Por Óscar del Saz| @oskargs
Madrid. 22-XI-2019. Teatro de la Zarzuela. Mirentxu (en versión concierto) (Jesús Guridi) (1886-1961). Ainhoa Arteta (Mirentxu), Mikeldi Atxalandabaso (Raimundo), Christopher Robertson (Txanton), Marifé Nogales (Presen), José Manuel Díaz (Manu), Mario Villoria (pastor), Patricia Valverde (niño Vicente), Azahara Bedmar (niño Teodoro). Orquesta de la Comunidad de Madrid y Coro Titular del Teatro de la Zarzuela (Antonio Fauró, director), Coro de Voces Blancas Sinan Kay (Lara Diloy, directora). Narrador: Carlos Hipólito. Dirección musical: Óliver Díaz.
Ya hace varias temporadas en la cuáles el Teatro de la Zarzuela se ha propuesto recuperar joyas de nuestro género lírico -pongamos como ejemplo el de María del Pilar, de Gerónimo Giménez- y, como es el caso, reencontrarse con obras que hacía demasiado tiempo -52 años, desde 1967- no se representaban en este Teatro. Debemos felicitarnos por este hecho, el de reeditar este «drama lírico en dos actos», Mirentxu, que nació del esfuerzo de la Sociedad Coral de Bilbao que -en su 25 aniversario, 1909- decidió convocar una serie de encargos para potenciar el Teatro Lírico Vasco, y aprovecharlo como potente catalizador identitario de una sociedad que ya tendía hacia los albores de los primeros nacionalismos.
Como comenta profusamente María Nagore Ferrer, musicóloga de la Universidad Complutense de Madrid en las notas al programa, de este enriquecido entorno cultural es del que se beneficia el estreno de la obra el 31 de mayo de 1910, dirigida por el propio autor -que sólo contaba con 24 años-, si bien con medios no estrictamente profesionales, ya que los principales papeles -salvo el papel de Presen- fueron encomendados a miembros de la Sociedad Coral. Como ha ocurrido con varios títulos de nuestro género lírico, Mirentxu también basculó varias veces entre ser interpretada como ópera o como zarzuela. Parece claro que Guridi siempre prefirió la versión de zarzuela con diálogos hablados, sobre todo porque quiso aprovechar el esplendoroso y amplio espacio temporal en que la zarzuela era el teatro lírico que verdaderamente llenaba los escenarios, conseguía los éxitos en taquilla y generaba la apetencia de nuevos títulos demandada continuamente por el público. Por ello, concibió una nueva versión de la obra que se reestrenó en 1934, con nuevos números y diálogos a cargo de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw.
La versión que nos ocupa es la que se volvió a revisar y reestrenar el 24 de noviembre de 1947 por parte de Jesús María de Arozamena sobre el libreto original de Alfredo Echave, en su versión cantada toda ella en vasco -si bien también escribió una versión en castellano-, en una adaptación del texto del dramaturgo Borja Ortíz de Gondra (Bilbao, 12 de mayo de 1965), que colabora por primera vez con el Teatro de la Zarzuela. Aunque la versión a la que asistimos fue en modalidad concierto, el escenario no estuvo completamente desnudo de naturaleza vasca, ya que detrás de las gradas del coro se situó un frondoso decorado que daba cierta «profundidad» de bosque norteño a una escena inexistente de coro, cantantes y narrador.
La orquesta-esta decisión nos pareció muy adecuada- permaneció en el foso. Además, creemos que esto reforzó la magiade la obra porque la música de Mirentxu se presta a una ensoñación tal que si «parece que no surge de ningún sitio» es mucho más encantadora todavía. El enfoque de la lectura de Óliver Díaz en ese sentido fue acertadísimo, ya que hizo nacer «de la nada» -desde el evocador preludio- toda la energía de una música que es capaz de colorear la escena -aunque ésta no existiera- con trazos bucólicos, o con recia raigambre costumbrista pegada a los ritmos populares y regionales, resaltando y diferenciando adecuadamente los momentos más lúgubres de otros mucho más luminosos, así como dotando de densidad verista las partes de mayor fuerza dramática -como en el dúo de Mirentxu y Raimundo-, de modo que en ningún momento la interpretación adoleció de la monotonía que algunas veces se ha achacado a esta obra y perfumando y resaltando el estilo «francés» que muchas veces se revela en la partitura y que -a nuestro juicio- le dota de verdadero carácter universal, más allá de que también se sublimen inteligentemente o se alteren ritmos y melodías populares localistas.
Ni que decir tiene que la contribución del coro en esta obra es muy importante, aunque sólo sea porque refleja fielmente el acervo musical de los vascos, muy enfocado a la música coral, pero también porque resulta indispensable en el discurrir del argumento. Nos habrán leído comentar que el Coro del Teatro de la Zarzuela es uno de los mejores coros de escena en movimiento del mundo, y cuando no la hay, son capaces de «reinventarse» a sí mismos y dotarse de «nuevas sonoridades» que -incluso cantando en un idioma que les pueda ser ajeno, o a capella- consiguen introducir al espectador en un espacio sonoro que inunda todo el teatro y que nos hace partícipes de primera mano en todo lo que transmiten. También Mario Villoria, componente del Coro de la Zarzuela, sirvió con propiedad al partiquino de pastor.
Mención indispensable y justa ha de ser para el coro de niños, el Coro de Voces Blancas Sinan Kay, de Alcorcón (Madrid), que consiguió unas maravillosas prestaciones en su ejecución musical-cantando de memoria-. Su presencia dentro de la obrase explica porque en la casa vecina a la de Mirentxu habita una familia numerosa-,que resulta un importante personaje más que impregna de carácter «angelical» las transiciones psicológicas que experimenta Mirentxu en sus avatares amorosos -amor, y luego desengaño-, así como en el último trance hacia una muerte que ella vive de doble manera: la muerte de un amor no correspondido, así como el óbito de su corpórea fragilidad minada por la enfermedad. Muy propios quedaron también los solos de los dos niños -Vicente y Teodoro-, pertenecientes a esta formación de voces blancas, con envidiable afinación y buen gusto que nos deleitaron sobre la historia de «Un grillito»
En cuanto al reparto, resultó un tanto decepcionante la encarnación de Manu -padre de Mirentxu y tío de Raimundo-por parte del barítono bilbaíno José Manuel Díaz, que creemos no logró conectar en ningún momento con su personaje ni con la música que estaba interpretando, con un canto deslavazado, muy dependiente de la partitura y de dudosa entonación,al que no logró dotar de esa tristeza e impotencia necesaria del personaje padre de la protagonista. Como Presen, amiga de Mirentxu, lució la mezzosoprano guipuzcoana Marifé Nogales, muy solventedominando tintes dramáticos -aunque el personaje al principio le queda un tanto grave para su voz-, y otros más desenfadados. Como Txanton, anciano que cuida de los niños, cumplió de forma correcta el bajo-barítono Christopher Robertson, que otorgó a su personaje de la correspondiente seriedad y carácter espartano en su psicología, transmitida perfectamente a través de su canto.
Mikeldi Atxalandabaso compuso un acertado Raimundo, tanto por voz como por su dominio de la partitura, que le permitió desplegar un personaje «actoral», marcando ciertos movimientos y expresando en su rostro todas las vicisitudes por las que transita su rol. Su voz es muy dúctil, y por ello es capaz de manejarla de forma que al escucharle nos lleva a pensar inmediatamente en el joven enamorado al que ha de encarnar. El personaje de Mirentxu va de menos a más, aspecto que también hizo que Ainhoa Arteta tuviera que emplearse progresivamente más a fondo en sus intervenciones, haciendo frente, además, a que su rol tiene varios «parones» en los que no canta. Sin embargo, la voz de Arteta y su arte pudieron con todo y maravilló -junto a Atxalandabaso- en el dúo <«Udaberriko eguzki alaya geldiro illuntzean [El sol alegre de primavera, débil al anochecer]», que contiene tintes veristas con gran presencia orquestal, donde se modularon adecuadamente las dinámicas.
Además, brilló en las partes más concertantes con los otros protagonistas, coro y coro de niños. Y así, y de una forma cada vez más triste y emotiva, se dejó llevar a la escena final <«Goizeko eguzki argiak agur egitean [Adios a la luz del sol de la mañana]», o más poético, «[cuando la luz del sol mañanero se despida]», donde la interpretación por parte de Arteta del aria de Mirentxu -jugando con el clarinete- se convirtió en prodigio de sensibilidad y sinónimo de lo étereo, algo tan emocionante que trasciende lo material y lo convierte en espiritual. Sin duda, un aria que puede valer por toda una ópera. Finalmente, regresa el coro de niños, pero ahora ya no juegan y están tristes: «Era un ángel del cielo, enviado de dios», comentan.
Sin duda, un reencuentro de altura con esta Mirentxu, muy bien acogido por el público que -dado su carácter de versión de concierto- hubo de contar con la inestimable figura de un narrador como Carlos Hipólito que obró a una gran altura con su magia narrativa llena de matices y de rico y atractivo enganche prosódico. La música, de una calidad y belleza incontestables,prodigio de orquestación, puede absolutamente con un libreto más bien endeblebasado en el típico triángulo amoroso, que al final acaba en tragedia -al contrario que cualquier otro argumento zarzuelístico-, si bien dulcificada por el perdón de Mirentxu hacia su amor perdido. Si lamentablemente tarda tanto en volverse a representar escénicamente, esta reposición merece que -al menos- constituya una nueva grabación de la obra -con el plus de que todos sus intérpretes dominan el euskera-, a la espera de una futura de referencia a la altura del genio de Guridi.
Foto: Javier del Real
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