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CRÍTICA:'NEUE SZENEN', NUEVAS VOCES EN LA DEUTSCHE OPER DE BERLÍN. Por Marina Hervás Muñoz

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Autor: Marina Hervás Muñoz
21 de abril de 2013
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      El pasado lunes ocho de abril se estrenaba el conjunto de tres óperas bajo el título de «Neue Szenen» en la sala Tischlerei  de la Deutsche Oper de Berlín. No obstante, la representación que comentaremos es la segunda, la del día 11. A parte ha habido dos más: el miércoles 17 y el jueves 18 de abril.
      Neue Szenen es una propuesta que surge de la colaboración entre el Conservatorio Hanns Eisler de Berlín y la Deutsche Oper y que muestra el resultado del trabajo de tres jóvenes compositores tras la elección de su proyecto por parte de un tribunal creado ad hoc. La información completa sobre el concurso puede leerse en alemán en la página de la Deutsche Oper aunque, básicamente, consistía en elaborar una ópera para máximo cinco voces y 18 instrumentistas (invariables) basándose en un texto elaborado por Christoph Nuβbaumeder.
      Éste siguió, a su vez, textos de Anna Politkowskaja, la periodista ruso-estadounidense luchadora por los derechos civiles y opuesta al gobierno de Putin, que fue asesinada en 2006. En julio de 2012 se dio el fallo del jurado a favor de Evan Gardner, Stefan Johannes Hanke y Leh Muir. Todos los músicos, así como los diseñadores de la escenografía, son alumnos de la Hanns Eisler. Cabe remarcarlo, ya que el nivel de la interpretación fue magistral.
      La primera ópera del conjunto, «Die Unterhändlerin» de Gardner, fue, quizá, la más potente de todas ellas. Musicalmente presentó materiales muy ricos, ya que mezcló desde la electroacústica hasta las técnicas más clásicas, como la fanfarria de los vientos y la percusión. En general, se trató de buscar qué efectos pueden generar los diferentes instrumentos. Si tuviese que clasificarla de alguna manera, aquella era la música del des-concierto. No se podía prever en modo alguno cómo iba a continuar: eso generaba una tensión enorme, algo muy propio dada la temática de los textos. Este proceso de generación de discontinuidades venía generado por la ruptura del componente melódico. Sólo en contadas ocasiones podría hablarse de melodía y, de manera muy abstracta, de una suerte de monodia acompañada entre voz e instrumentos. Eso generó que, en ocasiones, la música instrumental quedara relegada a algo así como notas al pie de lo cantado.
      En esta pieza participaron Sonja Bisgiel (soprano), Zoe Kissa y Katharina Thomas (mezzosopranos), Georg Bochow (contratenor) y Robert Elibay-Hartog (bajo). Todos destacaron, especialmente, por un trabajo muy profundo de la voz sin coloratura clásica, algo muy de agradecer en piezas de este corte: es un respeto por el estilo, ya hace muchos años alejado de esta técnica. Por ejemplo, se incluyeron prácticas del estilo de Fátima Miranda, en un momento en que Thomas llevó el peso de la percusión gracias a diferentes patrones de entrecortamiento de su respiración a través de un megáfono. Asimismo, a nivel teatral fueron impecables, incluso asumiendo las dificultades interpretativas que exigía la representación de esta propuesta. Al mismo tiempo en que se interpretaba sobre el escenario, una cámara digital proyectaba primeros planos de los cantantes que se proyectaba en seis televisores situados en dos extremos de la sala. De esta manera, el esfuerzo por la expresión facial era mucho más exigente que en cualquier otra obra. En ocasiones, incluso, las cámaras apuntaban al público y a los cantantes al mismo tiempo: la claustrofobia era, por ello, palpable. Fue muy interesante, igualmente, el juego acústico.
      Los cantantes se movían entre las gradas del público y el escenario, y a veces se sumaban las voces de las mezzosoprano desde dos pedestales a ambos lados de la sala, lo que generaba una sensación de esterofonía. Destacan del conjunto especialmente las dos voces masculinas y, en concreto, el contratenor. Posee un color de voz muy personal y delicado que, en esta pieza, suponía un contraste abismal con su personaje: no es baladí que el militar-terrorista posea, precisamente, voz de contratenor. Siguiendo las prescripciones de la ópera clásica, las voces agudas correspondían a la falta de autoridad, a la juventud, a los personajes cómicos, etc. Es una forma política e irónica de poner en música la opinión del compositor sobre el cuerpo militar o un ejemplo magistral de cómo musicar la guerra.
      La segunda ópera, «It will be the rain tonight», de Hanke, fue la más propuesta menos novedosa, algo que quizá se vio aún más acentuado por su inevitable comparación con la primera. La utilización de la orquesta pasó del tratamiento de carácter efectista, como habíamos señalado, a patrones más canónicos, un trabajo mucho más claramente melódico y un protagonismo más destacado de la orquesta, lo que nos aproxima a la ópera tradicional. Uno de los puntos más destacados fue su trabajo de la cuerda, aunque no pudo brillar demasiado: siempre estaba por encima, a nivel cualitativo, los vientos.  No obstante, a nivel vocal fue de lo más renovador y complejo, especialmente en los papeles de Yuriko Ozaki y Katharina Morfa, que interpretaban a dos demonios. Eran una sombra que no se despegaba de Frau A., interpretada por Bettina Gfeller: juntas formaban una triada verdaderamente infernal gracias a un minucioso trabajo de contrapunto entre ellas. Ellas tenían que mostrar el horror que suponía para la protagonista darse cuenta de que va a morir. Los personajes de Lars Iva Nordal, que interpretaba a Romeo y Enrico Wenzel, que hacía de funcionario, casi no tenían participación, lo cual generaba un desequilibrio patente entre personajes que no lograba justificarse dentro del hilo conductor de la historia. Por eso, tampoco es fácil analizar sus cualidades: fueron una mera anécdota que emborronaba, en cierto modo, la aparición de los personajes femeninos.
       La tercera ópera, «Wie man findet, was man nicht sucht» ("Se encuentra lo que no se busca"), de Leah Muir, fue brillante en cuanto a la puesta en escena, lo cual contrastaba con la música, que no siempre estuvo estar a la altura. En el escenario se podía ver un cubo de dimensiones muy considerables que pendía del techo, donde se proyectaban diferentes vídeos, mientras discurría la acción teatral. Al igual que la segunda pieza, no había historia, pero tampoco un mero discurrir. Se fueron explorando en estas pieza diferentes experiencias, como la humillación, el egocentrismo o la indiferencia. No en vano el objeto de Muir era poner en música la impotencia de Polikowskaja cuando llegaban a la redacción diferentes miembros del gobiernos alemán a informarse sobre la situación de Rusia y, pese a toda la información recibida, nada cambiaba en ellos. Sus concepciones previas se mantenían intactas: se cumplía la mera diplomacia sin que ello generase ningún impacto entre ambos países. Si bien la propuesta podría haber sido la más potente, cayó en ese mal dictum que no siempre se tiene en cuenta: quien mucho abarca poco aprieta. Y así fue. Se percibía una música fragmentada aunque con pretensión de unidad, voces que no terminaban de empastar y un trabajo orquestal mejorable. Las estrellas que más brillaron en aquella constelación fueron las dos sopranos, Hrund Osk Anadottir y Lea Trommenschlager, tanto vocal como interpretativamente. Unas voces pulidas y con un paleta de colores que no pudo desplegarse como nos hubiera gustado, dadas las características de la pieza. De la misma manera que en la segunda, los personajes masculinos no tuvieron un protagonismo significativo: Jiwon Choi, Thausen Rusch y Wonyong Kang fueron notas al pie de Anadottir, cuyo contrapeso era el actor Felix Thiessen.
      En cualquier caso, ésta es una muestra del buen estado de salud de las iniciativas que abogan por las nuevas propuestas en el mundo de la ópera. La losa que cargan la mayoría de salas en nuestro país es el miedo a no llenar y perder público: los conciertos a riesgo cero ponen en una situación muy precaria a las nuevas voces que tratan de alzarse entre bambalinas. Éste fue un concierto hecho para y por jóvenes. Una bocanada de aire fresco que levanta las hojas marchitas.
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