Por Javier del Olivo
Salzburgo. 27/08/2015. Festival de Salzburgo.Verdi: Ernani. Francesco Meli (Ernani), Vittoria Yeo (Elvira), Luca Salsi (Don Carlo) Ildar Abdrazakov (Silva), Simge Büyükedes (Giovanna), Antonello Ceron (Riccardo) Gianfranco Montresor (Jago). Dirección musical: Riccardo Muti. Ópera en concierto.
Una ópera en concierto no deja de ser un espectáculo fallido, porque le falta una parte primordial de su ser: la dramaturgia. Es cierto que, por diversas circunstancias (presupuesto ajustado, rareza de la obra, local del espectáculo), se elige el modo concierto, pero se intenta, aunque sea mínimamente transmitir la carga teatral que conlleva la ópera. No fue éste el caso de la representación en concierto, dentro del Festival de Salzburgo, de Ernani, de Giuseppe Verdi. De hecho, hubo algunos protagonistas que parecían estar haciendo un recital individual con orquesta, ignorando al resto de sus compañeros y sin que sus gestos delataran que estaban cantando una ópera. Además, si no intervenían, aunque el libreto indicara que estaban presentes en la escena, se sentaban como si con ellos no fuera la cosa.
Dicho esto, el espectáculo que Riccardo Muti presentó en el festival sólo se puede calificar de éxito rotundo. Muti ha traspasado la frontera que sólo unos pocos elegidos han podido alcanzar: la que va de director a oficiante. Muti no dirige Verdi: oficia Verdi. Y lo ofrece a un público entregado para que lo disfrute como muy pocas batutas pueden hacer. El maestro napolitano dirige desde el podio con una autoridad absoluta sobre orquesta, coro y cantantes. Su gesto hipnotiza al músico y al oyente, y consigue una perfección que el cronista que firma estas líneas pocas veces había visto, y nunca en este repertorio. El Ernani de Muti no es el de “galeras”, es el de plena madurez, lleno de matices, de texturas, de belleza. Maneja los silencios de una forma “teatral”, y en eso se intuyó la dramaturgia que se echaba de menos. Porque Muti, en el mejor de los sentidos, es teatro. Difícil destacar un momento mejor que otro en una línea de dirección regular y medida al milímetro. Quizá esos silencios, esos sonidos matizados y bellos que sacó de las cuerdas, ese dejar cantar con libertad pero sabiendo que todos estaban bajo su mando. Un trabajo que apabulla y, sobre todo, emociona. El público deseaba aclamar a su ídolo, pero Muti, sabio mago, se resistió en los dos entreactos. Sólo al final, ya después de varias salidas de todo el elenco, se subió al podio para que orquesta, coro, cantantes y un público entregado lo aclamaran.
La Orchestra Giovanile Luigi Cherubini no será de las más punteras del circuito internacional, pero en las manos de Muti roza la perfección. Sus cuerdas son dúctiles y maleables y en conjunto se muestran con un sonido de gran belleza, con gradaciones de intensidad desde el más leve pianissimo hasta el más rotundo de los fortissimi. Verdi sonó con la heroicidad que la partitura demanda, pero sin rasgos toscos o vulgares.
Es comentario manido el que dice que para Ernani se necesitan cuatro grandes voces. Aquí las hubo, sin duda, pero con sus matices. Francesco Meli es un tenor con un timbre muy bello, facilidad en toda la tesitura, un perfecto legato y una proyección a prueba de grandes teatros. Su Ernani fue vocalmente impecable, aunque se echó de menos alguna mayor matización, algún arrebato dramático más marcado, en fin, que se entregara más. Porque el cantante se mantuvo, dramáticamente, a millas del escenario, y aunque su voz confería teatralidad a sus frases, su gesto era frío y más propio de un recital.
Aunque comenzó con alguna duda, Vittoria Yeo dibujó una Elvira de categoría. Impecable en los agudos, limpios y bien emitidos, supo matizar y cantar con gusto sus partes más líricas. Ella sí que transmitió sentimiento y belleza expresiva con su canto. Aunque su aria y cabaletta de presentación las resolvió sin problemas, fue tanto en dúos, tríos y concertantes, y sobre todo en el cuarto acto, donde más brilló. Luca Salsi es un barítono con una emisión tosca y poderosos graves. Sus primeras notas no prometían el barítono verdiano clásico, un Germont o un Renato, sino el personaje más batallador, más brusco, un Rigoletto, por ejemplo. Pues bien, con sus medios, Salsi nos brindó la mejor interpretación de la noche en un maravilloso, matizado y elegante “Oh, de’ verd’anni miei”, con un perfecto acompañamiento del primer violoncello. No menos entregado había estado en “Vieni meco, sol di rose”. Por supuesto, resaltar también su legato, muy verdiano, siendo su interpretación también más sentida que la de la mayoría de sus compañeros.
Contrastaba un poco la presencia en concierto de un apuesto Ildar Abdrazakov con la imagen de noble pero algo decrépito Rui Gomez de Silva, alma negra y justiciera de la ópera. Abdrazakov es un bajo de amplios recursos pero con una emisión retrasada, pareciendo no salir con la soltura deseada. Aún así estuvo muy correcto en todas sus intervenciones, destacando en su aria de presentación, “Infelice! E tu credevi...”, a la que no siguió la cabaletta correspondiente. También bien cantada “Ah Io l’amo”, transmitiendo el necesario dramatismo del hombre mayor que ve rechazado su amor. Poco que decir de su quehacer actoral, que se mostró también bastante limitado. Bien Simge Büyükedes como Giovanna y Gianfranco Montresor como Jago. Más flojo Antonello Ceron como Riccardo.
Impresionantes las prestaciones del Konzertvereinigung Wiener Staatsoperchor que dirige Ernest Raffelsberger. Siempre a las órdenes de un atentísimo Muti, que les daba constantes indicaciones, brillaron en todas sus intervenciones. Pero es justo destacar un impresionante “Si ridesti il Leon di Castiglia”, que incitaba a liberar inmediatamente a los venecianos del estreno del yugo austriaco, aunque la historia haya cambiado tanto desde entonces.
Muti consiguió un auténtico y merecido triunfo en este concierto, liberado de directores de escena y fosos que le quitaran protagonismo, regaló a fieles y menos adeptos una noche inolvidable. Pendiente queda verlo en una producción plenamente teatral en la que, seguro, no decepcionará el indiscutible heredero actual de la gran tradición verdiana.
Fotografía: José Ortiz Echagüe
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