Crítica del concierto ofrecido por la Orquesta Filarmónica de Viena en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, bajo la dirección musical de Lorenzo Viotti
Encuentros añorados
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, 24-VI-2024. Teatro de la Maestranza. Orquesta Filarmónica de Viena; Lorenzo Viotti, director. Programa: Capricho español, op. 34 de Nikolái Rimski-Kórsakov; La isla de los muertos, poema sinfónico, op. 29 de Serguéi Rachmaninov; y Séptima sinfonía en re menor, op. 70 de Antonin Dvorak.
La mítica Filarmónica de Viena sólo había actuado una vez en Sevilla con anterioridad. Fue el 7 de septiembre de 1992 y en el marco de los fastos de la Expo, cuando la ciudad del Guadalquivir devino en pasarela de la cultura mundial. En esa ocasión, dirigida por el que era –tras la desaparición de Karajan y Bernstein–, su director de referencia, Claudio Abbado, ofreció un programa rotundo compuesto por dos obras: la 100ª sinfonía de Haydn y la 1ª de Mahler.
Más de tres décadas después y gracias a la exitosa gestión de Javier Menéndez al frente del Teatro de la Maestranza –preocupado por hacer regresar a Sevilla las mejores formaciones sinfónicas del escenario internacional–, la presente y exitosa temporada se ha clausurado con este concierto extraordinario con el que la formación vienesa remata, también, su gira final de curso tras recorrer Colonia, Hamburgo, Basilea, Oviedo y Granada. Traía en sus atriles el último programa de abono ofrecido en su sede de la Musikverein: tres obras posrománticas y expresivas a más no poder en las que nada como pez en el agua y brilla como luciérnaga en medio del apagón cultural el debutante maestro Lorenzo Viotti (Lausana, 1990), que, curiosamente, dirigió en la Feria de Abril de 2015 a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla en un fresco programa compuesto por obras de Rachmaninov y Tchaikovsky y que, con la combinación sobre el escenario de Juan Pérez Floristán, supuso un pequeño hito premonitorio en su carrera. Así lo advirtió un crítico local al que no extrañaba que «en apenas unos años Viotti se convirtiera en un director de carrera prominente y de referencia», ya que «entusiasmo, talento y facultades le sobran». Viotti, que venía entonces a Sevilla invitado aprovechando los beneficios que le procuraba haber ganado el Concurso Internacional de Dirección de Orquesta de Cadaqués, se ha curtido desde entonces con la Orquesta Gulbenkian de Lisboa primero y con la Orquesta Filarmónica de los Países Bajos y la Ópera Nacional de los Países Bajos de Ámsterdam después, además de dirigir obras de amplio espectro cronológico y estilístico con formaciones tan importantes como la Orquesta del Concertgebouw, la Nacional de Francia, la Gewandhaus de Leipzig, la Filarmónica de Múnich, la Sinfónica de Viena, las Staatskapelle de Dresde y Berlín, la Filarmonica della Scala o la de Berlín. La Filarmónica de Viena, una orquesta de gran tradición y exigencia, pero muy atenta a las novedades y frescura que el reducido campo de la dirección orquestal ofrece cada vez, lo ha invitado a asumir su fin de temporada y la gira que les ha traído a España en la que será, a tenor de los resultados, el beso musical que inaugure una relación fructífera y duradera.
Es recurrente por parte de las orquestas extranjeras de gira por España ofrecer el Capricho español de Rimski-Kórsakov con la intención de congraciarse con un público que –ellas no lo saben–, no se reconoce en ese pastiche de melodías diversas, pero que, en manos de genios como Leonard Bernstein, pueden derivar en un alarde de virtuosismo artístico y satisfacción sensorial. En manos de una orquesta como la vienesa esta obra adquiere una seriedad y profundidad poco habitual, ya que, Viotti, con gesto siempre sobrio y elegante, dejó hacer a unos profesores que, en cada una de sus intervenciones solísticas sentaron cátedra de hermosura y bello ideal musical. Asombrosas fueron las imaginativas intervenciones del concertino Volkhard Steude y no menos graciosos resultaron los diálogos mantenidos entre el violín y el clarinete. En los compases de mayor lentitud se alcanzaba una belleza de sonido increíble en un escenario como este y en los más veloces se sublimaba la música popular y derivaba en tratado de armonía. Aquello no sonaba a español ni a ruso, aquella obra irregular y resultona aparecía de repente como un trasunto de la más elegante música vienesa, porque esta orquesta de apabullante historia y tradición lo lleva todo a su terreno como se notaba en los rubatti y otros recursos interpretativos.
Mucho más profunda fue La isla de los muertos de Rachmaninov, página menos conocida, pero de enorme interés por ofrecer interesantes contrastes y vaivenes orquestales que, en los atriles de una gran orquesta como esta, embelesan por su belleza. Introspectiva, seria y por momentos plena de tonalidades oscuras e iridiscentes, Viotti dirigió con la misma concentración que implicaba a todos los músicos, entre los que hay que señalar los bajos y los metales, recios en su expresividad, rotundos en sus formas, únicos en su sonido y perfectos en la ejecución de un desorbitante clímax que dejó sin respiración a un público que se mantuvo en silencio bastante tiempo tras desvanecerse los últimos compases de la partitura.
Menos popular que la Octava y, sobre todo, la Novena, la Séptima sinfonía de Dvorak, se escuchó en la tarde del día de San Juan en Sevilla como casi nunca se había escuchado. La palabra que puede identificar mejor la dirección de Viotti es naturalidad, pleno el gesto de los brazos, expresivo el del rostro, clarificador el movimiento de su cuerpo y determinante su propia presencia en un podio sin partitura. Esta música de Dvorak está llena de referencias brahmsianas, wagnerianas (ese segundo movimiento con el legato de reminiscencias tristanescas), brucknerianas (con ese scherzo-vivace más estilizado, pero igual de rumboso que los del compositor de Ansfelden), pero, sobre todo, bachianas en el coral y coda final, amplio, total y decisivo, que dejó con la boca abierta al respetable por el desvelamiento de una melodía mágica, pero también admirado por la incisión de los primeros violines, el apoyo constante de los timbales de baqueta dura y la seguridad y compenetración entre las distintas secciones con el director.
Como colofón de todo lo anterior y tras recibir muchos aplausos, los Wiener Philharmoniker quisieron cumplimentar al agradecido público sevillano con la Danza húngara nº 1 de Brahms, una pieza llena de sabor y nostalgia, pero que sonó adusta y precisa en el escenario, tocada a muchísima velocidad, pero llena de matices de volumen, ritmos y pausas. No sólo por su autoridad en materia musical, no sólo por el aura de acontecimiento que había atraído a políticos y responsables culturales a un teatro en el que no siempre suelen estar, sino, sobre todo, por la admiración por el trabajo bien hecho, serio y sólido, el público se rompió las manos en una noche de principios de verano en Sevilla y se fue a su casa convencido de que tenían que poner en sus respectivos currículos musicales que –unos más, otros menos, muchos por primera vez–, habían vivido un concierto de la Filarmónica de Viena. Cosas tan grandes como esta no se viven todos los días y menos aún en Sevilla.
Fotografías: Guillermo Mendo y Javier Santos
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