Cinefilia y música clásica
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, 21-X-2021. Teatro de la Maestranza.Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Pablo Barragán, clarinete; Óliver Díaz, director de orquesta. Programa: Tres pinturas velazqueñas de Jesús Torres, Concierto para clarinete y orquesta de Magnus Lindberg y Segunda sinfonía en re mayor, op. 43 de Jean Sibelius.
El profesor Fernando Marías afirmó en una reciente entrevista publicada en la revista Quiroga que el cine se constituyó como el gran arte del siglo XX, superando cualquier otra disciplina artística. Esta aseveración parece bastante exacta en relación con la música compuesta tras la aparición de memorables bandas sonoras cinematográficas como las de John Williams, últimamente revalorizado en Centroeuropa a tenor de sus recientes apariciones en Viena y Berlín. Sin su catálogo de obras –que ha formado todo un imaginario musical colectivo para los nacidos en la segunda mitad de la centuria pasada–, no podrían entenderse las Tres pinturas velazqueñas de Jesús Torres, cargadas de inspiración, fuerza y carácter narrativo, pero en todo ajenas al «pintor de la verdad», como llamó José Andrés Vázquez en los años cuarenta. A esta obra, galardonada con el Premio de Composición AEOS-Fundación BBVA, hay que reconocerle cierto interés, no solo cercano, por el peso y utilización de los metales, al referido Williams, sino también, por determinado acompañamiento percutivo, al estadounidense John Adams. Tanto la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla como el maestro Óliver Díaz sacaron petróleo de la partitura.
A continuación, entró en escena el marchenero Pablo Barragán, que ya había debutado en el Teatro de la Maestranza, pero al que le faltaba hacerlo con la Sinfónica. Y lo hizo con una pieza de enorme dificultad (y desagradable por momentos), compuesta no tan recientemente (en 2002), por el finlandés Magnus Lindberg, un artista que ha gozado del encargo e interpretación de algunas de sus obras por parte de la Filarmónica de Berlín, como el concierto para violín (2016) o su Kraft para clarinete, percusión, piano, violonchelo y orquesta dirigida allí por Alan Gilbert en 2014. El concierto que se ofreció en Sevilla el pasado jueves no es una obra hermosa, pero demuestra a las claras el trabajo de preparación del virtuoso solista y el de adecuación y ensayos entre este y la formación orquestal y el director.
El plato fuerte de la función vino con la Segunda sinfonía de Sibelius, un perfecto ejemplo antimahleriano de sinfonismo profundo y enriquecedor. Entre sus obras capitales y excelsas se encuentran el concierto para violín, los poemas Finlandia o En Saga y sus sinfonías Primera, Segunda, Cuarta, Quinta y Séptima. Este segundo trabajo sinfónico es redondo, hermoso y muy pronto hizo olvidar las dos obras anteriores. El mundo del finlandés no es justamente «nacionalista», como se le suele encasillar en los libros de historia de la música, sino que trasciende cualquier tipo de frontera territorial y barrera mental, para exponer formas, luces y, sobre todo, colores, aplicables a todos los melómanos, perfectamente adaptables a los estados de ánimo de cada cual. Su camino es la belleza, la verdad y el aire frío del septentrión. Por eso, esta música necesita una delicada combinación de fuerza y sosiego, algo que no siempre consiguió una orquesta especialmente envalentonada y poco contenida por la batuta del director. Sin embargo, la riqueza de las melodías pintadas y la preciosa sonoridad creada (casi cinematográfica), disiparon las dudas e hicieron las delicias de un respetable que no llenaba la sala, pero que supo apreciar y coronar con sus aplausos una agradable tarde de esfuerzo, ánimo y belleza.
Fotos: Sinfónica de Sevilla
Compartir