Crítica de Xavier Borja Bucar de la ópera Los cuentos de Hoffmann de Offenbach en la Royal Oper House «Covent Garden» de Londres
Offenbach y el triunfo del fracaso
Por Xavier Borja Bucar
Londres, 25-XI-2024. Royal Opera House. Jacques Offenbach: Les contes d’Hoffmann. Maria Leon (en intervención muda, Stella / Mujer de Luther / Enfermera en casa de Crespel), Olga Pudova (Olympia), Ermonela Jaho (Antonia), Marina Costa-Jackson (Giulietta), Julie Boulianne (Musa / Nicklausse), Christine Rice (Voz de la madre de Antonia / Musa), Juan Diego Flórez (Hoffmann), Alex Esposito (Lindorf / Coppélius / Dr. Miracle / Dapertutto), Vincent Ordonneau (Spalanzani), Alastair Miles (Crespel), Jeremy White (Luther), Grisha Martyrosian (Hermann / Schlémil), Christophe Montagne (Andrès / Cochenille / Frantz / Pitichinaccio), Ruan Vaughan Davies (Nathanaël). Orquesta y Coro de la Royal Opera House. Dirección musical: Antonello Manacorda. Dirección coral: William Spaulding. Dirección escénica: Damiano Michieletto.
En uno de los textos recogidos en el programa de mano, Laurence Selenick recuerda que cuando en 1881 centenares de personas murieron en el terrible incendio que devastó el Ringtheater de Viena, Richard Wagner le manifestó a su mujer que les estaba bien empleado por haber sido partícipes de una «inmoralidad», no otra que una función de Les contes d’Hoffmann que ni siquiera llegó a empezar. Ahora bien, en lo que respecta a la ópera de Jacques Offenbach, la injuria de Wagner entraña algo más que mera mezquindad. Afirma un antagonismo que gana intensidad al imponerse sobre ciertas correlaciones entre los dos músicos. Offenbach fue un estricto contemporáneo de Wagner. Nació solo seis años después que él y murió apenas tres años antes. Offenbach, prusiano de Colonia, no era menos alemán que Wagner, sajón de Leipzig. Offenbach fue, por encima de todo, un hombre de teatro, como Wagner. Sin embargo, más allá de eso, las trayectorias de ambos compositores se enfrentan hasta perfilar la imagen de una cabeza bifronte, anverso y reverso de una misma cosa: la modernidad.
Offenbach no se entregó a la pasión revolucionaria del romanticismo, ni se impuso la tarea mesiánica de imaginar un mundo nuevo que solo podía emerger tras la destrucción del viejo y la inmolación de sus dioses. Tal vez por eso, a diferencia de Wagner, no huyó de la ciudad, que adoptó como hogar y de la que hizo su medio. En París, donde Wagner solo conocería, primero, la amargura de la penuria y, andados los años, la de la incomprensión y el abucheo, el joven Jacob se convirtió en Jacques y comprendió que no podía tomarse demasiado en serio aquella imponente capital del siglo y cuanto representaba. Se olvidó del futuro, asumió la ligereza del presente y se armó de ironía para inventar o, cuanto menos, perfilar y afianzar un género que le procuraría fortuna y que habría de convertirse en la más fiel y acerada expresión de aquel tiempo urbano: mediante la aguda sátira sociopolítica de sus operetas, Offenbach no solo entretenía deliberadamente deliberadamente a las masas, sino que desvelaba –como lo había hecho Marx– la farsa detrás del Segundo Imperio.
Para Wagner, Offenbach y su renuncia a la revolución, su asunción desacomplejada de la trivialidad mundana y su compromiso con el entretenimiento popular no podían constituir otra cosa que una inmoralidad, un sacrilegio de las altas aspiraciones del arte. Por su parte, a Offenbach, Wagner no debía de parecerle algo muy distinto de lo que representaba Napoleón III, un impostor. Y en cierta medida Wagner terminaría corroborando esa impostura al culminar su revolución en un retorno a lo religioso, con el festival sacro del Parsifal, un triunfo en falso y el perfecto reverso del último empeño de Offenbach, Les contes d’Hoffmann, una representación triunfal del fracaso.
Damiano Michieletto ha entendido esa dimensión irónica y escéptica de la obra de Offenbach. Lo corrobora al final, una escena coral, cuando muestra a Hoffmann, el poeta, acompañado por la muchedumbre de sus creaciones fantasmagóricas o, mejor, entremezclado entre todos esos personajes que son fruto de su imaginación, no soberana, sino subalterna de una musa que, a fin de cuentas, se confunde sarcásticamente con la mera ebriedad. El montaje de Michieletto revela su inteligencia al tirar siempre de hilos que el propio libreto de la obra ofrece. Así, acentúa la continuidad iniciática de las tres historias que cuenta Hoffmann a sus correligionarios de la taverna de Núremberg. Lo logra Michieletto al presentar al protagonista deliberadamente envejecido en el prólogo y sobre todo al transformar, en el primer acto, la casa de Spalanzani en una escuela, a la que acude un Hoffmann con aspecto de mozalbete y vestido de corto. Ahora bien, la audacia de esa transposición a la infancia es que otorga un peso determinante al desengaño de Hoffmann frente a la autómata Olympia. Para este pequeño Hoffmann, descubrir la falsedad de Olympia no supone solo perder la inocencia, sino abismarse en el delirio de la incertidumbre y de lo siniestro. Así lo confirma el montaje, cuando al final del primer acto todos los demás compañeros escolares empiezan a gesticular como autómatas alrededor de Hoffmann. De esa forma, Michieletto justifica la radical marginalidad del Hoffmann narrador, acompañado solo de sus memorias. Ahora bien, este Hoffmann solitario no cumple otro cometido que el de contar historias para entretener a la concurrencia y valdría, entonces, preguntarse quién es el autómata. ¿Son los demás, como parecía, o es él mismo? Afortunadamente, el montaje de Michieletto logró mantener viva esa ambigüedad y lo hizo con la buena complicidad de los intérpretes.
Juan Diego Flórez asumió el rol protagónico y vale decir que lo hizo con una lujosa dignidad. Ya hace muchos años –demasiados– que el tenor peruano se ha impuesto emular a su admirado Alfredo Kraus y poner una pica en todos lugares por donde pasó el maestro. Lo que ocurre es que la voz de Flórez fue y sigue siendo la de un tenor ligero que no puede, por más que insista, hacer justicia a roles que requieren una vocalidad más lírica, más anchura de medios, como el de Hoffmann, que además de eso, tiene una considerable enjundia dramática. Con todo, Flórez cantó estupendamente, como siempre, con una voz que mantiene la frescura y un registro agudo sin mácula, pero esos lujos, en un rol como el de Hoffmann, son espurios o, cuanto menos, insuficientes. A Flórez le faltó una amplitud y una robustez vocal que sencillamente no tiene ni puede simular, por más que el director musical lo tratara entre algodones, reduciendo aquí y allá los decibelios de la orquesta para no tapar al tenor. Así, el resultado fue un Hoffmann vocalmente tan cuidado como pálido, un tanto naif, sin arrojo, y esa palidez se tradujo en el aspecto dramático. No es casualidad que su mayor credibilidad escénica coincidiera con el primer acto, donde aparecía caracterizado como escolar. Eso no quita que Flórez se esforzara en cambiar debidamente de registro en cada acto, pero su actuación no llegó a salir nunca de un plano de cierta frialdad, afortunadamente mitigada por la coherencia e intensidad dramática que sí tuvo el montaje escénico.
Un montaje escénico que privilegió a los cuatro personajes malignos –Lindorf, Coppélius, Dr. Miracle y Dapertutto– como eje dramático, cosa que supo aprovechar el bajo Alex Esposito, quien asumió los cuatro roles, lo cual es siempre un acierto escénico, pues unifica y, en consecuencia, intensifica el antagonismo frente a Hoffmann. Así, Esposito exhibió una voz de timbre noble y notable amplitud, y un canto cuidado, sin vulgaridades. Tal vez le faltó cierta rotundidad en el registro más grave, pero el bajo italiano lo suplió con una actuación escénica magnética, a la altura de la exigencia del montaje de Michieletto, que no fue poca. Espósito supo oscilar, desde lo demoníaco, entre la extravagancia, el sadismo o lo burlesco, completando la que fue la actuación más meritoria de la función.
Con las mujeres de las tres historias de Hoffmann ocurre exactamente lo contrario que con los cuatro caracteres malignos. Aunque el libreto las contemple como tres aspectos femeninos que se condensan en la figura de Stella, no hay que olvidar que esta se trata de un personaje mudo, cosa que tal vez insinúa una unidad falsa. Sea como fuere, vocalmente los de Olympia, Antonia y Giulietta son roles muy distintos y afortunadamente corrieron a cargo de tres intérpretes, aunque con desigual fortuna. Olga Pudova deslumbró en el rol de la malograda autómata con una voz de bello timbre lírico y un insultante dominio técnico. Su interpretación de «Les oiseaux dans la charmille» fue un elegante derroche de virtuosismo, con unos sobreagudos staccati de prodigiosa precisión, equivalente a la de su gesticulación de autómata. La Olympia de Pudova fue la gran sensación de la noche y el público así lo confirmó con una fervorosa ovación.
Con todo merecimiento, Ermonela Jaho ha hecho de Antonia uno de sus roles emblemáticos. La soprano albanesa hace de la necesidad virtud. Aunque no prescinda nunca de la musicalidad, ni incurra en el trazo grueso, bien es verdad que el timbre vaporoso y la emisión a veces inestable de Jaho empaña algunas de sus actuaciones en otros roles. Sin embargo, en la fragilidad de Antonia su voz encuentra el lugar adecuado, y a esa fragilidad también se ahorma la presencia escénica de la soprano, siempre entregada y, aquí, conmovedora.
Escénicamente, la Giulietta de Marina Costa-Jackson fue también un acierto, aunque, más que de la intérprete, ello fuera mérito de la propia disposición del montaje, que la presentó justificadamente con la imagen de femme fatale rubia, no por arquetípica menos sugestiva. Ahora bien, vocalmente la actuación de la soprano fue de más a menos. La estadounidense mostró una voz de amplitud considerable, con un timbre oscuro adecuado al rol, si bien con algunos sonidos graves sorprendentemente cavernosos y no precisamente bellos. En su gran intervención solista, «L’amour lui dit», abusó del trazo grueso hasta perder ostensiblemente el control en varios ascensos al agudo. Una lástima porqué esos defectos notables empañaron una actuación que prometía más.
Julie Boulianne asumió la parte del fiel acompañante de Hoffmann. En manos de una intérprete inteligente, el papel de Nicklausse es una ocasión para el lucimiento vocal y escénico. Casi siempre está en escena y, a menudo, es la voz de la sensatez y de la inteligencia. Boulianne no desaprovechó la ocasión. Con una voz de timbre cálido y proyección adecuada, la cantante supo decir con incisión y dotó al personaje de la lúcida jovialidad que requiere.
Entre la larga nómina de secundarios, vale destacar la intervención de Alastair Miles en el rol de Crespel, el sufrido padre de Antonia, escénicamente creíble, aunque con una voz un tanto ajada por la edad. También merece mención la bis cómica de Christophe Montagne, sobre todo como el maestro de danza Frantz, aunque también asumió, como es tradición, los roles de Andrès, Cochenille, Frantz y Pitichinaccio.
Desde el foso, el maestro Antonello Manacorda no logró evitar algunos desajustes importantes entre la orquesta y el coro, en el prólogo y, sobre todo, en la célebre barcarola del tercer acto. Por lo demás, el director italiano completó una interpretación que no fue mucho más allá de la corrección y que quizás se ocupó más de cuidar a los cantantes –en especial a Flórez– que de imprimir una verdadera coherencia dramática al conjunto de la obra. Con todo, nada impidió que la obra de Offenbach –fascinante también en su carácter frankensteiniano, como he dicho en alguna ocasión anterior alcanzara otra vez el triunfo del fracaso.
Fotos: ROH Covent Garden
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