Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona. 26-IV-2018. Gran Teatro del Liceo. Demon- El Demonio (Anton Rubinstein). Egils Silins (Demon), Asmik Grigorian (Tamara), Igor Morozov (Príncipe Sinodal), Alexander Tsymbalyuk (Príncipe Gudal), Larisa Kostiuk (Niñera de Tamara), Yuri Mynenko (Ángel). Dirección musical: Mikhail Tatarnikov. Dirección de escena: Dmitry Bertman.
Anton Rubinstein es una figura de gran importancia dentro de la música rusa, aunque mucho más como virtuoso del piano, director de orquesta y pedagogo musical (fundador y profesor del conservatorio de San Petersburgo), que como compositor, pues en su música predominaba el gran oficio y cierto academicismo, sobre el genuino talento o la verdadera inspiración. Sin embargo, hay que agradecer al Gran Teatro del Liceo la programación -y estreno en este recinto, ya que en Barcelona se había representado cantada en italiano en el Teatro Novedades en el año 1905- de Demon (San Petersburgo, 1875), la única ópera entre las muchas que compuso Rubinstein que mal que bien ha subsistido, toda vez que el papel principal y algunas de sus intervenciones han atraído a importantes cantantes de la cuerda de bajo y barítono. Una obra, con libreto de Pavel Viskovatov basado en el poema de Mikhail Lermontov, que obtuvo gran éxito y se llegó a representar con gran asiduidad hasta que cayó en el olvido en el siglo XX. En ella encontramos un tratamiento del maligno propiamente romántico –como en tantas creaciones de la época en otras latitudes-, la lucha del bien y el mal, el amor puro y redentor, mediante una música rusa -que anticipa pasajes de creaciones posteriores-, pero con gran influencia germánica como puede comprobarse especialmente en el gran dúo final, de ecos Wagnerianos por duración, intensidad y exaltación romántica.
Un demonio envejecido y de cabellos grises, deprimido y hastiado (no hace falta propagar el mal, ya que forma parte de la naturaleza humana), busca redimirse por el amor pleno y sincero que siente por Tamara, una especie de Senta a la rusa. “Dios exige obediencia no amor”, “Quiero libertad y pasión”, afirma este angel caído, que cuando encuentre un amor puro y sincero, sin opresión, volverá a Dios.
Un prestigioso cantante, en este caso el barítono Dmitri Hvorostovsky (fallecido el 22 de Noviembre de 2017), era el puntal principal de estas funciones y a su memoria van justamente dirigidas. Un veterano como Egils Silins, protagonista de una de las pocas ediciones discográficas de la obra dirigida por Vladimir Fedoseyev en 1997 (sello KOCH) asume el papel protagonista. Por cierto, que esta grabación ni siquiera figura citada en la discografía contenida en el programa de sala publicado por el Liceo en un extraño y sorprendente artículo, que no firma nadie y en el que se despacha la grabación histórica del sello Melodiya de 1950 espléndidamente dirigida por el gran Alexander Melik-Pashayev, como un “producto que deja bastante que desear”, además de despreciar a un cantante de la calidad de Alexei Ivanov y ¡¡¡sin hacer mención siguiera al Príncipe Sinodal del eximio tenor Ivan Kozlovsky!!! Sin comentarios.
Silins mostró un sonido aún con cierta amplitud, pero desgastado, mate y limitado en cuanto a penetración tímbrica. Sin especial carisma, con un registro agudo apretado y sin expansión, un grave justo y un fraseo compuesto, aunque de escasa variedad, firmó una digna creación de este maligno, que para conseguir ese amor de la muchacha que le ha deslumbrado, no duda en eliminar a su prometido, pero al final, fracasará, pues “no hay redención para el pecador eterno” como cantan las huestes celestiales al final de la ópera.
Notable la Tamara de Asmik Grigorian, una soprano de estirpe, hija del tenor Gegam Grigorian y la soprano Irena Milkeviciute y que fue con diferencia la mejor del elenco. En lo interpretativo, resultó creíble su encarnación de esta muchacha que siente (y cuya voz solamente ella escucha) esa extraña presencia del maligno y a la que la pérdida de su prometido, justo antes de la boda, llevará a ingresar en un convento donde la seguirá el demonio para declararle su amor y ser definitivamente rechazado, mientras Tamara, cual Marguerite de Faust, salva su alma. En lo vocal, Grigorian llenó la gran sala con una voz de calidad, caudalosa, amplia, homogénea y de atractivo timbre, además de prodigar una buena cantidad de sonidos plenos y restallantes. Asimismo, mostró buen sentido del canto, tanto en su escena de salida a orillas del Río Aragva, como en el arioso del tercer acto, una pieza de carácter nocturno, en la que la muchacha expresa sus tormentos y malos presagios. Una escena que anticipa claramente la de Lisa en su habitación en Pique Dame de Tchaikovsky, aunque en este caso, el alumno (uno de los grandes genios de la historia de la música) supera a su maestro por inspiración melódica y fuerza teatral.
El papel tenoril del infortunado Príncipe Sinodal contiene música de gran belleza e intenso lirismo, que anticipa las melodías de Lensky en Eugen Onegin y pasajes tenoriles de Rimsky Korsakov como los del Zar Berendei de La doncella en la nieve o el mercader indio de Sadkó. No se puede negar que Igor Morozov cantó con buena línea y plausible musicalidad, pero su material resultó insuficiente, excesivamente modesto, en cuanto a tamaño, cuerpo, sonoridad y proyección, sobretodo si tenemos en cuenta la gran sala del Liceo.
Alexander Tsymbalyuk exhibió cierta rotundidad como Príncipe Gudal, padre de Tamara, que en primer lugar piensa que su hija es presa de alucinaciones y luego ha de asumir cómo ingresa en un convento. Al que suscribe no le pareció adecuada la elección de un contratenor, más bien flojo (Yuriy Minenko) y hubiera agradecido una buena mezzosoprano para el papel de Ángel.
Mikhail Tatarnikov obtuvo un aceptable rendimiento de la orquesta del Liceo, expuso plausiblemente la buena orquestación de la obra, además de narrar la historia con estimables progresión y contrastes. Eficacísima la producción de Dmitry Bertman, Director del Teatro Helikon de Moscú. La escenografía (a cargo de Hartmut Schörghofer) se basa en un túnel cilíndrico inspirado en la magistral pintura de El Bosco, que puede admirarse en Venecia, “Ascensión al Empíreo” o “Ascención de los bienaventurados”, una de las cuatro partes de “La visión del más allá”, aunque al que suscribe también le recuerda al túnel del mítico Anillo wagneriano de Gotz Friedrich, tantos años vigente en la Deutsche-Oper de Berlín. Con dicho pasaje cilíndrico se simboliza el tránsito entre cielo, tierra e infierno y junto a un gran elemento esférico al fondo del túnel que va cambiando mediante el auxilio de proyecciones (la Tierra, el Sol, la Luna…), todo ello muy grato a la vista, narra de forma adecuada y eficaz la historia, caracterizando de forma atendible a los personajes, lo cual es siempre algo loable y a valorar positivamente, no digamos si se trata de una ópera que se representa tan poco.
Foto: A. Bofill
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