El gran triunfo de Carsen en Salzburgo
Por Kevin Matos
Decía Italo Calvino que un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir, pues en él cabe el universo. Y por ello no tiene fecha de caducidad. Desde esta perspectiva quisiera abordar, no ya un libro, sino la producción de Robert Carsen de Il trionfo del Tempo e del Disinganno, oratorio compuesto por el joven Georg Friedrich Händel —cuando tenía 22 años— a partir de un libreto del cardenal Benedetto Pamphili, presentada este año en el Festival de Salzburgo, tanto en Pentecostés como en verano.
Existen varias versiones del oratorio, tanto en italiano como en inglés, que el compositor revisó y adaptó a las distintas circunstancias y escenarios en que se presentó, pero es la primera redacción, la de 1707, la que se presenta habitualmente y la que alcanza la cima de una obra maestra, no solo por la belleza de su música, tan variada como expresiva, sino por la multiplicidad de sentidos que suscita, porque aún hoy no termina de decir todo lo que nos tiene que decir.
Il trionfo es una psychomachia, un debate alegórico, que tiene lugar en el alma, sobre la belleza, la verdad, el tiempo, la razón, la espiritualidad, el cuerpo, la muerte y, en última instancia, el sentido de la vida humana. En su sentido recto, estamos ante una obra moralizante en la que se desmontan las falsas ideas de Bellezza —alegoría del ser humano, una suerte de Jedermann o Jedefrau—, que ha basado su vida en placeres efímeros, aunque recurrentes, y en la complacencia que le produce su propia belleza. Esta supuesta felicidad basada en engaños parte de la idea de que en la tierra no es posible la felicidad humana, reservada al plano ultraterreno y eterno. Ahí está Petrarca, su De remediis utriusque fortunae y los Trionfi, de los que tanto bebe el cardenal Pamphili. En el De remediis, la voz de la Razón intenta persuadir a Gaudium —la personificación del Gozo— de que la felicidad que experimenta y parece dar sentido a su vida no es posible en este «miserarium valle» («valle de miserias»). Gaudium porfía —como lo hace Piacere y también Bellezza cuando está bajo su guía—, defiende tenazmente y con gran convicción la validez de sus gozos, mas la Razón procura explicarle que esa felicidad es falsa y está basada en un error de percepción: «Falleris», «Te engañas», insiste una y otra vez esta voz del desengaño. El error conduce a la autodestrucción y por tanto puede ser letal, según advierte, pues nadie ha sido, es, ni puede ser verdaderamente feliz mientras viva en este valle de miserias. Falsa y brevísima es esa felicidad basada en bienes terrenales y efímeros, así como también son ilusorios todos los gozos («falsa gaudia»), que muy pronto desaparecen y abren paso al dolor. Gaudium —Bellezza— no está preparado para entenderlo, pues su juicio está nublado por la idea de que es feliz —o bella—, la cual, para Ratio, está fundamentada en una falsa opinio, esto es, una forma de autoengaño. La misión de Tempo y de Disinganno es, pues, derrocar todas esas falsas opiniones o ideas falsas que nublan los sentidos y subyugan la razón, o, en términos más teológicos, que desvían a Bellezza de la virtud y del camino de la verdad. Este proceso supone una larga y necesaria meditatio mortis umaneque miserie (meditación sobre la muerte y las miserias humanas), como instara Agustín a Francesco en el Secretum de Petrarca.
La moralidad, con todo, no necesariamente se impone ni hoy ni tampoco en su momento. La música de Händel está llena de colores y contrastes que humanizan estos debates que hoy nos parecen tan ajenos y que nos suenan tan planos y acartonados cuando leemos el De remediis de Petrarca o incluso El gran teatro del mundo de Calderón. Es importante recordar que esta obra maestra surge en la Roma de 1707, cuando el papa había prohibido terminantemente la representación de toda obra de tema profano, incluida la ópera. Compositores como Alessandro Scarlatti y Antonio Caldara, así como Händel, tenían que ingeniárselas para producir obras musicales que se pudieran presentar legítimamente, aunque fuera en círculos privados, y que fueran tan intensamente dramáticas como las óperas prohibidas. Así pues, la moralidad —así como el tema bíblico o alegórico— muchas veces se presentaba como un recubrimiento que legitimaba la obra en cuestión, si bien su alcance trascendía por mucho tal intención originaria. No es que la moralidad no tenga peso o no importe, sino que no constituye la única vía para aproximarse a estas obras imperecederas. (Piénsese, por ejemplo, en el contexto hispánico, en La Celestina, que tantos debates ha suscitado en la crítica y aun en sus lectores contemporáneos sobre la moralidad que presenta).
Si fallamos a favor del ganador musical del oratorio, tal vez para muchos el verdadero triunfador sea Piacere, pues es quien entona el aria más emblemática del oratorio, acaso la única que ha trascendido los siglos sin caer en el olvido: «Lascia la spina». En este himno al carpe diem, su invitación a gozar la vida terenal antes de que sea demasiado tarde, el tiempo queda irremediablemente anegado —más cuando lo canta alguien como Cecilia Bartoli—. Imposible que el público no acceda a ese estado de contemplación al que se refería Schopenhauer, en el que el tiempo y el espacio se anulan y se accede, aunque sea temporeramente, al estado supremo de los dioses. ¿No es este un triunfo sobre el tiempo, probablemente otra ilusión más para el ser humano?
Por otro lado, pensemos en el aria final de Bellezza. Es cierto que está despojada ya de todo adorno y artificio, como si su ideal ascético se reflejara en su música. Sin embargo, estamos ante una música absolutamente melancólica, en extremo triste. Es entrecortada, punzante y hasta mortuoria. ¿Qué nos querrá dar a entender Händel cuando cierra su oratorio con una música tan lúgubre? Petrarca advertía que la contrapartida del gozo es el dolor. ¿Pero no es dolor también lo que descubre este camino que los triunfantes Tempo y Disinganno muestran al alma atribulada de Bellezza? ¿De qué va pues este triunfo? ¿Renuncia? ¿Muerte?
Hace unos años se presentó en Aix-en-Provence una producción, injustamente abucheada, firmada por Krzysztof Warlikowski. Es cierto que a veces el polaco se excede en ideas y estímulos que poco aportan al sentido y a la experiencia de la obra —pienso especialmente en su Elektra (Salzburgo, 2020 y 2021)—, pero, lo haya querido o no, lo haya pensado o no, su propuesta produce reflexiones existenciales muy profundas que trascienden la prosaica historia que nos intenta contar. Si bien los placeres allí presentados son los más superficiales y obvios —drogas, alcohol, sexo—, el triunfo del tiempo y del desengaño detona interrogantes existencialistas de hondo calado: descubrir la vacuidad de los gozos terrenales equivale a descubrir la vacuidad de la vida misma, su falta de sentido, de modo que la victoria de Tempo y de Disinganno conduce a la protagonista, alegoría del ser humano, al suicidio. Renunciar al gozo, a las alegrías de la vida, es decir, a todo aquello que da sentido a la vida humana, equivale a morir. ¿No es esto lo que nos da a entender la música desoladora que cierra el oratorio? Vale recordar que en la versión inglesa de 1757 se eliminó toda posible ambigüedad moral al dirigir el aria final a los ángeles guardianes, que luego celebran victoriosos el arrepentimiento, la virtud y la fe de Beauty con un «Alleluja» en tono mayor. Es posible también pensar la producción de Warlikowski, hay que decirlo, como un exemplum ex contrario: ese es el fin que aguarda a todos aquellos que se dejan llevar por los placeres fáciles y sus excesos.
La producción de Robert Carsen es mucho más genial. Demuestra que la moralidad no ha de estar reñida con la belleza y la calidad artística. Y también demuestra la pertinencia de obras como ésta en nuestros tiempos. El director opta por un justo medio que relativiza los triunfos, que no pueden ser absolutos. Carsen, alejándose de las inflexibles admoniciones de un Petrarca, centra su trabajo en la importancia de lograr un balance que nos permita vivir en paz con nosotros mismos, la importancia de enfrentarse de vez en cuando a uno mismo y descubrir nuestra verdad, de saber ver más allá de las apariencias y de lo superficial, a fin de alcanzar una percepción equilibrada del lugar que se ocupa en el mundo.
Para ello, recurre a las grandes obsesiones de nuestro siglo: el mundo dirigido por el consumo desmedido, por la obsesión por la belleza y la imagen, y por los placeres sensoriales fáciles y momentáneos. El punto de partida no puede ser más trivial: un certamen de belleza y el brillo deslumbrante del mundo mediático. Pero tampoco puede ser más efectivo: así capta de inmediato la atención del público salzburgués, deslumbrado con los colores neones, el brillo, los efectos tecnológicos y todo el arsenal de estímulos visuales gratificantes. La música bailable de Händel se corresponde con el dinamismo escénico. Todo es placer. Hasta que el «fido specchio» que revelaba la belleza exterior de la protagonista se trueca de súbito por el gigante «specchio del vero» que refleja de improviso a cada uno de los asistentes del evento. Sobre el papel no es posible transmitir la emoción de quien lo vive en vivo. El shock es intransferible e inenarrable. A partir de ese momento, todo cambia. Cada vez importa menos la imagen exterior. Los lujosos vestidos y aderezos que lucía el adinerado público del festival desaparecen al hacerse solo visibles las miríadas de rostros atónitos, cubiertos por las mascarillas de rigor, indiferenciables entre sí. Todos y cada uno de los asistentes podían verse reflejados en aquel magno espejo, pero difícilmente podría cada uno reconocer la individualidad que con tanto ahínco defendía al exhibir sus galas por los pasillos —también cubiertos de espejos— del Haus für Mozart. Ya los colores han desaparecido —excepto el traje rojo que viste Piacere y el vestido rojo en el que obstinadamente intenta aprisionar a Bellezza— y se han impuesto el blanco y el negro, cuya austeridad remite enseguida al interior de cada espectador.
Carsen nos enseña que lo que vive Bellezza es un proceso que no puede resolverse en dos horas sobre el escenario. El triunfo del tiempo y del desengaño —aquí una suerte de guía espiritual y un psicoanalista— consiste en mostrar la necesidad de ese proceso de autoconocimiento, de ir más allá de las apariencias y enfrentarse a uno mismo, con los gozos, sí, pero más aún con los miedos, las inseguridades, los vacíos, o con todas aquellas acciones u omisiones de las que podríamos llegar a arrepentirnos. Bellezza descubre que su obsesión por su imagen física era vana y dependía totalmente de la percepción. Beauty is in the eye of the beholder. Detrás de su vanidad, de su envanecimiento, presunción o arrogancia —de seguro el público salzburgués podría reconocerse más que ningún otro en este «mostro di vanità» que horroriza a Bellezza al final de la velada—, puede que no haya nada, solo vacío. Vanidad, palabra perfecta, remite, sí, a esa actitud de arrogante autocomplacencia, pero también a lo vano, a lo hueco o vacío, a lo ilusorio e incluso a lo caduco que yace detrás del envoltorio y de la actitud.
El placer sensorial momentáneo, nos dice Carsen, tiende a requerir repetición constante, a riesgo de conducir a excesos que llevan irremediablemente a la infelicidad —o al suicidio, según Warlikowski—. Pero ello no quiere decir que haya que renunciar al gozo, como resuelve la Bellezza de Warlikowski. En este sentido, la propuesta de Carsen es mucho más optimista que la del polaco, cuyo final cerrado sella una tragedia irreparable. El final de Carsen, en cambio, es abierto, pues la vida sigue y cada quien seguirá su camino al final de la noche y llevará consigo su propio proceso espiritual. El triunfo de Tempo y de Disinganno no puede ser absoluto. Ciertamente triunfan cuando propician la meditación vital necesaria, pero también triunfa Piacere cuando en «Lascia la spina», con su atmósfera melancólica, demuestra la autenticidad de su propuesta e invita a dejar la espina y a coger la rosa, a saber dejar los miedos, las inseguridades y el dolor a un lado para vivir a la altura de la vida misma. Tempo y Disinganno nos enseñan a enfrentar el dolor y ese fondo oscuro de la vida que está siempre ahí aunque no queramos verlo, mientras que Piacere nos insta a no quedarnos en ello y a abrazar todos esos momentos alegres, esos instantes transfiguradores que fortalecen el amor a la vida. El dolor dice «¡pasa!», nos recuerda Nietzsche, mientras que el placer quiere profunda eternidad. Así, el proceso de Bellezza, por radical que parezca, es también pasajero. Y muy íntimo. Ni Tempo ni Disinganno tienen las respuestas necesarias, aun cuando nos canten muy cerca al oído su emotivo dueto final («Il bel pianto») a cada uno de nosotros, fila por fila, recordándonos otra vez —por si no había quedado claro con el espejo— que nosotros somos Bellezza y que cada uno ha debido iniciar un proceso de autodescubrimiento muy íntimo y personal, que solo uno mismo puede llevar a cabo.
No puedo dejar de preguntarme: ¿qué habrá visto el público adinerado del festival en el espejo? ¿Se habrá quedado solo con la imagen inicial, esa que reflejaba el esplendor de Bellezza, así como en los espejos del Haus für Mozart destelleaban los aderezos y afeites de quienes exhibían toda su belleza y su poder? ¿Habrá trascendido esa imagen superficial y accedido al espejo de la verdad interior? ¿Se habrá detonado en su interior algún proceso espiritual transformante? ¿Habrá descubierto su riqueza (o su pobreza) interior? ¿O lo habrá entendido todo como un simple artificio teatral o un mero divertimento? Al final, Piacere abandona el escenario segura de sí misma, segura de que su vida es genuina y real y no un engaño vano.
Es imposible desgranar toda la riqueza de la producción de Carsen, rica en detalles y sugerencias. Tampoco es posible agotar los sentidos de este oratorio händeliano, la primera gran obra maestra del Caro Sassone, de cuya riqueza musical no dan suficiente cuenta estas líneas. Ya lo decía Calvino: un clásico nunca termina de decir todo lo que tiene que decir. Es inagotable porque contiene el universo. Los que vivimos el milagro en Salzburgo constatamos la importancia vital de las artes y del teatro en estos tiempos tan convulsos. Su función esencial no es otra que la del autoconocimiento, mediante la compasión que suscitan las dramatis personae (compasión entendida como la capacidad de sentir junto con el otro, de hacer propias las pasiones ajenas), la cual nos pone delante de nuestros ojos asombrados espejos inmensos en los que es posible reconocernos.*
* Es obvio que este milagro no hubiera sido posible sin la voz cristalina y profundamente conmovedora de Regula Mühlemann, la energía magnética de Cecilia Bartoli, la voz autoritaria y mayestática de Charles Workman y el timbre emotivo de Lawrence Zazzo, así como la genialidad de Gianluca Capuano, acaso el mejor director händeliano del momento, cuya admirable intuición musical fue materializada por el sonido infinitamente enérgico, variado, penetrante, intenso y colorido de Les Musiciens du Prince-Monaco. Asistí el 17 de agosto de 2021.
Fotos: Monika Ritterhaus
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