa, sin duda requería de un Don Giovanni total, de un barítono casi utópico al que sólo un grande como Thomas Hampson puede en la actualidad acercarse. Sorprendente y a la vez significativo que este papel significase su debut en la Scala. Tanto por su voz -todavía a sus sesenta años abrumadora- como por su presencia seductora y sus habilidades escénicas, Hampson era la elección ideal. Cuesta creer que fuese el único miembro del reparto objeto de algún reparo desde la temida loggione, reticencia totalmente injustificada, pues si en algún momento su voz careció del impacto que se podría esperar, fue sin duda debido a las exigencias físicas de una actuación sobrehumana. Incluso para un cantante con su sempiterna energía vocalera inevitable verse en más de un momento con su respiración comprometida. Sería injusto destacar algún momento puntual de su noche. Únicamente citar como curiosidad su "Deh, vieni alla finestra" muy contenido en dinámica y muy enfático, pero con un fraseo y un timbre maravillosos.
Hampson se vio rodeado de un reparto constituido por cantantes que todavía no han alcanzado el renombre internacional pero que sin duda pronto estarán en boca de todos. Un elenco de lo más consistente, sin ningún eslabón débil en la cadena. Se trataba de una combinación perfecta de voces, mayoritariamente jóvenes y primorosas, todas ellas sin excepción con una refinada presencia escénica y unas aptitudes vocales de primera línea.
La Donna Anna de Elisabeth Müller fue un grato descubrimiento por su voz exuberante, plena de rebosante lirismo. Su “Non mi dir” fue una de las arias más celebradas de la noche por el dramatismo y la expresividad del recitativo previo y por su magnífica coloratura. Anett Fritsch como Donna Elvira aportó las máximas dosis de intensidad. Su “Mi tradì, quell'alma ingrata” le permitió exhibir un instrumento ágil y una voz muy expresiva en todos los registros. La Zerlina de Giulia Semenzato aportó la dulzura que se espera en su personaje. Combinó a la perfección con un vigoroso Masetto de Mattia Olivieri.
La parte masculina del reparto contó igualmente con la sobresaliente participación de Luca Pisaroni. Fue un Leporello joven y resonante, con unas magníficas dotes teatrales. Brilló igualmente el Don Ottavio del suizo Bernard Richter. Con una voz fluida y potente, pero a la vez limpia y de hermoso timbre, Richter le aportó personalidad propia a un carácter habitualmente presentado de forma pusilánime. Finalmente, el comendador de Tomasz Konieczny, contribuyó a la magia de una memorable escena final con una voz muy potente y un timbre sobrecogedor.
Todos estos elementos comentados no hubiesen funcionado sin una dirección y una prestación orquestal de primerísima línea. El pedigrí mozartiano de Paavo Järvi se confirmó con una dirección que desde el foso mostró esas mismas cualidades que han hecho de él una referencia en la música orquestal: claridad y musicalidad. Gozó en la orquesta de La Scala de un instrumento memorable, con unas cuerdas incisivas y enérgicas –en ocasiones puntuales excesivas- y unas milagrosas maderas, sensuales hasta lo indecible -¡tan decisivas en la música de Mozart! Aunque el torbellino escénico de esta ópera apenas deja respiro para recrearse exclusivamente en la música, fue una delicia presenciar una construcción musical tan sublime, en la que Järvi concertó con una habilidad prodigiosa y sin necesidad de recurrir a retóricas gratuitas, todo tipo de crescendo y graduaciones dinámicas. Por citar sólo un ejemplo, la conclusión del Acto I hizo resaltar la escritura de Mozart de una forma pocas veces escuchada, poniéndola al lugar de su mejor música sinfónica.
En resumen, una producción inmaculada que sin duda merece formar parte de los grandes momentos de la historia musical de la Scala. Tanto por su altísima calidad musical y escénica, como por demostrarnos una vez más como la ópera y su mensaje siguen manteniendo inalterada su vigencia en pleno siglo XXI.
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