Un artículo de Raúl Chamorro Mena
El fenómeno de la Ópera en el cine se va consolidando con fuerza los últimos años y se encauza en dos vertientes. Por un lado, la emisión de una grabación enlatada de una producción concreta o bien, la emisión en directo de una representación. Desde luego, esta última es la más interesante, pues atesora la inmediatez y alicientes del directo. Observen que no digo “la veracidad”, toda vez que en cuestión de las voces no existe, pues en este formato cinematográfico se homogeiniza las mismas y se escuchan a todas igual. Evidentemente, la proyección, el timbre, los armónicos, el volumen y el metal de una voz sólo pueden apreciarse en el teatro y esta circunstancia aludida nos lleva a situaciones contraproducentes como las de aficionados, que después de ver varias óperas en este formato, van a presenciar una en teatro y se sienten decepcionados porque “no se les escucha a todos tan bien como en el cine”. Las ventajas de poder ver una transmisión en directo desde una de las más pretigiosas casas de ópera del Mundo con los mejores cantantes a precio razonable –más caro que ver una película, pero más barato que una entrada de calidad de un teatro de ópera- son evidentes, porque, lógicamente, no todo el mundo puede viajar ni desplazarse para ver una ópera, ni siquiera tiene un teatro cerca o si lo tiene, puede acceder a las entradas. Asimismo, además de estar resultando una importante fuente de ingresos para los teatros (especialmente para algunos, como por ejemplo, el Metropolitan Opera), es un medio adecuado para que nuevos aficionados se acerquen al maravilloso mundo de la ópera, se enganchen al mismo y se habitúen a ir al teatro que es el medio genuino para disfrutar de la lírica.
El que suscribe acudió el pasado día 19 al Cinesa Proyecciones de la Calle Fuencarral a ver la transmisión de la grandiosa ópera verdiana Don Carlos desde la Opera Nacional de París en su sede de La Bastille (la otra es el Palais Garnier, la antigua y fascinante Ópera de París de “El fantasma de la Opera”). Uno de los principales alicientes del evento era poder ver y escuchar la versión original en francés de la ópera (sin el ballet en este caso), puesto que normalmente se representa en las versiones italianas, ya sean de 4 y 5 actos y la versión original tiene, al menos, un tercio de música diferente. El genial compositor, siempre en búsqueda de la mayor concisión, cohesión y unidad dramática, revisó la obra en muchas ocasiones descontento con lo que el calificaba “un mosaico” (“todo lo bello que quieran, pero mosaico al fin y al cabo” clamaba). La transmisión se enriquece con entrevistas, curiosamente todas con elementos masculinos del elenco. El responsable de la puesta en escena, Kristof Warlikowski, el principio, luego el tenor Jonas Kaufmann y en los dos descansos, el director musical Philippe Jordan y el barítono marsellés Ludovic Tézier. El director suizo insiste en que la versión francesa de Don Carlos es “más intelectual”, “menos emocional” que la italiana, con lo que ya anticipa y justifica lo plúmbea que va a ser su labor al frente de la estupenda orquesta y coro de la Bastille. La calidad de imagen, muy buena, sólo se produce una interrupción después de la aparición en pantalla durante unos segundos de una especie de menú de ordenador. En cuanto al sonido, se ha producido una evolución desde las primeras transmisiones en formato cine. En un principio el sonido era demasiado estridente y aparatoso, incluso salía el chico encargado a preguntar al público para calibrarlo, parece que ahora se ha optado por un sonido estándar no demasiado alto, controlado, sin saturaciones, ni estridencias. Las butacas más cómodas y amplias que las de la mayoría de los teatros de ópera y la realización ofrece una buena combinación de planos largos, medios y sobre todo, cortos. Se pueden apreciar las abundantes proyecciones, la mayoría sin sentido y más bien molestas, del montaje de Warlikowski, la pátina cinematográfica que da a muchas escenas y la belleza rotunda de Elina Garança como Princesa de Eboli, caracterizada en esta ocasión como una deshinibida y fumadora vamp maestra de esgrima y sedienta de sexo. Esa abundancia de primeros planos nos lleva a otro gran problema, en opinión de quién suscribe, de la extensión de este formato de ópera-cine y su incorrecta interpretación. El pretender hermanar los cantantes de ópera con las estrellas del celuloide y de la música pop en cuanto a juventud, belleza y físico lo que puede dejar fuera de juego a estupendos cantantes en una disciplina artística donde lo principal es cantar y cantar bien. Esa ventaja de poder ver la representación desde diversos planos y con esa buena calidad de imagen pierde enteros ante el hecho, que la producción de Warlikowski se encuadra por derecho propio en el “feísmo” que preside la escena operística actual y qué decir del horroroso vestuario. Todo el primer cuadro del acto IV contiene una prueba del falseamiento del hecho vocal que contiene este formato.
El mismo transcurre en una especie de pequeña caja escénica situada al fondo del gran escenario del Teatro de la Bastilla, con lo que teniendo en cuenta además, la enorme sala y sus condiciones acústicas no especialmente favorables a las voces, en directo se oirían las mismas lejanas y con dificultad. Sin embargo y como cada cantante tiene su propio micrófono, en el cine se les escucha perfectamente y a todos igual. Todas estas razones impiden, desde luego, al que suscribe realizar cualquier comentario sobre la prestación canora del elenco, lo cual se aprecia con todo rigor en el teatro, pero sí se puede y se debe comentar el dislate, uno más, de la producción de Warlikowski que, desde el primer momento, te sitúa “fuera de la obra” con una dramaturgia delirante y una inconcebible caracterización de los personajes. Rodrigo, Marqués de Posa, queda despojado de toda su nobleza desinteresada y se convierte en una especie de taimado conspirador de vía estrecha. El dolor y sufrimiento de Isabel de Valois, asumidos con regia dignidad, desaparecen ante la burguesa amargada que nos diseña el director de escena polaco. En fin, el protagonista y con apoyo del propio tenor alemán Jonas Kaufmann, como podemos escuchar en su entrevista, queda reducido a un personaje secundario, apocado, gris y trastornado. Hay que recordar, una vez más, que estamos ante el Infante Don Carlos de Verdi basado en el texto de Schiller no el histórico.
Cualquier tenor protagonista de melodrama romántico decimonónico, con todos los matices que se quieran, tiene una enjundia, un ímpetu, unos tintes heroicos. Todo lo titubeante e indeciso que se quiera, pero no una especie de perturbado que, como un lelo, parece pasar por allí. En fin, Felipe II -que se presenta en escena con traje gris y chaleco- y su corte no se sabe bien si se encuadran en la época Segundo Imperio o en la dictadura de Tirano Banderas. La realización ofrece un momento que sólo es posible en este formato y que demuestra que conoce la obra o que se la ha trabajado bien. Cuando Felipe introduce el sublime cuarteto del acto IV “Maudit soit le soupçon infâme, ouvre d’un démon odieux!” (“Maldita sea la sospecha infame, obra de un odioso demonio”) la cámara nos encuadra inmediatamente a la Princesa de Eboli a quien, precisamente, se refiere la frase del monarca. Algunos miembros del público presente, unos tres cuartos del aforo de la sala, incluso aplaudieron algunas de las piezas como si a modo de espejismo evocaran estar presentes en el teatro.
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