Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Tomando como guía el nada despreciable criterio de uno de los más grandes artistas de nuestro tiempo, Nikolaus Harnoncourt, puede decirse que la música en la sociedad actual es considerada solamente un ornamento y, como cabe suponer, a algo cuya función es la de adornar no debemos exigirle mucho más allá de que sea bello. Para aceptarla, nos basta con que la música tenga ciertos atributos que nos permitan considerarla agradable y que no nos moleste, que nos distraiga y nos ayude a recorrer entretenidos la distancia entre, por ejemplo, nuestra casa y nuestro trabajo. Pero la música no es un adorno, y como forma de expresión artística debería ser un reflejo crítico de nuestro presente, caso en el cual muy difícilmente podría ser bella. Así pues, el público actual se divide en dos grandes categorías según su aproximación a la música: por un lado, un público clásico: aquellos que recurren a la música de épocas anteriores, a los grandes compositores del pasado cuya obra resuena en los auditorios de todo el mundo; por otro, un público lúdico: aquellos que se refugian en una suerte de sucedáneo de arte al que se da en llamar “música ligera” porque no requiere del oyente el más mínimo bagaje o esfuerzo —en algunos casos ni siquiera económico— y sólo persiguen el entretenimiento y el ocio. En definitiva, aunque hay evidentes diferencias entre ambos enfoques, el acercamiento a la música se produce con un determinado fin común, el de evadirnos y olvidar los problemas de la cotidianidad en manos de la belleza, el de entregarnos al placer sensorial del aire en vibración. No falta, naturalmente, quien se preocupa de entender el arte como lo que es, un medio de expresión crítica del tiempo presente, y por lo tanto conoce, respeta y sigue con interés la trayectoria de los compositores que actualmente continúan creando la música de su tiempo, la del nuestro. Lamentablemente esta clase de público es muy minoritario y suele estar formado en gran medida por profesionales de la música.
Y, al igual que entre el público, también hay una división entre los profesionales de la música: los que se dedican al arte y los que se dedican al entretenimiento, esto es, el músico clásico y el músico lúdico. Sucede a veces que un músico perteneciente al segundo grupo pretende —y en ocasiones consigue— llegar al público del primer grupo, de forma que el mercado hace pasar por artista a quien es un gran entretenedor y se le abren las puertas de las salas de concierto en las que habitualmente se interpretan las obras de los grandes compositores. Este es el caso del italiano Ludovico Einaudi (Turín, 1955), cuya música es considerada por el público como profundamente emocional y plena de sentimiento, pero que desde el análisis y el pensamiento crítico musical no es posible siquiera tomar en serio en una dimensión artística. Resulta fácil encontrar en la red, asociados a la música de Einaudi, comentarios de gente que dice recuperar la fe en la humanidad escuchando su obra; otros opinan que sus creaciones van directas al corazón, e incluso hay quien lo considera simplemente genial. Estas afirmaciones sólo pueden proceder de quien no entiende la música más allá de sus emociones y, por lo tanto, no es voz autorizada para arrojar un juicio sólido sobre una creación musical. Por otra parte, nadie está obligado a ser músico ni a entender los principios teóricos del lenguaje musical, pero se deberá aceptar que el gusto propio no es más que un factor —y, en realidad, de valor escaso— dentro de todo un sistema de criterios para considerar una composición o una interpretación.
La música de Einaudi se enmarca dentro del estilo denominado minimalismo y, de hecho, muestra ciertas similitudes con otros autores clasificados bajo esta misma etiqueta. Sin embargo cabe diferenciar entre aquel minimalismo que se desarrolla como experimentación de las máximas posibilidades musicales que ofrece el mínimo contenido, y aquel otro minimalismo cuyo camino se emprende por considerarse una forma fácil, llana y directa de llegar al gusto del público masivo. En uno encontramos las primeras muestras en Cage y La Monte Young, que fundaron las bases de un estilo que después seguirían compositores como Steve Reich, Philip Glass, Terry Riley o Arvo Pärt. En el otro hallamos la música de Michael Nymann —al que también se le ha denominado neoclásico—, Max Richter y el propio Einaudi, además de otros compositores que en ocasiones se han clasificado bajo esta etiqueta aunque emplean un lenguaje en el que coinciden influencias de otros estilos, como Yiruma o Yann Tiersen. En el caso de este minimalismo de diseño popular, al gusto del público no avisado, la música es puramente emocional y, más allá de esto, revela por parte de estos autores una sorprendente escasez de medios técnicos —o una nula voluntad de emplearlos—.
En la música hay una serie de elementos que conforman y delimitan una obra, y que tienen un grado variable de desarrollo en función de la época y el estilo. De entre ellos podemos citar aquí los más básicos y evidentes, a saber: melodía, armonía y métrica. Analicemos, pues, la música de Einaudi desde estos tres elementos. Qué duda cabe de que la melodía es, en términos generales, el elemento que más claramente identifica una obra musical y, de hecho, es lo que mejor perdura en la memoria del público porque es reproducible. Muchos podrían entonar mejor o peor el tema principal del primer movimiento de la Sinfonía nº40 de Mozart, pero mediante el canto no puede reproducirse su armonía, y su esquema rítmico, aunque permitiría una identificación, es menos preciso y no siempre tan característico. Por tanto, diríamos que la melodía es algo así como el rostro de la música, de tal modo que al escucharla podemos reconocerla casi de inmediato. En este sentido la producción de Einaudi no podría ser más decepcionante. Sus melodías son repetitivas, dan vueltas en torno a una pequeña cantidad de motivos sin apenas modificarlos y se circunscriben a un ámbito reducido de alturas. Tomemos como ejemplo la pieza «Questa volta»: su único tema está construido en base a un motivo de cinco notas, de las cuales dos son repeticiones de otras dos ya aparecidas. Toda la variación que el autor introduce en este motivo es la transposición, que además se realiza de forma que el motivo transportado nunca incide excesivamente en notas extrañas al acorde que la mano izquierda esté desarrollando en ese momento. Si aparecen disonancias, éstas quedan usualmente suspendidas en el tiempo para generar tensión —como, por ejemplo, en la anticipación de la tónica justo antes del final—, pero en realidad el resultado es contraproducente, puesto que retrasar tanto la llegada de la tónica produce una sensación de desproporción, como si se tratase de un calderón excesivamente largo.
Desde el punto de vista de la armonía tampoco podemos decir que Einaudi sea un compositor audaz, pues cae a menudo en una simplicidad que acaba resultando burda. Sigamos observando «Questa volta»: se establece el entorno tonal desde el comienzo, no hay modulaciones, y permanecemos durante casi cinco minutos alternando entre los mismos seis acordes, enlazados además de forma muy elemental. Un tratamiento armónico tan sencillo sólo puede tener una intención: no exigir al oyente esfuerzo alguno en la comprensión del discurso. Se renuncia deliberadamente a cualquier elemento de interés, pues una vez establecida la secuencia armónica su mera repetición no depara nada nuevo y acaba resultando monótona. Ahora bien, la no necesidad de atención tiene una ventaja, y es que permite que la música sea funcional, esto es, que podamos emplearla para llenar el silencio que nos rodea cuando realizamos cualquier actividad cotidiana en soledad. Si no hay esfuerzo por nuestra parte para entender la música es porque ésta no nos lo demanda —pues hay quien, cuando así lo hace, se apresura a decir que es complicada, demasiado cerebral o, sencillamente que no le gusta—, y si nuestras preferencias nos llevan a escoger aquello que nos libera de hacer esfuerzos la satisfacción obtenida no puede ser otra cosa distinta de un placer meramente sensorial. Que nadie se llame, no obstante, a engaño. El placer sensorial es necesario, pero el arte no está diseñado para usarlo exclusivamente de ese modo; eso sería malgastarlo.
En el aspecto rítmico, Einaudi es también bastante convencional. El minimalismo adopta a menudo esquemas rítmicos simples que se repiten insistentemente y que, cada cierto tiempo, experimentan una pequeña variación que se incorpora al esquema. De esta forma, mediante obras largas un motivo se transforma lenta y progresivamente en otro. La música de Einaudi, al igual que la de muchos compositores que se adscriben al minimalismo de diseño, no evoluciona. No hay cambio, los esquemas rítmicos son herméticos, no se relacionan. En una misma obra pueden plantearse varias fórmulas, pero rara vez se produce una combinación que dé lugar a nuevos motivos rítmicos causantes de un avance en el flujo musical. Y dentro del aspecto rítmico podemos hablar también de las características estructurales de la música, puesto que la estructura de una obra musical no es sino un macro-ritmo que se manifiesta en el paso de una sección a otra. En este sentido no podemos considerar que Einaudi sea más innovador que en los demás aspectos de su obra.
Cabría mencionar algunas particularidades más que sobrepasan o engloban las ya mencionadas, como por ejemplo el contrapunto. En la música pianística de Einaudi la presencia de recursos contrapuntísticos es prácticamente inexistente, algo que provoca que el foco de atención sea la melodía —normalmente desarrollada en el registro medio agudo—, y relega a la mano izquierda a un papel de soporte armónico. Si algo caracteriza a la música de los grandes compositores es el uso del contrapunto en mayor o menor medida. Incluso dentro del minimalismo hay compositores —como es el caso de Arvo Pärt— que no sólo no renuncian a ella sino que emplean la textura contrapuntística en pasajes más o menos largos. En Einaudi no tenemos nada de esto, lo que contribuye notablemente a reforzar nuestros argumentos a favor de la simpleza de su obra. No estamos, no obstante, adoptando una postura radical en cuanto a la complejidad o la sencillez de la música. Mucha música aparentemente sencilla adquiere una dificultad enorme en el momento de la interpretación, y la de Mozart es un clarísimo ejemplo de ello. Cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de interpretación musical sabe que la obra del austriaco es una de las más delicadas y complejas del repertorio, precisamente debido a la ausencia de subterfugios, a la transparencia total. Pero ni siquiera esta música es totalmente homofónica; el contrapunto está presente de una u otra forma en prácticamente toda su producción.
En una entrevista concedida al diario ABC el 26 de octubre de 2015 Einaudi reconoce que en la música hay una combinación de intelecto y emoción, y que el compositor debe hallar la conexión entre ambos conceptos. Sin embargo considera que la música clásica se ha vuelto excesivamente cerebral y por ello ha perdido la conexión con el corazón de los oyentes, cuando son los oyentes los que ignoran la intencionalidad de la música contemporánea y son, por tanto, incapaces de comprenderla. Ya ha quedado explicado que la música no tiene obligación de apelar a los sentimientos, que el razonamiento musical es tan importante como las emociones y que la creación contemporánea sólo es verdaderamente artística cuando intenta reflejar el momento histórico en que se desarrolla. Si no, es sólo un mero entretenimiento para los sentidos. Es, más bien, obligación del público hacer el esfuerzo intelectual de entender la música, pero esto es infinitamente más difícil y exigente que calificarla de “cerebral” y apelar a un “no me gusta” que esconde un “no la entiendo”.
Como ya indicaba más arriba, no es Einaudi el único compositor que se ha adscrito a una corriente musical basada en un minimalismo comercial centrado en la emoción y los sentimientos. El alemán Max Richter se mueve en una escena similar y, aunque su trabajo sea algo más interesante que el del italiano debido a una técnica más depurada, no deja de ser una música menor de escaso contenido artístico por mucho que su carga emotiva pretenda llegar “al corazón” del oyente promedio, cuya voluntad de asombro es cada vez más pobre. Aunque en España contamos con compositores neotonales, vivos y en activo, que actualmente producen músicas tan almibaradas y simples que podrían haber sido ocurrencia de un diletante, hay también compositores muy serios y solventes que hacen, en verdad, todo lo posible por desarrollar no sólo un lenguaje propio sino un lenguaje de valor e interés para la cultura musical de nuestro país. Es labor de músicos, intérpretes y críticos separar el grano de la paja, decidir lo que ha de ser considerado importante, interesante y necesario en nuestra cultura, y esto se consigue desechando la música inútil, la que no contribuye a nada, e interpretando la que de verdad puede aportar algo más que vello de punta y escalofríos. Ludovico Einaudi es sólo un ejemplo; un ejemplo de cómo el sentimiento está ganando terreno a la razón, de cómo las ideologías aplastan a la lógica. Y así, poco a poco, vamos acabando con lo que de arte pueda haber en la música, convirtiéndola en un producto de diseño concebido con el único propósito de entretener y emocionar.
Fotografía: ludovicoeinaudi.com
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