Por Alejandro Martínez
04/12/2014 Madrid: Teatro Real. Britten: Death in Venice. John Daszak, Anthony Roth Costanzo, Leigh Melrose, Duncan Rock, Itxaro Mentxaca, Vicente Ombuena, Damián del Castillo, Antonio Lozano, Nuria García Arrés, Ruth Iniesta y otros. Alejo Pérez, dir. musical. Willy Decker, dir. de escena
“Hay en todo artista una desenfrenada y peligrosa tendencia a tomar partido por la belleza”
(Aschenbach en Muerte en Venecia)
Qué fácil y cómodo es ver el mundo en blanco y negro. Sin embargo casi todo lo relevante de nuestras vidas se juega en los grises, en las fronteras difusas, en los márgenes, en los espacios de ambigüedad, en suma. Como bien apunta Willy Decker en el programa de mano Venecia posee precisamente esa luz incierta ligada a su vez a una belleza tormentosa. Seguramente algunos de nuestros lectores recordarán un certero ensayo de Pascal Bruckner bajo el indicativo título de La tentación de la inocencia. Dicho texto tenía a decir verdad poco que ver con lo que nos ocupa, siendo más bien una crítica de la suma de individualismo y victimismo que sacude nuestra sociedad contemporánea. El título del ensayo, sin embargo, que me permito tomar prestado para esta crítica, señala precisamente el conflicto que anida en el texto de Mann, tal y como Britten lo recupera para su ópera. Esa ambigua inocencia de Tadzio, esa ambigua sed de Aschenbach… todo confabula de algún modo en círculos conforme avanza la narración, en una espiral por momentos ciertamente inquietante, incluso siniestra, ante la indefinición con que la pulsión de Aschenbach va tomando forma.
No es Muerte en Venecia, desde luego, una ópera sobre la atracción homosexual de un intelectual maduro hacia un joven puro y virginal. Lo de menos aquí es la masculinidad de sus protagonistas. Tampoco el acento debiera recaer en la mera juventud de Tadzio, al menos asumida al pie de la letra; su juventud es más bien encarnación de un ideal apolíneo, es expresión de una cierta suma de pureza e idealización. Por eso Muerte en Venecia es más bien el desarrollo genial de un interrogante acerca de la belleza y al autenticidad de la vida. Por supuesto que aquí y allá encontramos instantes de lo que Luis Gago brillantemente define, en sus notas al programa de mano, como un “mero hedonismo visual con tintes eróticos envuelto en un halo de enamoramiento, pero probablemente sin auténtica pulsión sexual”. Pero en último instancia el propio Aschenbach se pregunta cada vez con más intensidad: “¿Qué es lo que quiero?”. Y esa misma pregunta pende de hecho sobre el espectador una y otra vez durante la representación. ¿Es una obsesión erótica? ¿Se trata por el contrario de una mera contemplación intelectual? De algún modo Aschenbach ha decidido responder a esa pregunta con sus propios actos y ha ido a Venecia precisamente para vivir, aunque a la postre todo tome la forma del relato de un último viaje. Él, que tanto ha meditado sobre la belleza, termina sin embargo por encontrarse con ella y siente como sus sentidos sucumben a su tentación. Él, que creía saberlo todo desde su escritorio, descubre finalmente que puede y debe entregarse a la belleza tal y como ésta se le muestra en Venecia, encarnada en Tadzio.
Grande ha sido, por cierto, la influencia del largometraje de Visconti para la consolidación de un tópico un tanto melancólico y a veces cursi, para qué negarlo, acerca del destino de Aschenbach en Venecia, haciendo circular la idea complaciente de una dulce decadencia y convirtiendo al consabido Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler en poco menos que un discutible reclamo comercial. Britten propone sin embargo un acercamiento mucho menos edulcorado y poético, más ácido y hondo a los temas que el texto original de Mann ponía sobre la mesa, eludiendo esa tentación grandilocuente a la hora de paladear la propia tragedia en la que a nuestro juicio sí cayó Visconti. Desde una óptica más incómoda, menos complaciente y poética, pues, más amarga en suma, Britten encontró un indudable paralelismo entre su momento personal, con una salud cada vez más frágil, y el destino de Aschenbach. Toda la ópera es así, de algún modo, una suerte de monumental Liebestod.
El trabajo de Willy Decker, ya estrenado en el Liceo en 2008, es brillante a todas luces. Eludiendo la tentación de una mera recreación ambiental, pegada a la estampa de postal que de continúo asociamos con Venecia, Decker abunda sin embargo en una óptica cargada de simbolismo, poniendo el acento más bien en el viaje interior por el que transita el ánima de Aschenbach durante la representación y del que Venecia no es otra cosa que su alegoría. Tanto la escenografía de Wolfgang Gussmann como la iluminación de Hans Toelstede redondean un trabajo casi virtuoso, de una intensidad medida y una expresividad sutil, henchida de buen gusto. Técnicamente, además, la realización de esta puesta en escena es prodigiosa, dando muestras de un aquilatado engranaje interno que garantiza una transición milimetrada y prodigiosa entre las diecisiete escenas que componen la obra. Todo el lenguaje onírico que se asoma a lo largo de la obra encuentra en la propuesta de Decker el eco perfecto.
John Daszak es un intérprete ideal para la parte protagonista de Aschenbach. En ausencia de una personalidad arrolladora, brilla sin embargo gracias a su impecable asunción del estilo britteniano, ese genial declamado de ritmo libre a menudo. La voz, aunque no es grande, está sin embargo perfectamente proyectada, es dúctil, grata al oído y posee un color idóneo para esta parte. Menos nos convenció la labor del barítono Leigh Melrose en la piel de la panoplia de roles que debe asumir, desde el gondolero al barbero, pasando por el director del hotel o la voz de Dioniso; de algún modo, todos ellos, sucesivas encarnaciones de la muerte que acecha a Aschenbach. De voz tosca y dicción mejorable, encontramos a Melrose enfático en demasía. Cabe elogiar su desenvoltura en escena, pero hubiéramos preferido una aproximación por lo general menos sobreactuada.
Aunque de emisión un tanto destemplada, nos satisfizo la labor del contratenor Anthony Roth Costanzo sirviendo a la voz de Apolo. Muy logrado asimismo el trabajo del extenso equipo vocal de comprimarios, lleno de jóvenes voces españolas, como la de la prometedora soprano Ruth Iniesta o la del solvente barítono Damián del Castillo. Y loable, por supuesto, el trabajo de Tomasz Borcyzk como Tadzio, en esa parte a la que Britten, muy a propósito, no reservó ninguna palabra, para redoblar más si cabe su enigmático carácter de visión o aparición, por un lado, y de divinidad por otro.
La dirección de Alejo Pérez, de quien recordábamos un espéndido trabajo con Die Eroberung von Mexico y un tedioso Don Giovanni, tardó en levantar el vuelo, aunque despegó un tanto más durante el último tercio de la representación. Se diría un tanto timorata su batuta en esta ocasión, a decir verdad, seguramente por tratarse de su primer acercamiento a esta partitura. Su dirección es, en todo caso, clara y nítida, expositiva, falta en no pocos momentos de intensidad y hondura, pero solvente en su óptica, más bien analítica. El resultado así es un sonido por lo general falto de personalidad, no todo lo familiarizado con el lenguaje de Britten que cabría esperar. La orquesta y coro titulares del teatro respondieron con su habirual solvencia pero sin alardes.
Fotos: Javier del Real
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