Por Alejandro Martínez
Con motivo de su participación en La traviata del Teatro Real, publicamos por primera vez en abierto la polémica entrevista realizada en su día a Leo Nucci. En ella, el barítono italiano habla sobre su trayectoria y variados asuntos de la actualidad operística. Nos encontramos ante un hombre dispuesto a hablar sin pelos en la lengua, con una seguridad en sí mismo que incluso puede llegar a ser excesiva en determinados momentos.
Rigoletto es el rol que ha interpretado en más ocasiones.
Sí, son 500 Rigolettos tras las funciones de abril, en Viena. Cuando hablo de 500 me refiero a las funciones oficiales, las escenificadas ante el púbico. Habría que sumar la cantidad de ensayos generales. En Sevilla, por ejemplo, hicimos un gran ensayo general, con bis incluido.
¿Qué hay en su Rigoletto que no esté en los demás?
(Se detiene por unos segundos, pensativo) Ah, es una pregunta interesante… Quizá tendríamos que preguntarle al público. Para mí no es fácil juzgar mi propio trabajo. Pero algo sí es seguro: siempre que canto, en recital, al final de la noche el primer bis es Rigoletto. La gente espera el “Cortigiani”, porque es una de las páginas más difíciles que se puedan cantar. Cuando debuté Rigoletto tenía 31 años y desde entonces vive conmigo, está en mi garganta, es parte de mi. Y creo que ha llegado un punto en el que me he mimetizado con él, quizá no tanto en un plano vocal, pero sobre todo en una dimensión teatral. No se si mi voz es la adecuada y justa para Rigoletto. Pero sí sé que para mí no supone una dificultad vocal. El único reto es dramático.
¿Diría que la voz del llamado barítono verdiano está ahora mismo en crisis?
Tal cosa, la idea del “barítono verdiano” no es más que una invención de algunos críticos. Déjeme decirle algo: no sé que significa tener una “voz verdiana”. Durante dos años he sido el presidente del concurso verdiano de Busetto y siempre se aludía a lo mismo allí cuando un cantante no gustaba: no tiene una voz verdiana. ¿Pero de qué estamos hablando? Pensemos en los tenores: ¿hace falta la misma voz verdina para cantar Alfredo, Duque de Mantua… y Otello? Es evidente que no. ¿Y con las sopranos? ¿La misma voz para Gilda, Leonora y Lady Macbeth? Desde luego que no. Verdi no escribió nunca para el mismo tipo de barítono. Fue con él, es cierto, con quien se desarrolló el protagonismo del barítono como papel principal. Y en muchas ocasiones es cierto que Verdi busca un cierto color, el propio de un padre (Foscari) o de un hombre con experiencia (Boccanegra). Pero no siempre es así. El Conde de Luna, por ejemplo, canta todo el primer acto en una tesitura que es prácticamente de tenor. Y por eso he renunciado ahora mismo a cantar este papel en la Scala. Puedo cantar el aria que todo el mundo espera, pero no puedo cantar el papel entero haciéndole justicia. Hablamos del terceto del primer acto, de los dúos posteriores. La historia pide un barítono joven, una voz clara, aguda. Tampoco Iago y Ford son voces típicas dentro del barítono-padre que a veces busca Verdi. Es importante fijarse, históricamente, en las voces que han cantado Verdi. Pensemos en Stracciari, mi casi paisano. Gran Germont, Iago, Amonasro… O Giuseppe de Luca, o Carlo Galeffi. Son todas ellas voces claras. ¡El Rigoletto de Galeffi suena casi como un tenor! Esto es fundamental para darse cuenta de una cosa que Verdi dijo constantemente: busco la palabra escénica, decía. Esto quiere decir que los cantantes deben ser actores que cantan, y no al revés. Después de tantos años estudiando sus partituras, yo lo veo así también. De otro modo no me explicaría el éxito que tengo. Hoy tengo un gran éxito, todavía con mi edad, por mi interpretación. Piense por ejemplo en Traviata, que es la ópera más conocida y una de las más complejas de Verdi, no es Bellini ni Wagner, es teatro puro y duro. Y para sostenerlo hay que saber resaltar cada palabra. “Di Provenza” mismo es un aria en la que todo el mundo naufraga, porque todos los barítonos la afrontan pensando en la voz antes que en la palabra. Y hay que empezar siempre por la palabra.
¿Diría que su éxito es entonces más teatral que vocal?
Yo he sido siempre un afortunado. Ian Hollender, el que fuera tantos años intendente de Viena, se refería siempre al la bemol de “Nucciano”. Y es que siempre he tenido una voz con facilidad en la tesitura aguda. Pero creo que mi éxito ha tenido que ver, sobre todo, con mi desempeño teatral. Soy un cantante de los que convencen más en teatro que en disco. De otro modo no me explicaría cómo es posible que todos los espectadores que vienen al teatro se emocionen y sientan algo especial en cada función. Me dicen que canto mejor ahora que hace veinte años. No creo que sea así, exactamente. La voz no es la misma, aunque se mantiene en forma. Lo que he conseguido adquirir con el tiempo es el fraseo, el trabajo con la palabra.
Entonces, ¿cuál es el papel de la pura voz, del timbre, y así como el de la técnica?
Creo que es un error repetido juzgar a los cantantes por su voz y no por su capacidad para articular el texto y hacerlo vibrar. La ópera nació desde el teatro, como “melodramma in musica”. Esto es: un recitar cantando. No se canta para recitar un libreto, sino al revés. Por supuesto, me refiero a la ópera italiana, al melodrama italiano del XIX. Luego vinieron otras innovaciones en el género, la concepción wagneriana de la ópera, etc. Y es estupendo, pero eso es otro mundo. La ópera italiana, la ópera latina, viene del teatro y del carnaval. Es un género popular. No se puede pretender intelectualizar el melodrama italiano. Todos los autores que lo han intentado han fracasado.
¿Por ejemplo?
Tantos… Algunos incluso contemporáneos de Verdi, como Mercadante. ¿Cuántos autores de ópera italianos del siglo XIX han pasado a la historia? Cinco o seis, los cinco o seis más pegados a la vida cotidiana, a la gente, a su modo de expresarse y de vivir. Pensemos en dos óperas que se representan casi siempre juntas, Cavalleria y Pagliacci. De las dos, la que suele llevarse el éxito es Pagliacci. Cavalleria es maravillosa. Tiene una música increíble. Y sin embargo Pagliacci consigue llegar más al público, a pesar de tener una música menos inspirada. Cavalleria tiene páginas sublimes que no están en Pagliacci, donde sin embargo está el teatro más puro, más próximo al origen de la ópera italiana. Lo mismo sucede si vamos a las óperas de Il Trittico de Puccini. De las tres, la que menos éxito tiene, las más compleja e intelectual, es Il Tabarro. El teatro italiano está más próximo a Gianni Schicchi, sin lugar a dudas. Mire: la ópera italiana tiene Elisir d´amore y la ópera alemana tiene Tristán. Les separan treinta años y al fin y al cabo las dos nos hablan de lo mismo, pero la primera lo hace de un modo cercano y hasta divertido, mientras que la segunda lo hace de un modo dramático e intelectual. Tristán, ya sabemos, comienza su preludio con ese acorde que de algún modo decide que toda la música posterior será disonante, etc, etc. Pero no se engañe: eso no tiene más explicación que la presencia de un protagonista, Tristán, que es un esquizofrénico. ¡Por eso la disonancia! Y el mismo argumento, idéntico, llevado a Italia se resuelve con simpatía, con desenfado. Mire, hemos cambiado de Papa hace poco. El papa Ratzinger era extraordinario, un teólogo formidable, pero no se entendía nada en sus homilías. Todo lo contrario con el Papa Francisco: sencillez, comunicación. Es otro mundo. No hace falta tanta filosofía, tanta intelectualidad. Estoy un poco loco, lo se, pero así veo las cosas.
¿Y qué hay de la técnica vocal? ¿Hace falta un enfoque específico en la técnica para acercarse a Verdi?
Mire, he escuchado tantas tonterías hablando de técnica. No entiendo casi nada de lo que escucho. La técnica se ha convertido hoy en un negocio. Las voces de ópera deben hacerse escuchar en un teatro, no en una sala. Esto es: proyección, proyección y proyección. No se puede cantar con el sonido en la boca, tiene que estar mucho adelante y arriba para llenar una sala. Y hay que cantar con la voz que uno tiene, con la voz natural, y en el repertorio propio para esa voz. Sólo así se consigue cantar tantos años sin fatigarse. Tengo 72 años y fue con 51 cuando debuté como Nabucco; tenía 48 cuando canté mi primer Macbeth. Y no hay que ser un superhombre para hacerlo, pero cantar es difícil. Y somos muchos los que demostramos que se puede hacer durante años y años si se hacen las cosas bien. Y con la técnica se han dicho muchas tonterías. Me enfado con este asunto… Verá, yo jamás he sido alumno de tal o de cual cantante, jamás busqué que tal o cual cantante o maestro me escuchase y me diese consejos. El único, hace tantísimos años ya, fue Filippeschi, para quien canté en 1963. Desde ese momento, me presenté a concursos y los gané todos. Y jamás he estado en un otorrinolaringólogo. Nunca. Soy un milagro, si no no me lo explico. Yo soy creyente y créame que doy gracias por este don. Me buscan los otorrinolaringólogos para ver cómo funciona mi voz, porque no es normal. Cuando los cantantes van a sus consultas con tal o cual patología, con alguna irritación, con molestias… no tienen un problema físico; tienen un problema psicológico. Jamás he consentido recibir una inyección de cortisona para cantar. Y esto es demasiado habitual, créame. Y no es porque las voces no resistan ahora como antes. Es por una cuestión psicológica, mental, por una confusión enorme con eso que llaman técnica y que muchos no consiguen entender que parte de algo tan elemental como la palabra. He tenido la enorme fortuna de cantar con grandísimos cantantes del pasado. Y de grandes como Kraus, Bergonzi, Taddei, Panerai, Pavarotti, Plácido… de todos ellos he aprendido una cosa: se canta sobre la palabra. El gran Kraus era un técnico exquisito, pero fíjese en cómo pronuncia, en cómo dice el texto, todo está al servicio de eso. Y ahora no, ahora tantos cantantes con esa manía de cambiar las vocales y emitir una a donde está escrita una e, sólo porque suponen encontrar un mejor sonido en el agudo. Tonterías. ¡Si un compositor ha escrito un agudo en una vocal hay que hacerla! Antes se estudiaba con el solfeo cantado, cosa que ya no se hace. Hace unos días pude asistir al concierto de una joven violinista, y hablando con ella me dijo algo muy importante: su maestro le había enseñado a cantar los pasajes escritos en la partitura antes de ejecutarlos; a buscar el fraseo con la voz antes de ir al instrumento. ¡Todavía más con la ópera! No son sonidos, son expresiones, sentimientos, el texto ante todo. Qué importa dar o no dar una nota aquí o allá… Dos grandísimos colegas, no diré los nombres, seguramente mucho más grandes cantantes que yo, me preguntaron un día cómo podía sostener ese fiato tan extenso y bromeando les dije que, simplemente, respiro (ríe). Verá, es ridículo lo que se escucha a veces a algunos colegas vocalizando en camerinos. Qué obsesión con buscar una voz grande y artificial. Le podría hacer un listado enorme de grandísimos cantantes, dotados con grandes voces y con gran fraseo, que no han sido capaces de llegar a los cincuenta años de edad con una carrera en activo. Se han echado a perder tantos y tantos por intentar cantar con una voz que no tenían… Empecé a estudiar canto en el 57 y durante seis años sólo hice vocalizaciones, para colocar la voz adelante, donde debe de estar. Se dice que también Gigli comenzó así, con años y años de vocalización. Antes se enseñaba así. Y ahora se improvisan los maestros de cantos. La locura absoluta son los agentes ejerciendo de maestros de canto. ¡¿Estamos locos?! Cualquiera dice tonterías y escribe un libro de canto. Cantar es lo más fácil y lo más difícil del mundo. El estudio no tiene que estar encaminado a construir algo que no está ahí, en la propia naturaleza; el estudio consiste precisamente en encontrar y pulir el instrumento que llevamos incorporado en nuestro cuerpo. La técnica no es un artificio; se estudia canto para encontrar la verdad vocal que hay en nosotros.
Su carrera comenzó cuando estaba en plenitud la trayectoria de grandes barítonos verdianos como Cappuccilli o Bruson.
No, no, mi carrera comenzó incluso antes, cuando todavía cantaban los Gobbi y compañía. Renato [Bruson] tiene seis o siete años más que yo, y llevaba unos años ya cantando cuando yo empecé, pero no tantos como Piero [Cappuccilli], que tenía dieciséis años más que yo. Renato debutó en Spoletto en el 61 o 62 y yo en el 67. Un grandísimo barítono, Renato. Y qué decir de Piero… Pero hágase cargo de que cuando yo empecé todavía cantaban Tagliabue, Protti, Silveri, Gobbi, Taddei, Panerai, y grandes como MacNeil, Milnes o Glossop fuera de Italia. Había cincuenta cañones de barítonos. El enorme Bastianini murió poco antes de que yo debutase. Era otra época, un delirio comparado con el presente.
¿Y quién fue un referente para usted, de todos ellos?
Yo siempre fui un gran seguidor de la ópera y las grabaciones antiguas, al margen de ser cantante. Tuve una gran amistad con Cappuccilli, Taddei o Panerai. Pero entre mis referentes del pasado, y lo digo con gran serenidad porque todavía lo escucho, destacaría a Stracciari, De Luca y Battistini, éste último el más grande por su fraseo. Todos ellos voces claras, luminosas, naturales… ejemplos a seguir. Stracciari era un monstruo, con el mismo repertorio que he hecho yo. También me he fijado mucho en Galeffi, otra voz clara, natural, a la antigua, siempre con el canto sostenido sobre la palabra. Cuando me pidieron cantar Scarpia a la Scala, habiendo hecho ya el disco con Aragall y Solti, quisimos que fuese lo más parecido a cómo lo había concebido Toscanini. No olvidemos que Toscanini había conocido a Verdi y a Puccini. Tanto Iago como Scarpia se concibieron para voces como la de Mariano Stabile, que era casi un tenor.
¿Tiene una opinión formada sobre la incursión de Plácido Domingo en papeles de barítono verdiano?
Plácido es un artista tal que puede cantar lo que quiera. Y hemos hablado entre nosotros sobre esta cuestión alguna vez. A Plácido hay que escucharlo en un teatro para disipar las dudas. Es evidente que su voz es la de un tenor. Nunca va a tener la voz de un barítono, siquiera el color de un barítono claro. Si vamos a escuchar a Plácido tendremos que esperar de él una teatralidad sin igual, un gran artista con cincuenta años de carrera que hablan por sí solos. Él ha hecho una decisión artística y va adelante con ella. Incluso me preguntó por qué no había cantado todos los roles para barítono escritos por Verdi. Yo he cantado 22 roles de Verdi de 19 óperas distintas. Y los que no he cantado es porque no me han interesado; no busco ningún récord. Ahora, cuando he cancelado el Conde de Luna en la Scala, he dicho claramente por qué lo hacía: no creo estar a la altura, es un papel que pide algo distinto de lo que puedo ofrecer ahora. No me parece justo cantar algo a lo que no puedo servir como es debido. Nadie debería ir a escuchar a Plácido buscando a un verdadero barítono verdiano, sino a un gran artista. Buscar la confrontación sobre lo auténtico o no de su voz baritonal, no tiene sentido. Es una decisión también del público que decide seguirle y respaldarle en esa opción. En unos meses nos volveremos a encontrar en Milán, para Boccanegra. Cada uno hará sus funciones, con su personalidad, y sin confrontación alguna. En Londres hicimos los dos Nabucco. Y tengo una cosa clara: con esa extraña producción de Nabucco tuve un gran éxito en la Scala y lo volví a tener en Londres. Yo estoy siempre muy atento a las críticas, también a las negativas, porque señalan siempre algo de lo que se puede aprender. Y el crítico del Times escribió algo así como que “Nucci nel suo caminare nel duetto sembraba il Re Lear”. No han dicho que parecía Titta Ruffo, sino el Rey Lear. Y el maestro Luisotti, que creo que ha dirigido también varias veces a Plácido, dijo que Nucci no cantaba Nabucco, sino que “era” Nabucco. Eso es lo que me importa, el personaje; amo el teatro. La ópera es el espectáculo más cretino y estúpido que existe. Sus costes son una locura, pero ningún espectáculo puede provocar los sentimientos que la ópera consigue llevar al espectador. A la prosa le falta la música, al ballet le falta la palabra. La ópera lo tiene todo, junto y al mismo tiempo, formando un todo. Y el público debería acudir al teatro no sólo para escuchar una nota aguda sino para sentir un personaje y vivir sus
Hizo unas polémicas declaraciones en las que daba a entender que podía llevarse a cabo una gran representación operística por apenas 50.000 euros.
Lo sostengo, desde luego. Quizá no 50.000, pero sí 70.000. La idea que quería transmitir es que tenemos que hacer una elección. ¿Queremos un espectáculo a mayor gloria de tal o cual regista? ¿Queremos un espectáculo con gran derroche de medios y espectacular escenografía? ¿O queremos la verdad del teatro, del drama, pegado al compositor ha escrito? Verdi dejó consignada la mise en scène de sus obras. ¿Y por qué? Porque tenía muy claro que la dramaturgia en la ópera es la suma de todo. Es obsceno encontrarse una producción que cuesta dos millones de euros y que no hace justicia a las indicaciones del compositor. Y por cierto, ¡qué obsesión con trasladar todas las óperas al siglo XIX! Todos vestidos como si estuviésemos en 1870. Pero, ¿para qué? ¿Qué aporta eso? Nada. Absolutamente nada. Y ¿cuánto cuesta? Demasiado. Hay que escoger y priorizar a qué se dedica el presupuesto.
¿Y no cree que también los cachés de los cantantes deberían ajustarse?
Yo le puedo decir, muy serenamente, que he dejado orden a mi agente de bajar mi caché en los últimos años. Todos los profesionales lo hemos tenido que hacer, por supuesto. O casi todos, porque hay batutas, directores de orquesta, ligados a discográficas fuertes casi siempre, que reciben unos honorarios absolutamente desproporcionados y excesivos. ¿Cómo puede ser que un director se embolse 70.000 € por dirigir La traviata? ¡Pero estamos locos! Luego hay directores de orquesta menos mediáticos, bravos concertadores, y se conforman con darles cinco o seis mil euros. No tengo problema en dar a conocer mi caché y tampoco he tenido problema en hacer funciones benéficas a coste cero. Por supuesto. Y luego hay otro asunto importante: no es lo mismo derrochar dinero público que dinero privado. Hay un exceso de business en la ópera y estamos descuidando el teatro, la naturaleza de nuestro trabajo y toda una serie de cosas prioritarias ayer y que hoy ya no lo son. De mí se podrán decir muchas cosas, pero jamás que no cuido y respeto el trabajo que hago. Me podrán decir que a veces soy un showman, y lo admito. Pero cuando hago el show, el bis o el tris, lo hago delante de la cortina, no sobre el escenario, porque son cosas distintas y deben separarse. El público hace sacrificios para poder venir al teatro y cuando biso no busco otra cosa que agradecerles de algún modo ese esfuerzo.
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