Por Juan José Silguero
Quien no aprecia los placeres de la vida, no los merece.
L. da Vinci
“No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería”.
M. de Cervantes (Don Quijote de la Mancha)
El sentimentalismo es una cosa muy fea.
Es la emoción vulgarizada, la pasión caricaturizada, la sensibilidad corrompida. Se disfraza de lo que no es, toma prestado lo que le parece (normalmente lo más irrelevante), es la misma cara de la falsedad, quizás no la más pérfida, pero sin duda la más ridícula, por burlarse de su portador sin él mismo saberlo. Adora los pianos blancos, los pelos de punta, ver a gente llorar… y su razón de ser responde siempre a motivos vanos, intrascendentes. Es pueril, superfluo, manido, y su representación mediante un instrumento tan noble como la música perturba tanto al melómano como la pornografía al enamorado sincero.
Implica básicamente falta de conocimiento, de criterio y de madurez. Y aquel al que emociona “Balada para Adelina”, o “Nuvole Bianche”, no debe considerarse a sí mismo una persona “sensible”, como seguramente cree, sino un ignorante musical.
No pasa nada. Pasado el primer susto, tampoco es para tanto. Al fin y al cabo no es posible saber de todo. Y, ¡hay tantas cosas en las que somos ignorantes!
Sino que la pregunta es:
¿Y por qué razón habría de ser necesariamente bueno lo que escucha? ¿Porque le gusta?
Precisamente para eso están los profesionales, entre otras cosas, para guiar, enriquecer y ampliar el criterio del público. Y también por eso resulta a veces tan útil hablar solo de dos tipos de música (perfectamente representadas, a su vez, por sus dos tipos de aplauso: el aplauso sobrio, serio, de reconocimiento sincero, y el aplauso hipócrita, de programa basura de televisión, el aplauso sentimental.
El primero enaltece al artista; el segundo lo insulta).
Según esta parca clasificación, podríamos hablar de una música que distrae, que entretiene (lo cual no es poco), pero que no aspira a mucho más, y de otra que, por el contrario, pretende una trascendencia mucho mayor, y hasta llega a dar sentido a muchas vidas.
Ambas son respetables; solo una es venerable. Su belleza conmueve, su urgencia presiona, su intensidad avasalla con una fuerza de cien atmósferas. Una voz seductora se alza entre todos los sonidos como un hilo de oro, y obliga a sus acólitos a prestar atención.
Es la verdad del arte.
Pero ese hilo no es visible para todos… Sino que se muestra solo a los que se empeñan en verlo, como aquellos cuadros tridimensionales antiguos que lograban ver solo los más perseverantes.
En realidad siempre sucede más o menos lo mismo: todo lo grande exige un esfuerzo mayor. Y, precisamente por eso, la denominada “Música Clásica” no es accesible a todo el mundo, sino solo a aquellos que se empeñan en elevarse a su altura. La mayoría no está dispuesta a ello, por cierto, y se pasan la vida con sus fitipaldis y esas cosas, sin aspirar a más. Pero suele pasar más o menos con todo, y no solo con la música. Puedes leer a Mann o puedes leer a Coelho. No obstante, es bueno saber que la recompensa será diferente.
La diferencia estriba siempre en el tesón del receptor y no en la voluntad del creador, y, aún menos, en el protagonismo de un simple medio.
Pero resulta que aquí nos encontramos con la más absurda y perjudicial de las teorías, la más pueril de las máximas, que parece tener su origen en algún tipo de malentendido histórico pero que, por algún misterioso motivo, resulta comúnmente aceptada y hasta asumida por todo el mundo (y, por eso mismo, tan difícil de erradicar como la idea fija al insomne): la de “los gustos y los colores”.
Esta irracional consigna equipara el criterio del bebedor de kalimotxo al del enólogo entendido, el del filósofo reputado al del charlatán de taberna, y, por supuesto, el del aficionado musical al del profesional de catorce años de carrera.
Por un solo motivo.
“Porque le gusta”.
Es como si alguien pretendiese saber de mecánica solo porque le gusta su coche.
Todo es susceptible de desarrollo, en función de su práctica: el paladar, el dominio de un idioma, las habilidades sociales, el ojo del pintor o del fotógrafo… Pero también el del aficionado a la fotografía o la pintura, el del cinéfilo, y, por supuesto, el oído del melómano. Todo, absolutamente todo se halla en constante crecimiento, en perpetua evolución. También el sentido estético, también el gusto “innato” de cada uno. Y aquel cuyas preferencias y criterios permanecen inalterables durante veinte años, por falta de tiempo o por pereza, lo mismo da, lo único que demuestra es un evidente estancamiento.
Tal y como solo es posible amar y valorar adecuadamente aquello que se conoce, el criterio coherente solo se puede determinar por la penetración en la materia de cada uno, a todos los niveles posibles.
No existe, pues, teoría más injusta ni más autocomplaciente que la de “los gustos y los colores”. Ni tampoco más retrógrada por cierto, aquella que se ufana en desechar el criterio de los que dedican su vida a ello, los profesionales, en virtud de “algo” que estiman caído del cielo.
Pues bien, he aquí las víctimas predilectas de los farsantes, de los parásitos, de los vendehumo, de aquellos que aseguran que es posible disfrutar de lo grande sin esfuerzo alguno y que, además, lo hacen con el altruista propósito de “acercar la gran música al público”.
Para empezar, si así fuese –altruista–, sus conciertos serían gratis. Pero resulta que ir a ver a estos músicos mediocres cuesta el triple que ir a ver a un artista serio. Es como si afirmas tener dos estrellas Michelin y pones un restaurante de comida rápida y caro, y además pretendes convencer a todo el mundo de que no lo haces por dinero. Pero es que, aunque así fuera, la educación tampoco consiste en eso. A la masa hay que educarla porque NO SABE DE MÚSICA –entre otros motivos, gracias a las excelencias de nuestro sistema educativo–. También esto es responsabilidad del músico profesional. También esto es competencia del artista honrado. Y la educación nunca consiste en rebajar el nivel de la materia a aprender, sino al revés: tratar de elevar el del aprendiz a su altura. Rebajar la calidad del trabajo solo sirve para devaluarlo y perpetuar, así, la ignorancia, por mucho que el discípulo se muestre encantado de adquirir la materia sin esfuerzo alguno. La naturaleza humana es así, cómoda, conformista, no le gusta salir de su zona de confort.
Para crecer de verdad, se hace preciso forzarla.
Por eso son tan dañinas estas garrapatas.
Pues lo increíble ya no es que salga un perroflauta con una camiseta de Bach y el nivel de un alumno de tercero a contar sus penas sobre un escenario (y, ya de paso, a llamar gilipollas a los profesionales serios). O que lo haga un fantoche con violín, haciendo todas las idioteces propias de los conciertos heavy, y mutilando la música sin escrúpulo alguno. O que comparezca un jubilado sobre un cubito de hielo tocando una cancioncita formada por cuatro acordes… Jetas los ha habido y los habrá siempre. Lo increíble, lo intolerable es que lo hagan en un Teatro Real, o en el mismísimo Royal Albert Hall, llenos a reventar, y con entradas a precios desorbitados.
Porque eso hace daño a la música.
Entre tanto, los verdaderos artistas tocando gratis en salas semivacías.
La verdadera cultura, el más preciado tesoro de una sociedad, se hunde así en una espiral descendente de la que solo se benefician los organizadores de estos conciertos y los impostores del momento, con terribles consecuencias para todos.
Ese es el legado de los farsantes, y el de todos aquellos que los promueven por el mismo motivo de siempre: dinero, dinero rápido, dinero miserable.
Para nada valioso es rápido. Nada perdurable.
Su avaricia y su falta de principios supone el fin de la verdadera cultura y el ocaso de lo valioso, y da lugar a un mundo cada día más denigrante y estúpido, un mundo cada día más ignorante.
Un mundo peor para todos.
Un mundo cada día más farsante.
Fotografía: Cortometraje El vendedor de humo.
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