Por Alejandro Martínez
08/03/2014. Viena. Theater an der Wien. Mozart: Le nozze di Figaro. A. Schuen, M. Eriksmoen, B. Skovhus, Ch. Schäfer, E. Kulman, I. Raimondi, Ch. Gansch, P. Kálmán, M. Peter, Concentus Musicus Wien. Dir. musical. Nikolaus Harnoncourt
Nada más atacar la obertura de Las bodas Fígaro el oyente se sumerge en otro mundo, el de la música sublime, inefable, el de la comunicación universal que no conoce ni espacio ni tiempo. Puede que estemos ante la mejor partitura de la historia de la ópera. Palabras pomposas quizás, pero que dan cuenta de un hecho: la inquebrantable vigencia de la música más genial, como es siempre el caso de las partituras de Mozart. Todavía más cuando se escuchan bajo la batuta de un genio como Harnoncourt. El genial director austriaco decidió encerrarse con su orquesta y con un equipo de cantantes, algunos más jóvenes y dúctiles y otros con más oficio y aprendido estilo, para recrear en un solo mes y por dos veces, la trilogía Da Ponte de Mozart. Por desgracia no se han representado seguidas, al modo de las jornadas del Anillo wagneriano, por lo que sólo tendremos ocasión de acercarnos a uno de estos tres títulos. Antes de la función, pudimos ver los vídeos de los ensayos en una sala habilitada a tal efecto y volvimos a comprobar ese fascinante personaje que es Harnoncourt, desbordante de expresividad, derrochando siempre una pasión sin fisuras por estas partituras. Los cantantes, entre boquiabiertos y fascinados, parecían conscientes de estar recibiendo una gigantesca lección magistral. Pocos son los afortunados que pueden gozar del regalo de preparar estas tres partituras con Harnoncourt, que las conoce al dedillo desde hace décadas.
La solución escogida no es exactamente la de una mera representación en concierto. Comenzando por la disposición de la orquesta, que no se sitúa semi-escondida en el foso, sino que se dispone a la misma altura que el patio de butacas, debajo de la boca del escenario. Además, en escena se dispone una somerísima escenografía (tres paredes con retratos de los personajes/cantantes), un levísimo atrezzo (apenas unas sillas) y un mínimo vestuario (cada personaje queda así mínimamente caracterizado, más allá de las convenciones de una gala en concierto). La solución en conjunto nos pareció bien lograda porque permitía una comunicación teatral muy natural entre los intérpretes, aunque no hubiera una concepción escénica de conjunto como tal. No nos encontramos pues ante una versión escenificada pero tampoco ante una versión en concierto en su más estricta expresión. Seguramente esta opción no nos hubiera convencido tanto de no tratarse de Mozart, un autor donde como nunca antes había sucedido, el texto y la música, la escena y el foso, se funden para ser una misma cosa. La reforma iniciada con Gluck llegó a su máxima expresión en este sentido con la trilogía Da Ponte, precisamente un conjunto de obras donde el enredo teatral, amalgamado con el desarrollo de temas y melodías, permitió ahondar en la consideración dramática de los personajes como nunca antes, sobrepasando convenciones y arquetipos y ofreciendo al espectador la sensación de asistir no a la representación fingida de un drama sino a una ejecución preñada de verdad, donde no hace falta aproximar la verosimilitud, porque gracias a esa música ya estamos más allá de ella. Sólo así se explica que pueda hacerse creíble el enredo de puertas y estancias del primer acto sin que ante nuestros ojos nadie se esconda de hecho detrás de puerta alguna.