Marc Minkowski dirige Les contes d’Hoffmann de Jacques Offenbach en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia
Un Hoffmann de iconografía y musicalidad egregias
Por Antonio Gascó
Valencia, 31-II-2022. Palau de les Arts «Reina Sofía». Les contes d’Hoffmann de Jacques Offenbach. Johannes Erath, director escénico, Heike Scheele, escenógrafo. Pretty Yende, Paula Murrihy, Eva Kroon, John Osborn, Alex Esposito, Moisés Marín. Coro de la Generalitat Valenciana. Director Francesc Perales. Orquesta de la Comunidad Valenciana. Director Marc Minkowski.
Excepcional versión de Les contes d’Hoffmann de Offenbach, en el escenario del Palau de les Arts de Valencia, tanto en lo escénico como en lo musical. Comenzando por lo primero, hay que significar, de entrada, que cantantes y coro estuvieron determinantes en todos los papeles. El director de escena Johannes Erath fue meticuloso al extremo, intencionalizando gestos, actitudes; situaciones, posición escénica y particularidades de caracterización personal y colectiva. El movimiento siempre tuvo animación, en aras de una teatralidad bien entendida, tanto en los momentos más idílicos como en los más dramáticos y en los que reclaman gags de humor, que no fueron pocos. La obra es así, dentro de su sugestión romántica, jacobina y delirante: una comedia de enredo, con sugerencia circense, de la Commedia dell´Arte y de la opereta cancanesca. Tengamos muy en cuenta que en el año del estreno de «Les contes d’Hoffmann», ostenta la presidencia de la república francesa, el demócrata librepensador y anticlerical León Gambetta, paladín de la libertad y de la egalitè.
Por otra parte, cabe no olvidar, las exhortaciones freudianas o piagetianas. Las no pocas dosis de surrealismo tanto plástico, en el uso de los telones, obra de Heike Scheele, con sugerencias buñuelianas, o de los atavíos de Gesine Völlm. Sirva de prueba el hilarante empleo de los tutus sobre los pantalones de coristas y protagonistas en la escena del baile del acto de Olympia (más can-can y parodia. Falstaff y su «tutto nel mondo è burla», sería 13 años posterior). Pero tal vez lo más revelador, fue el simbolismo empleado a lo largo de la representación. El binomio director trabajó muy bien el sentido iconológico de las referencias del texto. La habitación donde discurre gran parte de la obra, era un cubo hermético. Dalí en estado puro (del número de la bestia a la Jerusalén compacta. Lindorf-Hoffmann, ensamblados en su ambivalencia disidente). Ítem más: lo cerrado (el destino imperioso -los cuatro diabólicos-, el cerebro sagaz pero encarcelado) y el devenir temporal sincrónico y diacrónico. También el cubo, en la percepción de los comandantes de la escena, establece un ademán a Don Clifton (emociones y relación social) a Popper, como metáfora de la mente humana. Por supuestísimo al vínculo con la masonería, por lo cual no es extraño el tarareo del «Notte e giorno…» mozartiano por Nicklausse. Y por poner, hasta el cubo de Metatron… y échenle guindas al pavo.
El dominio de un espacio plural, estructuralmente geométrico, y en ocasiones heterogéneo, jugaba siempre el papel de una onírica metáfora de fantasía, a veces enajenada y con anhelos neuróticos y en otras de original iconografía: los especuleos luminosos, aludiendo a los reflejos de las aguas de los canales en la Barcarola, en una Venecia cabaretera, carnavalesca y afrodisíaca, fueron uno de tantos pormenores.
Y para terminar con las citas icónico-alegóricas, el leit motiv del vestido de novia como encarnación unitaria de las cuatro féminas, con su idea de espiritualidad y pureza (que se fue a Cantacucos en el erotismo del acto veneciano, con pormenores LGTBI en un guiñatazo contemporáneo). La pluma como icono del reflejo (la herramienta con la que el poeta logra su gloria, su brillo, su destello, su imagen proyectada, el ser de sí mismo) … casando con el texto «ce reflet que tu vois sur le mien se pencher». Y la reiteración de la muñeca, no solo como Olympia, sino como encarnación del arquetipo femenino (Jung al poder). También la del columpio en su vaivén binario, suponía un elemento ideográfico como subvertidor de la realidad, mítico desde Grecia y Egipto (Isis y Erígone… y bla, bla, bla, bla)
Los cantantes fueron, asimismo, entregados actores, ya no solo por la habilidad maestra para definirlos y obligarlos a ser fieles en las encarnaciones de los personajes, que tuvo Johannes Erath, sino por su musicalidad, cuadratura y designio interpretativo de los pentagramas. Laudatio Minkowsi.
John Osborn, que se ha vestido de Hoffmann en los principales coliseos del mundo, es hoy el paradigma más cotizado del poeta prusiano en la escena operística. No solo es que cantó, con propiedad y carácter, es que se permitió las audacias de atacar con solvencia y firmeza cuantos sobreagudos le vinieron en gana, en la línea de mi idolatrado Kraus (nunca olvidaré su inacabable su Reb en el Liceo hace 34 años en el «voilà» de su «Chanson de Kleinzach») que no figuran en la partitura de Offenbach. Y ya que hablamos de ese fragmento, bueno será referir la gracia del acompañamiento de la batuta en las dobles fusas, señalando la malformación cojeante del achacoso turingio. ¡Fueron muy resolutivos su fraseo y su determinación, especialmente en sus arias «C’est elle! Elle sommeille!» y «Doux aveu, gage de nos amours» en el acto de Olympia y «Que d'un brûlant désir votre cur s'enflamme!» en el de Julieta, en el que no podemos dejar caer en saco roto, el sensitivo dúo con Pretty Yende. Y ya que se habla de ella diremos que fue una soprano lírica pura, con una voz diáfana y cristalina, que se encontró especialmente cuajada en el acto de Antonia. La muy plausible encarnación de Giuietta tuvo su mejor momento en su aria «L’amour lui dit: la belle», (en la que se atuvo al texto pautado, no como Damrau) y en el dúo con Hoffmann, de marcada tensión dramática, por parte de ambos. Realmente el papel de Olympia no es para ella, no es una ligero-coloratura. Las acrobacias de las arpegiaturas le vinieron algo forzadas y los agudos más todavía. De hecho, se limitó a picarlos en un tiempo inferior a una corchea, o a recurrir al humor para escamotearlos. La verdad es que no resulta sencillo hallar una soprano que asuma los cuatro roles, pero la joven (1985) surafricana, hizo de la necesidad virtud cumpliendo mucho más que dignamente, sobre todo por su decir sensitivo, lírico e intenso y por la belleza de su instrumento. Como actriz cabe reseñar su creíble humanidad en todo momento.
Alex Esposito fue excelente cantante y actor que le supo dar vesania, encono, vanidosa altivez, escarnio, cinismo e inquina, a los cuatro personajes satánicos. Su voz baritonal fue lo suficientemente oscura y amplia, para conceder intencional perversidad a los maléficos, aunque se encontraba más cómodo en la región centro aguda que en las notas abisales. Habría que reseñar que la prosopopeya de los tipos fue tan intensa, que la materia canora no hizo sino subrayar sus personificaciones. Con todo, fue un modelo de canto, y en sus intervenciones canoras diversificó tan bien a los inicuos como con sus gestos. Ya solo abrir la boca con su «Voyons si la maîtresse», en el prólogo o primer acto, (a gusto del lector) nos convenció que era un intérprete paradigmático con la forma de frasear y morder las notas con sadismo. ¿Cabe destacar también el derroche de sarcasmo y maquiavélica musicalidad en su «Tu ne chanteras plus?» con liturgia expresiva y pérfida.
Paula Murrihy resulta muy difícil de definir en la cuerda de voces. Para quien esto escribe es una lírica. Sin embargo, encarnó los roles de la Musa y de Nicklausse, que en las viejas partituras del ochocientos se adjudican a dos voces distintas. Soprano y mezzo. Ahora bien, vamos al grano, la original de Offenbach, las confiere a una sola voz. Su encarnación asumió la sutileza del espíritu de la inspiración del protagonista y la de su amigo, con desenvoltura. El aria de la musa «La vérité, dit-on, sortait d'un puits», que es para una soprano lírica, como su cíclico melodrama final no las pudo decir con más arrobamiento. «Oui, ¡je sais!» exudó convicción y el amplio dúo Nicklausse Hoffman, del segundo acto, que la batuta llevó premeditadamente a uno, no pudo exhibir mayor propiedad en el fraseo. Por acabar (que este texto ya se pasa de castaño oscuro) mentemos el terceto Hoffmann, Niklause Coppelius del acto de Olympia y, sin duda, la celebérrima «Barcarola», que defendió muy bien con su timbre de mezzo muy lírica en las terceras mayores su segunda voz.
Los segundos papeles, rayaron a la misma altura que los protagonistas, por adecuación, intención al frasear y discernimiento. Eva Kron fue una convincente y axiomática madre, Moisés Marín un Spalanzani jubiloso en el brindis. Y a su nivel Tomislav Lavoie, Isaac Galán, Marcel Beekman, Roger Padullés y Tomeu Bibiloni. Como resumen decir que en el ternario septeto del acto veneciano no desdijeron los comprimarios de, los protagonistas. ¡Qué aliento a uno de Minkowski!
Con el coro del maestro Perales, tendremos que recurrir a adjetivos inventados porque es muy difícil encontrar alguno encomiástico que no se haya dicho. Tejemaneje de bebercio en el primer acto, cortesía aristocrática en la bienvenida a Olympia y, por contraste, el socarrón final («Ha! ha! ha! la bombe éclate!») que lo remata. Litúrgico el coro a capella que abre el epílogo y el acompañamiento en pianísimo al aria conclusiva de la musa. El maestro Retuvo el tiempo y etereizó el sonido, rozando el ensalmo. ¡Que «lujolegio» de agrupación!
Si todos los cantantes estuvieron de sobresaliente, la matrícula de honor (ya me ha salido el docente) sin duda hay que dársela a Marc Minkowski y a la orquesta. Atento, eficaz, preciso, inspirado, imaginativo, persuasivo, claro y seductor en el gesto y más con una obra que lleva en lo escénico y en lo musical tantas «diversifulancias» (la boutade, como las anteriores son mías). De la orquesta extrajo una cristalería de bohemia en los arcoíris sonoros, y un abanico de seducciones en cada uno de los momentos del relato. Por puntualizar en una actuación pletórica de momentos gloriosos, señalemos su batuta inefable en el acompañamiento del dúo de Antonia y Hoffmann, en el complejo terceto contrapuntado de Crespel, Miracle y Hoffmann. En el septimino. ¡En el relato de unos cellos de terciopelo acompañando «C’est elle! Elle sommeille!» en el acto segundo... y ¡para qué seguir! Me va a faltar papel.
Fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce / Palau de les Arts de Valencia
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