Artículo de opinión sobre el actual estado de la lírica en comparación con la situación vivida en el pasado
La segunda línea
Por Hugo Meyer
Alguna vez me ha ocurrido, al salir de una ópera o un recital, que al citar con admiración los nombres de Caruso, Gigli, u otros lejanos en el tiempo, mi interlocutor ha elevado algo el tono para decir: ¡habría que haberles oído cantar en vivo para saber si eran tan buenos!
En realidad, creo que la cuestión debería plantearse al revés. Pese a la lejanía temporal de sus grabaciones, único documento conservado, junto con algún aria gigliana filmada, los artistas citados merecen la más alta calificación en lo referente a voz, estilo, técnica y expresión. Esto puede captarse en unos registros pioneros que Medea Mei-Figner, en concreto, grabó en 1901 y 1902, Caruso entre 1902 y 1920, y Gigli a partir de 1918, con las limitaciones de calidad de entonces, que los poco conocedores exageran. Mi suposición, aunque no oyera a estos fenómenos en el teatro, es que eran mejores que sus tempranos discos, por su mayor afinidad con el medio teatral, y la presencia del exigente público, a veces un tanto descentrado por darle a la parleta.
Tal suposición está, además, avalada por las críticas de los analistas del siglo XIX, o al menos nacidos en él, las cuales, además de centrarse mucho en los aspectos vocales, eran más entusiastas, más ditirámbicas que la mayoría de las actuales, a veces desapasionadas, algo automáticas. El tono general de las críticas de antaño demuestra que algo especial habían de tener los artistas que las motivaban. A aquellos cantantes, entonces y después, les aplaudían sin ninguna tibieza en la Scala, la Metropolitan Opera, el Colón.
Esos primeros documentos que, por lo general, suenan peor que los de la fonogenia de Caruso, quizá no revelen del todo las cualidades del artista en cuestión. Uno de mis favoritos, empero, es Penso, una canción de Tosti grabada en 1901 por Mei-Figner. La soprano estrenó el papel de Lisa en La dama de picas, cuya aria del III acto grabó, y pertenecía nada menos que al círculo musical de Chaikovski, al igual que su marido, y luego exmarido, el tenor Nikolái Figner. El canto de Medea Mei era fácil y fluido a lo largo de su franja más cómoda, salvo algún breve sonido de pecho, abonado como peaje forzoso a su época. Por lo demás, es de gran mérito la languidez con que canta Penso, exhibiéndose en la última frase con 11 segundos de sostén del aire. O no digamos la tenuta di fiato, de casi el doble de tiempo, con que culmina la nana de Adele, del Herold de Napravník, donde casi corta el aire del oyente atónito. El verdadero milagro, no obstante es que, en ambos finales, ni atenta contra la musicalidad, ni se pierde el sentido de la frase.
Pero Medea Mei, Nikolái Figner, Enrico Caruso o Beniamino Gigli son nombres muy reconocidos. Atendiendo a las segundas líneas, como obliga el artículo, tomando como ejemplo algunos barítonos de los años 10, que no sean los Ancona, Stracciari, Ruffo, Amato, De Luca, Galeffi o Danise, los mejores de entonces en activo, sino otros menos conocidos, aunque obligados a contender con ellos, es seguro que toparemos con algunas sorpresas.
Si los ejemplos pueden ser clarificadores, citemos a Taurino Parvis, quien de entrada no sorprende por su voz, pues en su época las había comparables y mucho mejores. Pero a medida que se adentra en el aria «Ai miei rivali», de Ruy Blas, grabada sobre 1910, Parvis va exprimiendo las resonancias superiores, hasta culminar con un par de sonidos espléndidos. Luigi Montesanto, más conocido, sobre todo por haber sido durante un tiempo maestro de Di Stefano, tiene una voz más atractiva que la del barítono anterior, plasmada en la bella sonoridad y adecuada potencia con que encara «Quest´assisa», de Aida, en grabación de 1912. Incluye la legendaria frase donde confiesa su paternidad de la esclava. Otras veces, Montesanto posee excesiva inventiva, como al final de la invectiva de Scarpia, en un disco de 1918, que él inicia con «Se la giurata fede», y culmina de modo extemporáneo con un agudo en momento sólo orquestal. Como indica la cronología, son barítonos aún pertenecientes al periodo acústico.
En 1927, apenas de iniciarse las grabaciones acústicas, Giulio Fregosi grabó el prólogo de Payasos; los tempi orquestales eran lentos, luego exigían. Sin embargo, Fregosi la canta con profesionalidad y sin distracciones, sin perder el hilo; y eso que es un barítono que en una compilación marginaríamos, pues los hay más apetecibles. Gaetano Viviani, por ejemplo, era capaz de afrontar con garantías La Gioconda completa, o una página porfiada, como es «Urna fatale» de Forza del destino, grabada la última un poco más temprano. Exhibe en ambas una voz que, sin ser muy bella o sugestiva, interesa más por sus sabios contrastes dinámicos. Algo distinto es el caso de Giuseppe Bellantoni, dueño de un material soberbio que, tras una carrera más bien breve, que incluyó la Scala, acabó su vida limpiando establos en un pueblo de la Toscana. Su calidad en La favorita, Ruy Blas o Sigfrido, cantado este en italiano, le permitía competir en volumen con un Viglione-Borghese, de vibrato afín, a quien por su fama, no menos que por su vozarrón, no cabría incluir en el segundo nivel. Siendo tan sana la fonación de todos estos artistas, ¿por qué hay que pensar que sirviéndose de ella hoy no cantarían bien?
En torno a los años 30, tenores de primera como Francesco Merli o Galliano Masini, poseían una categoría indudable. Pero la segunda línea de entonces, ejemplificada por un Edward Johnson que, de no haber sido gestor artístico del Met, acaso no sería hoy tan célebre, el logro de sus fragmentos de Louise, Fanciulla del West o Fedora merece en cualquier caso fama. Lo mismo cabe afirmar de Giuseppe Taccani, con su excelente grabación de «Ombra esecrata», del Guglielmo Rattcliff, la más afortunada de cuantas realizó, aunque por la amplitud del empeño, debe mencionarse también su casi pionero Rigoletto íntegro. Taccani, de timbre más neutro y trayectoria menor, es más impersonal que Merli, de voz clara y repentinos colores penumbrosos, con mayor calidez y magistralidad, ligados ambos por una misma cualidad vibrante. O bien Ismaele Voltolini, especialista en Cavalleria o Fanciulla, de expresión ardiente, con algunas pinceladas veristas. Y por rematar el párrafo con el propio Mascagni, recordemos también a Carmelo Alabiso, un tenor lírico-spinto de segunda línea, que tuvo cierto prestigio como Lohengrin y, una vez retirado, fue jefe de la clac de la Scala, que en la «Canción del Folco»» de Isabeau, grabada en 1926, propone un nivel poco menos que inaccesible para cualquier presunto tenor de fuerza actual.
Si hablamos de repartos, retrocediendo como en un flashback cinematográfico hasta el 20 de marzo de 1900, encontraremos el anuncio de un Gugielmo Tell en la Ópera de Montecarlo, de espléndida temporada lírica, pero más famosa por sus ballets, la novela de Dostoyevski El jugador, o el Casino más legendario entre todos los existentes. Ojo al elenco de la dificilísima ópera de Rossini: Matilde, Regina Pinkert; Arnoldo, Francesco Tamagno; Guglielmo, Giuseppe Kashmann; Gessler, Francesco Navarrini; en el podio, el maestro Arturo Vigna. Los cuatro cantantes han sobrevivido con letra grande en la historia, y el director tampoco queda fuera de los anales. ¿Frente a un cartel así, quién puede asegurar que los cantantes de hoy son mejores que antaño? En el canto francés en los años 10 y 20, y algunas más del futuro, brilla el belga Jean Noté, por no hablar de un galo de pareja celebridad como Charles Cambon, que llegó a grabar con Marisa Ferrer unos pioneros Troyanos, con cortes, al mando del gran Beecham aunque, como director francés, estaba ya en boga Albert Wolff.
¿O cómo no pasmarse ante otro cartel del Met de Nueva York, de 1918, de la Forza del destino, con Enrico Caruso, Rosa Ponselle, Giuseppe de Luca, Gabriella Basanzoni, y José Mardones? Cinco pesos pesados, tal vez los mejores de cada cuerda. Si hoy no se puede conseguir un elenco con un solo cantante superior a ellos -solo uno, no digamos dos-, es que no los hay. Más cerca de nosotros, en el estío wagneriano de 1954, reparemos en unas funciones de Lohengrin en Bayreuth, con Wolfgang Windgassen, Birgit Nilsson, Astrid Varnay, Hermann Uhde, Theo Adam y Dietrich Fischer-Dieskau como Heraldo; Eugen Jochum dirigió la orquesta del Festival de Bayreuth, y el glorioso Wilhem Pitz los coros. Es cierto que el oyente de entonces no podía calibrar aún el desarrollo que alcanzaría la trayectoria de Dieskau, y la propia Nilsson no era tan célebre como un lustro después. Pero hace falta tener un rostro de argamasa para decir que lo que se oye hoy es superior a aquel nivel. Sin restarle singularidad, un cartelón como el último no era tan raro en los años 50.
Un argumento que cohesionaba la praxis de los cantantes era la universalidad de la técnica italiana, indiscutida hasta más allá de 1950. El prestigio de esta técnica, llena de ramificaciones, pero con un ramal compartido, invitaba a la migración de infinidad de aves canoras a un obligado paso por Milán. Inventora del bel canto, durante siglos Italia surtió al mundo de óperas, cantantes, directores y maestros de canto. Rossini, grandísimo autor para la voz, prodigó sus enseñanzas a la contralto Marietta Alboni, quien estrenó en 1850 La favorita, en el flamante Teatro Real de Madrid. Alboni, instalada en París, difundió en esta capital nuclear la didáctica rossiniana. Manuel García I, fue un gran tenor, empresario y aventurero, lo último de modo involuntario, al menos en un trance peliagudo en México. Por su exigencia, parecía más aún un docente de la Viardot y la Malibrán que el padre de ambas. Entre sus méritos, está haber llevado la ópera por primera vez a las Américas o, antes, haber dado vida al conde de Almaviva, en la ópera más célebre de Rossini.
Manuel García II, hijo del tenor, influye en casi toda la pedagogía vocal de los siglos XIX y XX, con su libro en dos partes Tratado completo del arte del canto, redactado entre 1840 y 1847, y publicado en castellano en 1956, en Buenos Aires. Aunque la diferenciación entre los registros de pecho y falsete, y el problema de la unión de ambos, era un escollo para los cantores del que ya se tenía conciencia desde los albores del Renacimiento, a fin de lograr voces más parejas, y eso en sí no era novedoso, algunas propuestas de García hijo trajeron aire nuevo al arte lírico y mayor matización en la nomenclatura. Aunque la extensión de las distintas cuerdas vocales tenga su propio apartado, se refiere en media docena de páginas antes al timbre vocal, habiéndose impuesto, en general, el criterio de que, lo más personal en la clasificación de las voces, es el timbre. De ahí que hable con precisión de timbres claros, oscuros, nasales, guturales y otros, juzgando imprecisa la denominación francesa de voz blanca, pues para él es una voz clara también; más tarde, define el propio claroscuro.
Otra puntada fina la aplica a la distinción entre la intensidad y el volumen, refiriéndose la primera a la amplitud de la columna sonora y su mayor o menor pujanza vibratoria transmitida a las cuerdas vocales; la segunda, a la capacidad vibradora de la laringe, modificadora del sonido de la faringe, cavidades bucales y nasales, conocidas las últimas como resonadores superiores. Sin embargo, a veces usa como sinónimos los conceptos de timbre y color. Con la perspectiva que otorgan más de un siglo y medio, uno entiende que el color admite el plural, la paleta de colores, frente al timbre que, en caso de no falsearlo el cantante, no varía, o acaso, lo hace muy poco y en años.
Algunos de los principales discípulos de García II, como la mezzo alemana Mathilde Marchesi, maestra de Nellie Melba, Emma Calvé, Mary Garden o Frances Alda, enseñaron esa técnica en París o Alemania. Otro alumno connotado de García fue el barítono y tratadista Julius Stockhausen quien, desde Frankfurt, instruyó a wagnerianos como Karl Perron, que no alcanzó a grabar, o Clarence Whitehill, que sí lo hizo. A España también llegaron sus benéficos, a través de la llamada escuela española, sobre todo con Antonio Cordero, maestro del célebre tenor Aramburo.
Siempre con Italia al fondo, otros como el gran Mattia Battistini provenían de las aulas de Venceslao Persichini, como también en su inicio Titta Ruffo, a quien seguramente Persichini no supo aquilatar, pues consideraba su voz de bajo. Es fama que, tal vez por eso mismo, a veces discutían (1). Battistini fue un gran artista italiano que recaló en la corte moscovita del zar Nicolás II, de quien fue amigo, y más tarde en Varsovia, por entonces una joya menor de la corona imperial. Debido a su alcurnia, no fue un maestro en sentido estricto, pero aconsejó gratis et amore a otros cantores, como Paola Novikova, su única alumna genuina. A Hipólito Lázaro, según Juan Luis Zubillaga, que lo conoció y le oyó mucho en vivo, Battistini dio a Lázaro un valioso consejo, digno de un gran maestro: «Respirar es como inspirar el aroma de una flor». Por su parte Marconi, también grande, y tan irregular como espontáneo, tras una carrera rutilante, hacia 1900 sentó sus reales en San Petersburgo, y obtuvo plaza de enseñante en el Conservatorio, cuando todavía cantaba, y sería de los primeros en grabar. Después de 1902, tampoco debe olvidarse la gran impresión dejada en Moscú y San Petersburgo por las giras de Giuseppe Anselmi.
En París, hacia 1828, la ambiciosa infanta de España Doña Luisa Carlota, alumna de canto de Rodríguez de Ledesma, fue la dedicataria de su Tratado progresivo de canto, que acaso le sirviera para matar el tiempo, pues sus grandes pretensiones eran de orden político. Mayor incidencia en esta capital, tuvieron los salones parisienses y venecianos de la llamada princesa blanca, por su rango y tez, Winnaretta Singer de Polignac, amiga de Fauré y mentora de Viñes, Albéniz o Falla.
Con los matices precisos, hablamos siempre de la técnica italianísima de Patti, Tetrazzini, Muzio, Ponselle, Besanzoni, Caruso, Pertile o Schipa. De Tebaldi y Simionato, De Angelis y Pinza; todos italianos, sí, y hasta cierto punto también Ponselle. Pero también la de grandes foráneos, alumnos o no de García, pues casi ninguno de ellos lo fue. Nombres como Gayarre, Albert García, Barrientos, Thill o Didur, Santley o Schlusnus, Axel Sholtz (con el palote dividiendo la o), o su afín Björling, no precisaron un bautizo italiano. Como tampoco Mariano de Padilla, Zinka Milanov, John McCormack, el intuitivo Merrill o el técnico Warren. Ni Fritz Vogelström y Fritz Wunderlich, que parecían latinos, como lo era el canario puntiagudo Alfredo Kraus, en un doble sentido. Cierta latinidad era también una de las bazas de gran Christa Ludwig, traducida en una voz de reflejos plateados, y la de Gabriela Benackovà, también de técnica portentosa, o hasta algo de Edith Mathis, mucho más que una soubrette, pues acabó encarnando a Agathe en Freischütz. Es también la mecha con que Gruberova prendía sus fulgurantes pirotecnias, y hasta la de crooners como Frank Sinatra y Tony Bennett, italianos por sus ancestros familiares, pero aún más porque sabían cantar.
Por escoger otra mujer al vuelo de los dorados 50, en este caso poco cabe añadir sobre la argentina, de raíces vascas, Helena Arizmendi, hoy olvidada, pese a haber actuado en la Scala, quien propone un nivel técnico que le permite cantar con 53 años, con inmaculado control del fiato y gran fluidez «Io son l´umile ancella» o, lo que de verdad extraña más aún, la Jota de Falla, en vivo, en el Auditorio Barker, a los 69 cumplidos, con apenas sonidos de vieja. Mas no nos eternicemos. Voltaire decía que contarlo todo es aburrir. Seamos volterianos.
Está claro que en la actualidad no todo es deficiente. Pero para degustar algo bueno, hay que asirse casi con desesperación al primer nivel de cantantes en activo, a esos divos que ya casi no existen, con su innegable grandeza y «su conducta estrafalaria, sus manías, exigencias e intemperancias» (2), como dice un gran conocedor del tema -cuyo juicio en este punto no comparto-, y remover entre el escalón algo más bajo de primma done, primmo tenori y otras primogenituras. En efecto, sobre todo entre las féminas, percibimos que Anna Netrebko tiene un material soberbio, Krassimira Stoyanova un gran temple, unido a la dulzura del timbre y el canto, o Anja Harteros la afinación de una viola, junto al aguante requerido para mantenerse en el primer nivel, algo común a las tres.
En el plano técnico, entre las sopranos destacan Stoyanova y Netrebko, o la propia Harteros, al parecer con menos prisa que sus colegas por hacer carrera; gran verdiana esta, un ejemplo de su calado puede ser la Amelia en Simone Boccanegra, ópera que cantó en Milán, con Plácido Domingo, e incluso la titularidad en Aida.
Una cantante notable es Dorothea Röschmann, cuyo arsenal técnico superaba, en la Cuarta sinfonía de Mahler que ofreció en el Auditorio Nacional, durante una gira con Mariss Jansons, al de sus primeros años, cuando grabó con René Jacobs y su Akademie für Alte Musik Berlin La Griselda, de Alessandro Scarlatti, en 2002. Está también Camilla Nylund, finesa y pura finese, dueña de un timbre de primer orden y aquilatados arcos respiratorios. Los reguladores los puso sobre el tapete en Viena, en 2019, salvando los mil escollos de la Emperatriz de La mujer sin sombra, junto a Nina Stemme, Evelyn Herlitzius, Thielemann y la Filarmónica de Viena; y no muy a la zaga está su Lohengrin con Elder. En Viena sentí gran emoción, esa cosa extraña, pues creía que ya no iba a asistir nunca a una velada de canto tan genuino como aquella, en que el aplauso se prolongó durante 20 minutos, y nadie quería moverse de su butaca. Tampoco es nada desdeñable la paleta tímbrica de Eva-Maria Westbroek, cuya expresividad está siempre en primer plano, y suele encarar roles difíciles, como las protagonistas de La fanciulla del West, Il tabarro, o Lady Macbeth de Mtsensk. No obstante, la yuxtaposición de títulos de Wagner, Zandonai, Schreker, más su propia valentía, le han pasado factura a su gola hoy más tensa.
No olvido tampoco a Diana Damrau, una de las primeras sopranos conocidas de la generación post Nina Stemme, por sus Puritanos con Camarena o Celso Albelo, en el Teatro Real de Madrid. O en un recital, madrileño también, por la preciosa romanza de Estrella del Norte de Meyerbeer, su bis. De ahí pasó a Pescadores de perlas, sin duda en su línea. También está radiante en el aria de Cunegunda de Candide, pese a reiteraciones en la escritura de Bernstein. Tampoco ya es posible ignorar a la más joven Sonya Yoncheva, entre lo mejor de las últimas hornadas. En disco puede parecer algo fría, pues las voces potentes no suelen ser captadas con total fidelidad. En uno de Sony no ayuda el director Massimo Zanetti, muy mecánico, que apenas reproduce las notas y sólo se calienta en la fácil cabaletta de Nabucco. Ella, en cambio, destaca en todo, desde Attila a Don Carlo. Además, mostró garra y carácter en uno de los últimos recitales del Real pre-pandémico, llenando el amplio aforo con su instrumento.
La mezzo Susan Graham es elegante y tiene estilo, aunque interesa más en el concierto en vivo, como el de la cantata de Britten Phaedra, que en disco, pues en Dido y Eneas, quizá por la propia grabación, su voz suena lejana y empequeñecida. Mas lo que cuenta es el vivo, y más en una pieza de tan obvio dramatismo como Phaedra o en sus generosos recitales. Lo del volumen reducido es algo que nunca ocurre a otra mezzosoprano, Elina Garanca, de muy buena materia prima, actriz versátil, con talento y belleza y un interés nada anecdótico por la zarzuela.
Un peldaño por debajo de Garanca, está Joyce DiDonato, de emisión atinada, pero en lo tímbrico bastante neutra y con excesivo vibrato cuando canta en forte. Tiene intereses musicales variados, que van desde Vivaldi, Händel o Mozart -es un magnífico Sesto, rol de travestido- hasta Octavian en Der Rosenkavalier -travestido a ratos, en su caso sin el físico adecuado-, o la siempre emotiva Dido de Los troyanos donde, no obstante el buen ajuste estilístico, vuelve de nuevo el vibrato, en la zona alta. Ha estrenado la ópera Great Scott, de compatriota Jake Heggie.
Por proyección de futuro, cabe referirse aún a Anita Rachvelishvili, una georgiana frescachona, con una voz de primer orden, vibrante y opulenta. Si puliera un poco los detalles y algún toque plebeyo, acabaría tumbando a casi toda su cuerda, salvo Garanca, que la precedió y supera de largo; en la Jota de las 7 canciones de Falla la dicción eslava le juega una mala pasada: no es igual tiempo verbal el de «Dicen que no nos queremos» con erre fuerte, que con la castellana. Hoy por hoy, cabe cerrar la lista con la joven Jamie Bardon, de buena sonoridad, con apoyo algo heterodoxo en la franja grave, y a quien la veteranía deberá aportar mayor expresividad, hoy ya apuntada. Hablar, en fin, de contraltos, es toparse con un conjunto unitario pues, de indudable categoría figura casi sola Anna Larsson, más centrada en el concierto que en la escena. Impresiona en fragmentos como el solo nietzscheano «O Mensch!», de la Tercera sinfonía de Mahler. En el caso del Anillo wagneriano grabado en vivo en 2011, de la Staatsoper de Viena, se ve perjudicada como todo el reparto por una toma sonora distante.
Entre las voces masculinas más reseñables hay un grupo de tenores de justa fama mundial, como Juan Diego Flórez o Javier Camarena, que arrancaron con óperas de Rossini y Donizetti, de gran dificultad, impulsados por sus voces extensas y flexibles, y todavía en forma. No carecen tampoco de adeptos el arrojado Lawrence Brownlee (puesto a prueba en Bellini como en Gershwin), o Michael Spyres, ambos incardinados en la misma tipología del de Pésaro, el segundo con incursiones francesas, como Los troyanos, la obra más compleja de Berlioz, o en Meyerbeer (Hugonotes, Africana). También Bryan Hymel ha cantado Meyerbeer (tiene un buen Roberto el diablo en CD), y se columpia en un repertorio que va desde Gounod (Fausto) a Verdi (Vísperas sicilianas) y Leoncavallo (Payasos), con los peligros que esto puede acarrearle cuando no sea tan joven. Y por supuesto, no olvido a Jonas Kaufmann, pero sucede que desde su lozana y brillante sustitución in extremis del irrelevante Todorovich, en La clemenza di Tito (Teatro Real, 1999), ha ido de más a menos, con algunas cancelaciones sonadas, acaso por su afán de abarcar muchos géneros. Su evolución es casi contraria a la de Piotr Beczala, cuya voz pastosa me ha solido interesar más, de ahí que también más lo haya escuchado. Y por último, el dominguiano Rolando Villazón que, con su simpatía envuelta en camisas floreadas, sabe exprimir la calidad del centro, pero no siempre puede evitar los agudos fibrosos que afean algo la propia dicción.
Y están, cómo no, los barítonos españoles Carlos Álvarez, que ha cantado Mozart y Bellini antes de centrase en el Verdi de Giovanna d´Arco, Traviata o Don Carlo, y Juan Jesús Rodríguez, de mejor técnica y algo menos bella voz, también con alta puntuación en Verdi. A rebufo, Manuel Lanza, rectilíneo, de maneras nobles, que hoy canta menos que antaño, tal vez debido a su pasión por la informática.
Entre los foráneos se impone Christian Gerhaher por su genuina sensibilidad y musicalidad, con influencias de Dieskau. Aunque se suele decir que este influyó en casi todos los cantantes alemanes, y más si fueron liederistas, ni Hermann Prey, ni siquiera Siegfried Lorenz, más modesto, sufrió tal influencia, luego cabe inferir una mayor personalidad en ellos. También hoy tiene justificados seguidores el estereofónico y campechano Bryn Terfel, aunque suene ya un poco gastado. Y no hay mucho más. Aún canta con su viejo vozarrón el barítono-bajo Falk Struckmann, en declive pero un auténtico pedernal, que por eso y por su pujanza quizá recuerde algo a Theo Adam.
He aludido a la escasez en la cuerda de fa, porque a uno, los Lucic o Mattei no le dicen apenas nada; parecen aficionados con voz y el dominio de algún rudimento. Los bajos no merecen grandes elogios, salvo el veterano René Pape, él sí con jerarquía, del que un conocido hombre de radio reclamaba en la misma una «doble ración de Pape» para esta wagneriano sobrevenido, porque no hay muchos buenos. Junto a algún otro, como Erwin Scrott, barítono-bajo, sí, pero más bien basto, sólo oímos de modo sostenido a Abdrazakov el bueno: Ildar. Con posterioridad llegó el vocione de Anastassov, o Alexander Vedernikov, excelente actor, de atractivo timbre, que no dice bobadas en las entrevistas. O el cada vez más afirmado Andrea Mastroni. Y D´ Arcangelo, por su dicción excelente pues, de la promesa que fue Chiummo, hoy no queda más que el humo. Añádanse algunos especialistas del Barroco como Christopher Purvis, que trabaja con Ton Koopman, o Alex Rosen, que a menudo lo hace para William Christie.
Llegados a este punto, cabe formular la pregunta crucial: ¿por qué en la actualidad se canta, en general, peor que antaño? La respuesta es el descenso del nivel técnico de los cantores, originado al abandonar los centros de resonancia alta de la voz, con la mengua de metal que acarrea que el aire no vibre primordialmente en las celdillas etmoidales y esfenoidales. Un error muy común es creer que, sin el concurso de la máscara, la voz suena más natural o juvenil, cuando lo que suena es más genérica y de timbre menos distinguible.
Ha escrito en la red un maestro de canto, cuyo nombre no retuve, que enmascarar el sonido es hoy una técnica obsoleta, cuando su casi total abandono es el principal responsable de la mayor o menor crisis actual, negada con la tenacidad de quienes descreen del cambio climático o, ya que estamos en ello, del mecanismo del paso de registro. El cantante de antaño no rehuía dificultades que pudieran solventarse con la técnica. Hoy, incapaz de hacer un piano o una media voz, muchos de ellos, incluso famosos, recurren a expedientes desmañados, colándonos un tipo de falsete espantoso, que parece un niño desnutrido.
Un falsete bien distinto, inscrito siempre entre las excepciones, es válido en alguna partitura francesa (recuérdese como lo traduce Edmond Clément, o el citado Gigli, con esos mixtos tan suyos, torneados con arte), y en la peculiar actividad de los castratti, los célebres virtuosos emasculados, famosos por su canto, su nivel de renta y sus lances amorosos. Desterrados primero de los espectáculos teatrales y, finalmente, vetados en el propio Vaticano en 1878, por la mano lenta del papa Leon XIII. Pero el falsete, en su sentido de algo defectuoso y falaz, es definido con justeza por Georges Canuyt como un sonido que se emite siempre con un paso al mismo demasiado aparente, sin brillo ni lucimiento.(3). Además, cabe añadir que es quebradizo y apenas admite jugar con el volumen. Hoy se asiste a un renacimiento de los contratenores, o sopranistas a quienes cabe llamar la séptima voz. No es que subsista el tan alto como extraño nivel de los Farinelli, Caffarelli, Guadagni o Pacchierotti, pues como profesionales debían cantar sin una de sus partes. Pero disponían de tanto tiempo para su formación que, además del perfeccionamiento de la voz, solían ser diestros en la ejecución de un instrumento.
Hoy, eso sí, se da una portentosa eclosión de esta tipología, con elementos que poseen también una gran preparación musical. Una cuerda representada por Bejun Mehta, pariente del director Zubin Mehta, o Max Emanuel Cencic, que compite con los mejores, por su gama vocal bien fusionada o la facilidad al acometer largos pasajes de notas muy ligadas, aunque esto vaya en el sueldo. Domina el canto lánguido y los acentos mortuorios, y proviene de Yugoeslavia, una nación que ya no existe. Mas es Mehta quien acaso sobrepuje en belleza sonora y virtuosismo al más famoso Philippe Jaroussky, quien logra colores claros asopranados, y creó sin tirantez alguna el rol primordial de Sólo el silencio permanece, de Kajia Saariaho. Por encima de todos, dada su milagrosa agilidad e irreal belleza, está Piero Fagoli, quizá el mayor estilista de su cuerda desde Alfred Deller, de dicción tan pura. A veces, parece que Fagioli, con DG, y Cencic, con Decca, batallaran entre sí como puntas de lanza de sus respectivas discográficas, pero también han grabado juntos. En cuanto a Deller, en torno al cual se creó el Deller Consort, Neville Marriner dijo que nació con la intuición del estilo, y no mejoró por estudiarlo. También deben agradecerse los servicios prestados a los pioneros René Jacobs, Paul Esswood, Dominique Visse, o al algo más endeble James Bowman, a quienes algunos consideran recuerdos caducos. En los últimos lustros, pugnan con los primeros algunos nombres españoles familiares, como Carlos Mena, Flavio Oliver o el ya muy consolidado Xavier Sabata. Estos cantores sitúan al oyente, a veces con furia desatada, frente a la poética de la maravilla, fuente esencial de la inspiración barroca.
Al margen, existen algunos cantantes en activo sin muchas condiciones para el teatro y demasiadas para la ducha, y a quienes se exige tener un físico rutilante, a veces muy artificial, como condición casi obligatoria para hacer carrera (4). Esto, o fruslerías análogas, son hoy lo sustancial y lo sustancioso para algunos agentes o directores de teatro. Por supuesto, ya no es la voz su preocupación esencial, pues si esta falla o se arruina vendrá otro cantante a sustituirla sin dilación y, lo que es aún peor, será igualmente exprimido por quienes sólo parecen preocupados por hacer su agosto y rellenar la arquilla.
Concedo que, hablando en términos generales, hoy se actúa mejor que antes, pero en el fondo es una forma cegadora de espejismo. Actualmente, no existen ni de lejos profesionales con la fuerza de arrastre como actores de Chaliapin, Ruffo, De Luca, Pernet, Hotter, Stabile, Gobbi, Vickers o Taddei; Callas u Olivero, Kabaivanska o Mödl -a la que alcancé a oír con bíblica edad en Viena-, Wellitsch, Zeani o Varnay. Son algunas excepciones en muy diversas décadas, y es cierto que nunca todos fueron así. Pero cabe preguntarse si en las dos últimas, las que más han incidido en la crisis actual, no se ha preterido el talento, a cambio del posado resultón, y ha acabado por perderse una parte de la belleza estética, poética y esencial que la ópera tuvo en tantísimos momentos.
Al margen de ello, quién dice que todos los ademanes y posturas escénicas que giran como canjilones frente al ojo en el teatro, o la propia voz operística, artificio supremo, deben ser naturales. ¿No es un artificio del libreto, por ejemplo, en Ballo in maschera, que Riccardo custodie en plena noche en un cementerio a la mujer de su amigo Renato, a la que ama apasionadamente, y este no lo sepa ni sospeche a causa de un simple embozo?
Al artificio del libreto, con esa inverosímil pirueta, ha de corresponder el artificio técnico del canto en la zona donde solía calarse el antifaz, precisamente, porque si no, ¿cómo van a cantar Amelia y Riccardo el «Teco oi sto»
En el fondo, salvo en el siglo XX, o en Mozart, Nell´opera tutto è convenzionale, y es la música la que aúpa el género a lo sublime. Y aquí encaja pintiparada una frase de René Leiwobitz que, hablando sobre Offenbach, pero con palaba extrapolable a este contexto, dice: «esencialmente, toda ópera es disfraz» (4); hasta la cursiva es del compositor.
Hablando de latitudes diversas, viene al caso reconocer que hoy ha mejorado la dicción idiomática en algunos profesionales. Un cantante actual, tiene un italiano más cuidado que el de Florence Easton cantando Gianni Schicchi, Emma Eames «Vissi d´arte» o Tucker Celeste Aida. O un francés más pulcro que Gigli o Pavarotti, quienes tampoco lo prodigaron. No hay mucho que añadir sobre el dúo de Otello de Svanholm y Warren. En su pese a ello notable versión, el tenor dice: «Sì pel ciel marmoreo churro!»», ante lo que no puede evitarse evocar las deliciosas chocolaterías. Tampoco es la dicción el fuerte de figuras más recientes como Wolfgang Brendel o Nesterenko, barítono y bajo activos en los 80 y 90, y algo más, sobre todo la del segundo, que cuando ganó el Premio Chaikovski no arrancó mal.
En la actualidad, los Pertile y Buades no hubieran grabado Carmen en lengua italiana, como en 1933. Ni en el Bolshoï ofrecerían Payasos y la obra maestra de Bizet en ruso, como se hizo en 1959, con un reparto en el que sólo Mario del Monaco, el lujoso invitado, cantó su parte en italiano, que tampoco era la lengua original, y todos, con Bizet rebotando de un idioma a otro, sugieren una Babel serpenteando hasta Triana. En cambio, la joven Nino Machaidze es capaz de una buena dicción no sólo en ruso o inglés, sino hasta en castellano. Pero ese avance es como si en unas clases de judo te dieran muchos vales de puntualidad, pero nunca de competición: jamás dejarías de ser cinturón blanco. Orillando esa mejora idiomática en algunos, referida a la dicción, la técnica del canto carece de la excelencia de hace décadas, con unos años 10 y 20 del siglo XX y aledaños definidos como una genuina edad de oro no por mí, sino por expertos del calibre de John Steane o Rodolfo Celletti. Otra gran mejora, esta crucial, es que hoy ningún cantante lírico de primer nivel se muere de hambre, como antaño sucedió demasiado a menudo.
Al margen de las batutas divas, que tampoco ayudan siempre al libre correr de la voz, un fenómeno sobre el que se ha hablado y escrito mucho, y excede los límites de este artículo, aún cabe referirse someramente a otro factor, en cierto sentido también de decadencia: el público. Dentro del mismo, se incluye la parte más lanar del periodismo ante quien posee la notoriedad del momento. Algunos públicos son aves migratorias. Aplauden hoy; mañana olvidan. Desde luego, lo es más que ciertos aficionados presenciales a la lidia, con los que a veces hemos sido comparados, marcianos vistos desde fuera en sus tertuliar posteriores, sin duda, pero aún capaces de comparar y jerarquizar estilos, detener en el tiempo su sesera, y recordar con lujo exacto de detalles la faena que la hizo el diestro mexicano Luis Procuna al astado Polvorito. Uno ha visto en la Zarzuela no ya aplaudir, sino bravear en «Ah, si ben mio», el aria delicada de Manrico, a Kristjan Johansson, poseedor de cierta voz, pero de línea muy irregular. Cada cual es libre de opinar con libertad, faltaría más. Pero exigiendo poco, sobre todo en el repertorio spinto, quizá el más demandado, el nivel del arte lírico seguirá acaso descendiendo, aunque sea verdad, pues siempre ha sucedido así, que al cuajar una nueva generación, algunos de los nombres que apenas aceptábamos cuando estaban en activo, no nos parezcan tan intrascendentes cuando ya no lo están.
¿Y los comprimarios? Más bien mal, gracias. Casi no hace falta referirse a esos que, por parentesco con el mundo del actor, serían los cantantes de reparto. La única vez que se hizo en Madrid Desde la casa de los muertos de Janácek, la larga plana de secundarios era una personificación del anonimato, respecto a Van Dam (Alexandr Petrovich, un nombre de basquetbolista resonancia), y Jerry Hadley (desgraciado tenor suicida), que eran más protagonistas. En los años últimos, casi el único tenor que al inicio hizo segundas partes, y pasó limpiamente a las primeras, es Matthew Polenzani. Entre las mujeres, hoy una Di Giorgio (al inicio Federica en Luisa Miller), hace buena a la anterior Di Giacomo, que ni sabemos cómo empezó.
Con frecuencia el canto aburre a las pocas ovejas que aún no están aburridas de tanto como sale a relucir el ejemplo del aburrimiento ovejuno. Y lo peor está todavía por llegar, que acaso apunta ya en un horizonte no muy lejano: la ópera amplificada con megafonía. Naturalísima, la megafonía (6).
(1) LANCELLOTTI, ARTURO: Voces de oro (semblanzas anecdóticas). Ediciones Ave, Barcelona, (1943), p. 185.
(2) SAGI-VELA, LUIS: La Zarzuela detrás del telón. El Francotirador Ediciones, Buenos Aires (1998). Uno de los libros más amenos sobre el canto y sus circunstancias, y también una cálida evocación familiar.
(3) CANUYT, GEORGES: La voz Técnica vocal Librería Hachette S. A., Buenos Aires, (1951). Tercera edición, p. 150.
(4) LEIBOWITZ, RENÉ: Historia de la ópera Taurus Humanidades. Madrid, (1990) Versión española de Amaia Bárcena, p. 169.
(5) Lo del físico actual rutilante no deja de tener su gracia. Al margen de la aureola incontestable de Garanca, y otras más, en este tiempo de Garifullinas clonadas, ¿puede saberse en qué han de envidiar muchas cantantes de antaño, también en esto, a las cantantes de hoy?, ¿es que acaso no tenían apostura las Farrar, Moore, Jeritza, Swarthout, Stevens, Thebom, Merriman, Ferrier, Kirsten, Schwarzkopf, Della Casa, Güden, Pobbe, Te Kanawa, o hasta Franco Correlli?
(6) Keith Hardwick, gran experto en discos de cantantes antiguos, en la nota a la gran edición de 1999 de Testament, situaba la edad dorada un poco más lejos, a caballo entre los siglos XIX y XX. Algo antes de 1900, dominaban la escena, entre otras, la madura Patti, Nellie Melba, Lilli Lehmann, Fanny Toresella, Giuseppina Gargano o Tetrazzini y, entre las voces masculinas, Gayarre, Masini, Stagno, Cotogni, Battistini, Kashmann o Plançon; pero en 1910 apenas habían debutado, o cosechaban sus triunfos primerizos Hidalgo, Muzio, Ponselle, Galli-Curci, Martinelli, Schipa, Gigli o Pertile, también una excelente compañía de canto.
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