Crítica de Pedro J. Lapeña Rey del recital del pianista Nikolai Lugansky en el Konzerthaus de Viena
Para enmarcar
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena, 30-I-2023. Sala Mozart del Konzerthaus. Nikolai Lugansky, piano. Variaciones en do menor sobre un tema de Chopin, op. 22; Etudes-tableaux op. 33; Sonata nº 1 en re menor, op. 28” de Sergei Rachmaninov.
Parece que fue ayer cuando por primera vez vi entrar en escena a Nikolai Lugansky y sin embargo dentro de poco hará 25 años. Fue una tarde de noviembre de 1999 cuando acompañaba a Mihail Pletnev y su Orquesta Nacional Rusa con el complejísimo Concierto para piano de Alexander Scriabin. De gesto serio y apariencia austera, su postura al caminar y al sentarse al piano era de una evidente verticalidad. Sin embargo sobre el piano apareció un volcán con unos medios técnicos sobresalientes, un poderío granítico y un sonido redondo y brillante que le permitió solventar la obra sin el mas mínimo problema. Desde entonces, varios recitales en Madrid -bien en solitario bien acompañando a violinistas como Vadim Repim o Leonidas Kavakos- y como solista en diversos conciertos, el pianista ruso nos ha seguido confirmando que aquello no fue pasajero, y que a aquellos medios técnicos de antaño se le ha ido sumando una musicalidad natural y un control de la articulación que gana con los años. A pesar de que sigue cosechando éxitos por donde va, sigue manteniendo esta imagen de persona tranquila, sobria y muy natural, características de anti divo que sin duda cultivó con su maestra Tatiana Nikolayeva. Ésta le condujo a Rachmaninov, y con su música nos ha dado alguna de sus mejores actuaciones, no solo con sus conciertos segundo y tercero -obras que el moscovita ha paseado por todo el orbe- sino con sus complejísimas obras para piano solo.
El Sr. Lugansky nos planteó un recital que abarca los años mas brillantes del Rachmaninov compositor, de 1902 a 1911. Tuvimos todos tipo de obras: variaciones -uno de los mundos donde mas disfrutaba-, formas grande -su primera sonata- y formas pequeñas -si es que se puede llamar pequeños a los Etudes-tableaux. Todo un abanico que hizo las delicias de los aficionados.
Rachmaninov compuso las Variaciones en do menor sobre un tema de Chopin op. 22 durante uno de los periodos mas felices de su vida. Joven y lleno de energía, el enorme éxito que supuso su segundo concierto para piano, op. 18 alejó definitivamente todos sus miedos del pasado. Las obras de este periodo, como la Sonata para violonchelo o la Suite para dos pianos nº 2, desbordan energía y optimismo. En las variaciones, Rachmaninov vuelve a Chopin y Nikolai Luganky se zambulle en ellas nos captando la sublime música que el ruso hizo con el tema del Preludio en do menor, el nº 20 del polaco. La versión de Lugansky fue brillante, de gran colorido. La exposición del tema fue transparente, perfectamente articulada. Con las primeras variaciones, donde Rachmaninov tuvo tan presente a Beethoven, Lugansky fue desarrollando un discurso cada vez mas imponente. El lirismo de la sexta o toda esa parte central que va desde la undécima a la decimoctava fueron muy expresivas, cantábiles, plenas de un romanticismo arrebatador pero siempre controlado, dentro de un orden, sin perder los estribos. Sin darnos cuenta, nos introdujo en las últimas variaciones con sus danzas folclóricas -el trepak, el vals o la polonesa final- en las que sacó a relucir su vena mas alegre y virtuosa, su excelente control de ritmos y su enorme brillantez técnica. El público respondió de primera, y ya se oyeron los primeros bravos.
De inmediato, sin darnos tiempo a reposar, se metió de lleno con la primera colección de los Etudes-Tableaux, la op.33. Escritos en 1911, Rachmaninov nos muestra una colección de pequeñas piezas claras, brillantes y muy variadas, en las que “pinta” diversas imágenes y se recrea en ellas, jugando sobre todo con las texturas y las sonoridades del piano, todo ello dentro de su difícil lenguaje. Lugansky sacó a relucir su paleta de colores y su vena mas poética. Comenzó marcando la marcha estridente del primer Etude en fa menor con poderío y con un absoluto control de las complejas síncopas, que derivó en un paisaje casi tétrico. El contraste fue evidente con el segundo, brillante y luminoso, que Lugansky cantó más que tocó. Precioso y colorista, Lugansky desplegó en el cuarto en re menor un sonido pulcro, bellísimo, muy sentido. Tuvimos brillantez, alegría y jolgorio en el sexto, La Feria, y lirismo, emotividad y un punto de amargura en el séptimo. Lugansky dejó lo mejor para el final, el espeluznante estudio en do sostenido menor, una de sus tonalidades favoritos cuando quería expresar mundos tormentosos complejos. Hubo brillantez e intensidad, todo un ciclón impetuoso que salía de sus manos de manera natural, diríamos que fácil si no supiéramos lo que hay que tocar, y donde denotamos un esbozo de sonrisa que nos mostraba lo contento que estaba con su actuación. Al terminar ya no fueron algunos bravos sino muchos bravos los que le aclamaron. Con esa sensación de triunfo nos fuimos al descanso.
A la vuelta, nos esperaba la primera sonata. Rachmaninov la compuso en 1908 en Dresde, donde se había refugiado tras el fracaso de su primera sinfonía. La obra tiene un fuerte contenido programático en el mito del Fausto de Goethe. Lugansky, que también ha redactado unas excelentes notas en el programa de mano, nos cuenta que al igual que Schumann, Liszt o Mahler, Rachmaninov también se inspiró en él, relacionando las tres partes de la sonata con las figuras de Fausto -Allegro moderato-, de Gretchen -Lento- y de la Noche de Walpurgis. Lugansky fue un torbellino. Acordes, escalas, fraseando cada uno de los temas con un control tremendo de la articulación y del pedal, desplegó aquí su encomiable facilidad para las grandes formas, su ajustado sentido de construcción. Si brillante fue la primera parte, en la segunda nos ganó con su manera de sentir las complejas líneas melódicas y de perfilar las diversas voces superpuestas sin perder un ápice de expresividad. La última, volcánica, estremecedora, con unos dies irae imponentes, con acordes catedralicios fue el perfecto colofón de esta compleja sonata con la que el ruso puso en pie a toda la Sala Mozart que le aclamó y vitoreó de manera unánime.
Lugansky, como ya hemos dicho antes, ejerció una vez mas de anti-divo. Saludó en tres ocasiones hasta que se sentó de nuevo al piano para unir a Rachmaninov con Bach, en lo que pudimos entrever como un guiño a su maestra Nicolayeva. En primer lugar la Gavota y en tercero el Preludio de la tercera partita para violín, en arreglos del propio Rachmaninov. ¡Qué bien suena Bach en el piano! ¿Quién puede dudar lo que le gustaría escucharse en un instrumento como este si hubiera dispuesto de él? Lugansky, con una pulsación cristalina y un control del ritmo exquisito bordó ambas obras sin el mas mínimo atisbo de excesos. Pura música. Puro Bach. Entre medias, una obra poco habitual, el Esbozo oriental de 1917. Un recital para enmarcar y que será imposible de olvidar.
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