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Crítica: Murray Perahia en el Carnegie Hall

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
24 de mayo de 2017

BACH Y BEETHOVEN EMOCIONANTES

   Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. Carnegie Hall. 19-V-2017. Murray Perahia, piano. Suite francesa n° 6 in mi mayor, BWV 817 de Johann Sebastian Bach. Cuatro impromptus, D. 935 de Franz Schubert. Rondo in la menor, K. 511 de Wolfgang Amadeus Mozart. Sonata para piano n° 32 en do menor, op. 111 de Ludwig van Beethoven.

   El neoyorquino de origen sefardí Murray Perahia es uno de los nombres claves del piano en el último medio siglo. Alumno del legendario Mannes College of Music de Nueva York, tuvo una colección de profesores y mentores de los que quitan el hipo: Rudolf Serkin, Pablo Casals o Benjamin Britten, aunque se puede decir que los dos que más influyeron en él fueron Mieczyslaw Horszowski y Vladimir Horowitz.

   Con el tiempo, y tras los graves problemas que tuvo en el dedo pulgar de su mano derecha, que le han llevado a varios periodos de retiro forzoso, Perahia se ha recluido en un pequeño número de compositores desde el que ejercer su magisterio. Sin los enormes medios técnicos de otros compañeros de su generación, el sefardí ha huido casi siempre de los fuegos de artificio, y con buen criterio se ha dedicado simple y llanamente a hacer música.

   Johann Sebastian Bach ha estado siempre en todos los programas que le he visto en el pasado y en esta ocasión no iba a ser menos. Esta vez no fue su obra favorita, la Partita para piano nº 1 sino la Sexta de las Suites francesas, compuesta en mi mayor. El Bach de Perahia es limpio y transparente. Al contrario de otros colegas, no lo utilizó para “calentar los dedos” sino que puso toda la carne en el asador, desde una Courante perfectamente digitada a una Sarabande cantada con hermosura y cierta fantasía. El canto precioso siguió en la Gavota, la Polonesa o la Burrée, y la obra terminó por todo lo alto con una Giga equilibrada, de sonido muy bello y que nos invitaba a bailar.

   A continuación, Perahia se midió con los Impromptus D. 935 de Franz Schubert. Compuestos en 1827, el año anterior a su muerte, se publicaron póstumamente. Están impregnados de un romanticismo apasionado y dada la forma y los tiempos del set completo, hay quien ha querido ver en el conjunto una sonata frustrada. La interpretación de Perahia no tuvo la trascendencia que no hace mucho vimos en la de Grigory Sokolov, ni la apabullante naturalidad y sencillez de la de Maria Joao Pires hace ya una veintena de años en el Auditorio Nacional. Su versión, elegante y cálida tuvo problemas apreciables en el primero y el cuarto, pero su musicalidad innata y la espontaneidad con que surgen del piano los ritmos sincopados, nos dieron un segundo precioso, y el lirismo natural y su capacidad de cantar, nos dieron un tercero excepcional.

   Tras el descanso, un clásico y objetivo Rondó mozartiano, dieron paso a la última de las sonatas de Beethoven. Sin lugar a dudas, la Sonata en do menor op. 111 es una de las obras  de mayor transcendencia de la Historia de la Música. En apenas 25 minutos, el genio de Bonn aprovecha el primer movimiento “Maestoso – Allegro con Brioedappassionato” para hacer un compendio de la música para teclado escrita hasta ese momento. En la “Arietta” posterior pone los cimientos de lo que será la música de los siguientes cien años. La obra nos lleva a un universo sonoro tan novedoso e influyente que músicos como Mahler, Wagner o Prokofiev le seguían dando vueltas cincuenta o cien años después.

   La obra sigue ejerciendo hoy en día tal atractivo que todo pianista de renombre se acerca a ella en uno u otro momento de su vida. En la memoria del que suscribe se mantienen imborrables versiones que pianistas tan distintos como Grigory Sokolov, Elisabeth Leonskaja, Ivo Pogorelich o Krystian Zimerman dieron años atrás en Madrid. A ellas se sumará desde este viernes la versión del Sr. Perahia en el Carnegie Hall.

   Una versión distinta. En primer lugar porque sus medios, sin duda muy buenos, no llegan al nivel de los arriba mencionados. El Sr. Perahia lo suple con una capacidad de convicción y una clarividencia realmente apabullante. Tras el comienzo relativamente oscuro del Maestoso inicial, lleno de acordes tenebrosos y de trinos enfáticos, Perahia, a quien por momentos parece que la obra va a sobrepasar, responde con un fraseo intenso. Dibuja el tema principal (ya dentro del Allegro con brio) con mucho trabajo, encuentra el equilibrio adecuado y no abusa del pedal. El rubato es justo, sin pasarse. Lo más difícil para él ha pasado. Cuando la obra se relaja, Perahia empieza el tema de la Arietta a un tempo muy lento. Lento pero intenso, inspirado, cargado de emoción. Empieza a jugar sus bazas y nos lleva descaradamente a su terreno. El canto empieza a surgir natural. Toca los ritmos sincopados de las variaciones con una musicalidad apabullante. Tras las tres primeras, empieza a acelerar. En ese momento, parece que no hay otro tempo posible  – aunque sabemos que sí, lo hemos oído a otros que nos han gustado o impresionado más pero aquí eso no tiene importancia – tal es la convicción de la interpretación. El cierre, tras el que el Sr. Perahia parecía exhausto después de haberlo dado absolutamente todo,  fue memorable, llevándonos pausadamente al final de la obra. Un final que como suele ser costumbre a este lado del charco, algún imbécil – solo cabe definir así a un sujeto que no es capaz de quedarse callado al menos dos o tres segundos tras el increíble clímaxque consiguió el pianista – se encargó de estropearnos con varios aplausos extemporáneos.

   Después de ellos, el público empezó a asumir lo que había oído y ahora sí, se puso en pie para premiar al intérprete con grandes ovaciones, a las que éste respondió con saludos mezclados con evidentes muestras de cansancio. Afortunadamente, Perahia no tocó ningún bis. Tras la Op.111, poco más se puede y se debe decir.

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