Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 3-XII-2019. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. Ciclo Goldberg de Grandes Conciertos. Bach: Suites para violonchelo solo nº 1 en sol mayor, BWV 1007; nº 4 en mi bemol mayor, BWV 1010; nº 5 en do menor, BWV 1011. Mischa Maisky [violonchelo].
Es una estupenda noticia dar la bienvenida a nuevos patrocinadores, o instituciones que impulsan un nuevo ciclo y nos brindan una programación renovada, o simplemente motivada de algún modo que permita diversificar la oferta, buscando nuevos retos ante un público al que hay que estimular con nuevo repertorio. Todavía aun mayor desafío es que una de las primeras agencias de representación de artistas se haya lanzado a la aventura de traernos a lo mejor de su escudería para esta temporada 19/20. Cada concierto está dedicado a algunas de sus más señeras figuras, en esta primera cita contábamos con el legendario chelista Mischa Maisky. Pocos conciertos, muchos quilates. Una propuesta de materia prima dorada y sin rellenos. Puro maná.
Los epígrafes al pie del cartel de concierto («un Bach de Leyenda») muy en boga en varios e importantes ciclos de conciertos del Auditorio Nacional, así como el minutaje de las obras escrito en los programas, nunca me han parecido muy buena idea, pues nos predisponen y guían haciaun lugar común al que pudiéramos no llegar, por ejemplo: una interpretación de legendaria de Bach en 19’. Bromas aparte, la verdadera leyenda es la de las Suites para violonchelo solo, una de las obras que pasó a la historia superando en fama al hombre, al propio creador, como El clave bien temperado, o las Suites inglesas, las Variaciones Golberg, o las sonatas y partitas para violín, entre otra decena perteneciente al corpus instrumental de Bach.
Lo que fascina sobre todo al espectador común que conoce esta música, y que proviene de lo pequeño, de lo discreto, es que sin duda en muchos momentos provoca la más sincera emoción humana, como toda obra de arte que se precie. La música más grande contenida en el más pequeño formato del solista sin acompañamiento. Además, se añade la increíble historia de haber sido francamente olvidadas desde su tardía publicación formal en el siglo XIX, hasta su hallazgo casual, e inmediata entronización al repertorio máximo por un jovencísimo Pau Casals, héroe y factótum del violonchelo moderno. Por último, se encuentra una de las características fundamentales de las obras instrumentales citadas: fueron creadas desde la necesidad de cultivar y adoctrinar en la técnica y disciplina interpretativas, utilizando muy a menudo el sencillo envoltorio de la Suite de danzas. Una antigua tradición de la música francesa que nos transporta de nuevo de lo concreto y pedagógico, en el espacio y el tiempo, a un mundo de profundas sensaciones sonoras y abstracción artística absoluta. Ni el propio Bach debió pensar en los más de cien años de conciertos, las incontables grabaciones, o la entrega y devoción abnegada de los chelistas que provocarían estas cimeras Suites.
La mayor parte de la vida artística del músico que hoy nos acompaña la ha consagrado a la interpretación de Bach, y aun sigue realizando este apostolado; lo que para otros puede ser un paso concreto y obligado en sus carreras en Maisky se ha convertido en credo, pues ha grabado las Suites tres veces y las ha interpretado en varios centenares de ocasiones. Este gran artista que es portador de una impresionante tradición, pues fue uno de los más mejores alumnos de los verdaderamente legendarios Mstislav Rostropovich y Gregor Piatigorsky, tiene un enfoque, sin duda, romántico muy apoyado en su bellísimo y natural sonido, con dinámicas amplias, golpes de arco de gran intensidad, acentuación comprometida con la expresión, y un vibrato emocionante, imprescindible en este tipo de visión bachiana más allá de las versiones historicistas o de los criterios de interpretación de la época.
Esto sobre el papel era lo que se esperaba de un grande como el violonchelista letón nacionalizado israelita, pero un concierto en vivo tiene siempre la unicidad del momento y se ve influido por muchos factores, algunos externos a la propia situación del músico protagonista. Tal fue así en este concierto inaugural, pues los que nos encontrábamos allí presentes apenas sumábamos media entrada en la sala sinfónica. Sin duda había cierta pena entre los buenos aficionados porque el maestro Maisky no se sintiera arropado, y porque el público no hubiese valorado la atractiva propuesta de Golberg. Es probable que todo esto influyese en un primer momento para un frío arranque del concierto.
Para empezar, se eligió la primera Suite en sol mayor, encabezada por el famosísimo Preludio arpegiado que hace las delicias de todo buen aficionado con su genial progresión armónica. Ya se observó en este primer momento que para nuestro protagonista la actual vivencia de Bach es la de comprimir el discurso (el tempo era bastante rápido, incluso respecto a sus antiguas grabaciones) y que afloren las tensiones dando al fraseo un ritmo y motricidad oportunos, pero de muy exigente contenido técnico. Hubo evidente virtuosismo dinámico, pero poco contraste entre danzas más ligeras y las marciales cómo la Allemande. Todo iba pareciendo aproximadamente uniforme y veloz, pero sin carácter. La digitación era asombrosa pero el resultado, aunque estilizado, no acababa de recalar en las principales virtudes del Maisky de siempre: bellísimo sonido natural y transparencia absoluta. Faltaba mayor fraseo y hondura, especialmente en la Courante, o en los Menuets. Estas libertades métricas llegarona culminar en elipsis involuntarias de algunas notas específicas. Esto mismo sucedió en distintos momentos a lo largo de todo el concierto; varias veces al trinar demasiado rápido se atropellaba la posterior dominante, sobre todo en frases ascendentes al registro grave. ¿Desliz o portamento? En cualquier caso, hemos pasado de lo oportuno como característica musical, a lo inapropiado desde el punto de vista estilístico en tan sólo unos pocos minutos. Hasta aquí una 1ª suite en la que Maisky no acabó de encontrar su sitio. En la más agradecida de las obras programadas, el maestro no estaba cómodo, no se le veía disfrutar. El recital estaba programado cuesta arriba y cada obra iba a ser más profunda y compleja que la anterior, hasta desembocar en la que para muchos es la más intensa y profunda de todas las piezas: la quinta en do menor, indiscutible obra maestra.
Pero volviendo a la primera parte del recital, se nos ofreció para cerrarla una esforzada, pero mejorable versión de la serena y optimista 4ª suite en mi bemol mayor, tonalidad balsámica frente al incierto y atropellado comienzo. Tras un afinado y hermoso Preludio, en la allemande el músico de nuevo parecía un San Sebastián de gesto preocupado y doloroso, y entre prisas de nuevo vinieron los adornos toscos. En las danzas menores, mientras marca el tempo, otra vez ansioso, no renuncia a su fuerza natural y arranques de fiereza, pero se produjeron algunos ataques descuidadosde los difíciles tetracordios. La galantería de estas danzas sea en el estilo que se quiera exige que los trinos sean plenos. Es necesario presentar los adornos completos, independientemente de la métrica escogida. A partir de aquí, Maisky diferenció más el tempo y por fin afloró su gran clase sonora, especialmente en la esperada Sarabande. De pronto, el intérprete se echó el freno a sí mismo y hubo momento de respirar con la música, y que las emociones se fueran encadenando. Llegamos así al primer punto de inflexión de la velada, y surge el artista en esta primera perorata profunda y delicada a un tiempo. Con cierta impacencia vimos que el concepto de tensión y ritmo había de volver, y con él los descuidos en las hermosas Bourrée I & II. En la 2ª, en particular, se ensuciaron los delicados armónicos por la dificultad de la amplia y veloz interválica sobre dobles y triples cuerdas. Finalmente debido al ritmo y a la ansiedad por mantener esa tensión la Gigue final fue un bache por la falta de color y timbre con un instrumento que, por momentos, parecía destemplado. Una culminación impropia de alguien tan brillante cómo Maisky.
La pausa del descanso remansó al maestro, que atacó la última pagina del programa con serenidad y afinación recuperadas. Ya se ha citado la maestría y hondura de esta página donde el violonchelista estuvo a su altura, y trajo de nuevo a nuestra memoria recitales de décadas pasadas donde las proezas técnicas eran lo habitual, y brillaban sus inmensas cualidades sonoras e interpretativas. La visión sosegada y prédica doliente de Maisky puso de nuevo todo un mundo en la Sarabande, la preferida de su maestro Rostropovich, tal vez la sima más insondable de las que Bach nos dejó en su contribución al ilustre instrumento de cuerda. Todas esas nobles frases de completa soledad que acaban con dominantes de la cuerda grave, ahora sí fueron cantadas con entrega y convencimiento por el enorme instrumentista. Todavía hubo algunos roces indeseados más, pero empezaban a pasar desapercibidos ante el clima de comunión creado por Mischa Maisky. El público respondió al final del recital con calor y cariño por el viejo león, que volvió a demostrar a su parroquia que los lentos son cosa de maduros y expertos músicos que saben cantar y conocen los secretos del alma.
El recital, como casi siempre, concluyó con algunos bises bien merecidos por las ovaciones del público. El Maestro buscó las suites más livianas técnicamente, pero también las más queridas por el público: las Bourrée I y II de la risueña y feliz 3ª y la Sarabande de la grave y oscura 2ª en re menor. En ambos casos carácter y contribución técnica fueron excelentes; con pausa y bellos adornos ofreció las Bourrée y de nuevo con entrega total provocó la comunión de almas en la lenta y meditada Sarabande. Al término, y antes del tributo de despedida, hubo un enorme y sobrecogedor silencio de respeto ante lo que se acababa de presenciar en este fragmento. Un pezzo di gloria, un Bach de leyenda.
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