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Opinión: «Inteligencia artificial, estupidez humana». Por Juan José Silguero

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Autor: Mario Guada
19 de septiembre de 2024

Nuevo artículo de opinión firmado por Juan José Silguero, acerca del inminente uso de la Inteligencia Artificial y sus implicaciones en el arte y la cultura

Opinión, Juan José SIlguero

Inteligencia artificial, estupidez humana

Un artículo de Juan José Silguero
¡Solo gozar! ¡Qué objetivo tan triste! ¡Qué ambición tan pequeña! Los brutos gozan. ¡Pensar! Ese es el verdadero triunfo del espíritu.

   V. Hugo

Hay muchas cosas que no quiero saber. La sabiduría marca límites también al conocimiento.

   F. Nietzsche

   Llegan las gafas inteligentes, las «smart glasses», y llegan para quedarse. Superponen información digital al mundo real, mejorándolo, ampliándolo, prolongándolo hacia las cotas infinitas de la realidad virtual, de tal forma que puedes combinar objetos virtuales y reales en un mismo espacio, mirar una escultura y saber todo sobre ella en tiempo real u orientarte en una ciudad desconocida.

   En cambio, no pueden imitar la sensación de crecimiento personal, de aprovechamiento real del tiempo que otorga el humilde libro.

   Y cualquiera que haya leído lo sabe.

   Con la tecnología siempre sucede más o menos lo mismo, y por eso resulta tan predecible: sirve para organizar, almacenar y gestionar un conocimiento determinado.

   Pero la que lo sabe es la máquina.

   No lo sabes tú.

   Hace ya mucho que el individuo ha sido relegado a ser un simple medio, un conducto entre el mundo del conocimiento y el mundo exterior en el que, por cierto, a nadie importa gran cosa lo que uno crea saber mirando a través de unas «smart glasses» o un móvil de última generación, entre otras cosas porque ellos también pueden hacerlo.

   Al único que le importa es al que se enriquece con ello.

   Se trata de un señuelo irresistible y que, de algún modo, apacigua al explorador que todos llevamos dentro, ese innato anhelo humano de conocimiento. La conciencia por fin se relaja, y se dice a sí misma:

   «Estoy aprovechando el tiempo».

   La realidad es que nos encontramos ante la generación más palurda que se recuerda, y, por lo tanto, la más manipulable. El conocimiento es poder, en efecto, y aquel que carece de él, le toca obedecer.

   ¿Qué transporta ese conducto?

   Información.

   El ser humano ha sido reducido a ser un suministro, la materia prima más manipulable del mundo, dada la ductilidad de la pasta con la que se elabora: la de la ignorancia. Confunde el verdadero conocimiento con ser tránsito de información, asemejándose así al tesorero encargado de custodiar grandes riquezas a las que, en definitiva, no tiene acceso.

   El intermediario se pregunta:

   «¿De qué me sirve leer, si ya puedo saber todo lo que quiera cuando quiera?».

   La inteligencia se construye sobre cimientos profundos. Antes, todos admiraban a la persona culta; ahora están convencidos de poder sintetizar quinientos años de literatura en cuatro frasecitas de Instagram, ante la asombrosa premisa de que, en la era de la inmediatez, también es posible adquirir la cultura con rapidez. Pero resulta que la cultura de verdad no tiene atajos, entre otras cosas porque su riqueza no reside en su llegada, sino en el esfuerzo que cada cual propone durante su recorrido. Eso es lo que realmente hace crecer a una persona, ampliando su inteligencia, desarrollando su sensibilidad, diversificando su personalidad. Y también es el itinerario que mejor explica nuestro caótico deambular por este mundo, por cierto.

   El de la cultura.

   No somos un mero recipiente de información. La inteligencia se cimenta sobre dudas y no sobre datos concretos. Pues son precisamente las dudas las que más activan ese poderoso instinto que todos poseemos, que es el de la exploración.

   El que ya sabe todo no acostumbra a buscar.

   Y Google ya lo sabe todo.

   En su vértice, nuestra innata capacidad de abstracción. El barbecho del conocimiento es el silencio, esa apacible quietud interna que desaparece cuando llevas en el bolsillo un artefacto que te dice cosas a cada momento. Al fin y al cabo la máquina no puede abstraerse. La máquina siempre hace todo «para algo». El ser humano, en cambio, es capaz de alcanzar sus más valiosos logros «para nada».

   Ese «nada» se llama arte.

   Pero a día de hoy se mide el potencial de cada uno en función de su utilidad, y la máquina, esa ilimitada expendedora de atajos, se ha instalado de forma legítima en nuestros puestos de trabajo y en nuestras aulas, convenciendo a todos de que lo más importante de salir a correr no es ejercitar el cuerpo, sino llegar pronto donde sea. Es el mayor engañabobos de la historia. Que el medio sirva para formar o fortalecer ahora es lo de menos. Lo importante, lo esencial es que sea divertido.

   Existe un sistema de control mucho más eficaz que el de prohibir cosas, y es el de no prohibir nada. Algo mejor que la censura, y es hacer que la gente se autocensure sola. La opresión impuesta es menos inteligente que la libertad recluida voluntariamente en sus rediles digitales. Porque cuando el usuario siente que la elección es suya, siempre opta por el atajo. La cultura es hoy más accesible que nunca, y por eso mismo nadie accede a ella. El explorador se acomoda bajo su árbol, con su tentadora manzana digital, y el atajo aparece solo.

   Y no hay nada más humano que caer en la tentación.

   «Quien no sabe leer no se distingue de quien no quiere leer», decía Twain.

   Quien solo aspira a distraerse tampoco.

   Seguid dándoles móviles y tablets a vuestros hijos; usad la máquina hasta para realizar sumas sencillas, los ordenadores para componer y la inteligencia artificial para escribir libros; preguntad todo a Google, y persuadíos, satisfechos, de que ya sabéis de todo, solo que en vez de en vuestras cabezas lo portáis en un bolsillo; dedicad doce, catorce, dieciséis horas al móvil, y quejaos en vuestros mínimos descansos de no tener tiempo para nada, ni ganas; emplead vuestro limitado plazo a los tiktoks, instagrams y demás mierdas; distraeros sin límite, a ver hasta dónde podéis llegar, y desechad a cambio todo aquello que suponga un mínimo esfuerzo intelectual o creativo.

   Haced, en definitiva, lo que se espera que hagáis; y, finalmente, lamentaos de ser esclavos de los poderosos.

   No merecéis otra cosa.

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