Crítica de la ópera Nabucco de Verdi en el Teatro de la Maestranza de Sevilla
Nabucco como cóctel de efectos escénicos con un falso final
Por José Amador Morales
Sevilla, 16 y 18-VI-2024. Teatro de la Maestranza. Giuseppe Verdi: Nabucco. Juan Jesús Rodríguez/Damiano Salerno (Nabucco), María José Siri/Maribel Ortega (Abigaille), Simón Orfila/Dario Russo (Zaccaria), Alessandra Volpe/Mónica Redondo (Fenena), Antonio Corianò/Santiago Vidal (Ismaele), Luis López Navarro (Sumo sacerdote), Carmen Buendía (Anna), Andrés Merino (Abdallo). Coro Teatro de la Maestranza (Íñigo Sampil, director). Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Sergio Alapont/Gaetano Lo Coco, director musical. Christiane/Marcelo Buscaino, dirección escénica. Coproducción del Teatro de la Maestranza de Sevilla, Grand Théâtre de Genève, los Théâtres de la Ville de Luxemburgo y la Opera Ballet Vlaanderen.
El final de la presente temporada del Teatro de la Maestranza ha traído consigo las representaciones de Nabucco, un título que no se representaba en el escenario sevillano desde hacía veintiocho años, lo que (junto a aquél memorable Macbeth de 2004 en el que debutaban sus respectivos roles tanto Carlos Álvarez como Violeta Urmana) da cuenta de la escasa o nula atención que el coliseo hispalense ha dispensado a las obras del primer Verdi. Esperemos que esta ocasión, con seis funciones, dos repartos y una importante entrada de público, haya servido para que los programadores sevillanos tomen nota de este interesante caladero del repertorio lírico en el que títulos tan importantes como Ernani, I due Foscari, Attila, Luisa Miller o Stiffelio esperan su oportunidad de ser presentados por vez primera.
La propuesta escénica de este Nabucco, francamente low-cost por la sobriedad de los recursos, ha aglutinado una buena selección de los efectos de presunta modernidad, muy habituales en muchas de las producciones que, de unos años a esta parte con mayor o menor éxito y con más o menos sentido musical, dramático o estético, están viendo la luz en distintos escenarios europeos. Así pues este Nabucco ofrece un vestuario actual, un espejo gigante cara al público, cámaras que proyectan en tiempo real primeros planos de los cantantes, un estanque de agua en el que todo el mundo se chapotea y se moja, una suerte de edredón gigantesco que también termina mojado, personajes que cantan boca arriba, componentes del coro que de repente aparecen cantando entre el público del patio de butacas, un escenario con fondo y laterales abiertos que dejan al desnudo toda la tramoya, etc… Son elementos de indudable efecto, pero a menudo puntual, la mayoría de los cuales fuimos incapaces de descifrar y vincular a ningún aspecto formal o interpretativo del libreto de Temistocle Solera.
En cambio sí advertimos numerosos contratiempos antimusicales provocados por estos como la ingrata reverberación y puntuales desajustes entre foso y escena que provocó el gran descubierto del escenario; el desaguisado acústico causado cada vez que parte del coro cantaba entre y junto a las butacas, obligando a los espectadores a perder automáticamente la percepción auditiva tanto de la orquesta como del resto de cantantes (y visual si uno tenía la mala suerte de tocarle delante a uno de estos coristas); hacer cantar boca arriba nada más y nada menos que todo el comienzo del segundo a la soprano protagonista; el lamentable desfase entre la imagen y sonido en de las proyecciones grabadas en directo. La descontextualización del drama religioso no se traduce coherentemente en ninguna dirección: ni en la universalización que parece indicar el vestuario actual y la diversidad de razas, ni en una mínima y plausible caracterización de los personajes, ya que la dirección de actores es prácticamente inexistente que les dejaba inmóviles en casi todas las escenas. La guinda del pastel fue un final en el que se suprimieron los últimos compases de la partitura a partir de la muerte de Abigaille (que canta en el patio de butacas justo a las espaldas del director), la inclusión de un pasaje atonal ajeno a Verdi y la repetición a capella del «Va pensiero» por el coro distribuido en el perímetro del patio de butacas (!¡).
Al menos musicalmente las cosas fueron bastante más interesantes. Sergio Alapont dirigió con acierto global en lo que resultó a la postre una lectura refinada en lo orquestal, equilibrada tanto en la agógica como en la dinámica y algo lineal en lo dramático. De ello partió también la versión de Gaetano Lo Coco, aunque logró imprimir una mayor dosis de intensidad y de contraste, como el vertiginoso finale del primer acto, con tempi mucho más ágiles que los de su colega español (pero igual o incluso más preciso en la ejecución) y una atención constante a las voces. Ambos se valieron de la entrega y de las extraordinarias prestaciones tanto de la Orquesta Sinfónica de Sevilla como del Coro del Teatro de la Maestranza.
El reparto vocal estuvo encabezado en el primer reparto por el Nabucco de un Juan Jesús Rodríguez que volvió a demostrar las virtudes de un instrumento poderoso dotado de un color atractivo y expresivo en sí mismo, ideal para los roles verdianos. El barítono onubense se valió de estos resortes para ofrecer toda una creación del personaje protagonista, sabiendo vascular desde la soberbia e indolencia de su carácter inicial, a la nobleza y clemencia en el acto conclusivo, manifestando con acierto toda la transición intermedia. En cuanto a Damiano Salerno, el italiano posee un timbre baritonal reconocible y un canto idiomático, bien que de emisión retrasada y sin especial proyección, y en ello basó toda una interpretación por otra parte ayuna de un fraseo mínimamente variado e introspectivo. A dicha falta de caracterización musical tampoco ayudaron sus escasas dotes actorales ni el continuo desentendimiento con un director de orquesta con quien mantuvo un pulso constante al verse obligado a corregirlo continuamente.
María José Siri obtuvo un gran éxito como Abigaille, un rol a priori dista mucho de sus cualidades canoras de soprano lírica. No obstante, la uruguaya, sin abundar en un registro grave que no tiene y por el que inteligentemente pasó de puntillas, basó su interpretación en una gran musicalidad, fraseo dotado de acentos y emoción sincera y cierta prestancia sobre el escenario. En la misma línea, Maribel Ortega, con un color un tanto neutro y desabrido, ofreció una correcta y musical Abigaille, pese a presentar mayores limitaciones en el registro grave, agudos casi siempre demasiado abiertos y dificultosos. La cantante jerezana sufrió un pequeño desajuste vocal en su escena del segundo acto, totalmente previsible y del que hay que responsabilizar por completo a un director de escena que hace tumbar a la soprano, cantar boca arriba y levantarse mientras canta.
Simón Órfila se llevó a su terreno a un Zaccaria que requiere unas cualidades de bajo-cantante que distan mucho de la voz baritonal, engolada en el agudo y tremolante en el centro que posee el menorquín. Sin embargo, como suele ser habitual en él, tras una escena inicial sacada adelante a duras penas, fue convenciendo a base de musicalidad y entrega – como en la plegaria «Vieni, o Levita»- logrando una caracterización aceptable. Sin embargo, Dario Russo, teniendo una vocalidad más adecuada, con un grato si bien algo claro timbre, resultó un Zaccaria gélido tanto en lo que respecta a su línea de canto como en lo meramente interpretativo. Curiosamente, Ismaele y Fenena estuvieron mucho mejor servidos en el segundo reparto tanto por un Santiago Vidal, de interesante y atractiva materia prima que supo moldear y proyectar a placer, como por una Mónica Redondo que aprovechó hasta la última nota de un personaje para dotarlo de un inusitado realce en base a un timbre bellísimo y un fraseo de natural expresividad. Algo que puso el listón inalcanzable a una Alessandra Volpe, Fenena inaudible desde la primera fila, y a un Antonio Corianò de voz carente de apoyo y fraseo monocorde. Muy convincentes Luis López Navarro, Carmen Buendía y Andrés Merino en sus respectivos roles de Sumo sacerdote, Anna y Abdallo.
Fotos: Teatro de la Maestranza
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