Por Aurelio M. Seco
Oviedo. 15/4/16. Auditorio de Oviedo. III Primavera Barroca del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). En torno a Pedro Rabassa. Trauermusik en el s. XVIII. Orquesta Barroca de Sevilla. Enrico Onofri, concertino y director. Julia Doyle, soprano. Obras de Basset, Rabassa, Ripa y Haydn.
El mundo de la interpretación de música antigua es una especie de isla, con sus costumbres y estilos, manera de hacer las cosas, ciclos, en fin, una especie de gueto estético en el que cuesta entrar y del que a veces también salir. En lo que se refiere a este círculo, España casi siempre mira a Francia, más evolucionada sin duda y con conjuntos de una trayectoria más larga y brillante, seguramente porque este país ha destinado a ellos más recursos, una conditio sine qua non para poder mejorar. Aquí nos faltan medios económicos. A España todavía le queda mucho camino por recorrer. Se necesita más dinero, está claro, pero los grupos que se dedican a tocar música de los siglos XVII y XVIII con criterios de época también tienen una responsabilidad que deben asumir: aumentar su calidad. No hablamos sólo del concierto al que se alude en esta crítica sino en general. Siempre es interesante y exótico ver cómo suena una viola de gamba, pero después hay que tocarla bien y ser un virtuoso para ponerse delante del público. Tenemos que empezar a exigir mejores conciertos.
La participación de la Orquesta Barroca de Sevilla en los ciclos del CNDM en Madrid y Oviedo permitió escucharles en concierto –coproducido según consta en los programas por la propia orquesta, el Proyecto Atalaya de las Universidades Andaluzas y el CNDM- en la Primavera Barroca ovetense tras haber llenado la Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Madrid, con algo menos de público en la capital del Principado. El interés del programa se centraba en la música de tres compositores que trabajaron en la catedral de Sevilla: Pedro Rabassa, Antonio Ripa y Domingo Arquimbau, este último introducido algo forzadamente debido a la autoría de unos “apuntes que dejó” –cuyo grado no se especifica- de la Sinfonía nº 44 de Haydn. Seguramente sólo se trate de una buena excusa para introducir el documento de mayor atractivo musical y mediático de la velada. Nos gustaron las obras de Vicente Basset, de quien se interpretaron dos oberturas, las números 4 y 8, cambiando el orden previsto en el programa. Según explica el musicólogo Raúl Angulo Díaz, autor de la edición crítica de las obras interpretadas, en su trabajo sobre las mismas, Basset fue “uno de los dieciséis violinistas de la orquesta del Real Coliseo del Buen Retiro, pues su nombre aparece entre los músicos que formaban parte de la orquesta según el “reglamento de sueldos” que se dio en el año 1748 y que recoge Farinelli en sus Fiestas reales en el reinado de Fernando VI”. Las dos piezas tocadas, en realidad no “fueron adquiridas por la Biblioteca Nacional de España”, como se informa en el programa de mano, sino que se conservan en la Biblioteca Musical del Estado de Estocolmo.
La velada estuvo llevada de manera diligente por Enrico Onofri, concertino y director de la agrupación que supo marcar con precisión los principios de obra e inflexiones expresivas. En general, las versiones nos parecieron, como es frecuente por otro lado en este tipo de agrupaciones, demasiado rápidas, aunque siempre fueron expresadas dentro de un nivel interpretativo, sino brillante, solvente. Hay que lamentar no obstante el tiempo excesivo que el conjunto dedicó a afinar. Un conjunto profesional no puede pasar tanto tiempo afinando sus instrumentos por mucha humedad que haya en el ambiente, y mucho menos estar, a pesar del esfuerzo, tan destemplados durante toda la noche, sobre todo en la segunda parte. De esta imperfección no se escapó ni el concertino. Fue paradigmático el Adagio de la sinfonía de Haydn, muy poco atractivo. Resultaron mucho mejor las obras españolas, interpretadas con cierto aplomo y saber estar ante el estilo. Participó cantando Julia Doyle, soprano de voz adecuada, natural y resuelta que interpretó con suficiente seriedad sus partes, aunque no se le entendiese bien ni aportase un brillo especial. Corred, corred, pastores, para soprano, violines y acompañamiento, de Pedro Rabassa, fue la pieza estrella de la velada, por su gracejo y atractivo rítmico, expresados por el conjunto con naturalidad y sana intención de epatar.
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