Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 26 y 27-I-2019. Teatro de la Zarzuela. El sueño de una noche de verano (Joaquín Gaztambide). María Rey-Joly / Raquel Lojendio (Isabella Tortellini/Reina Isabel), Valeriano Lanchas/Luis Cansino (Juan Sabadete/Falstaff), Antoni Lliteres/Santiago Ballerini (Gullermo del Moro/Shakespeare), Sandra Ferrández/Beatriz Díaz (Olivia), Toni Marsol/Javier Franco (Arturo Latimer), Pablo López (Tobías), Sandro Cordero, Jorge Merino, Ana Goya, Pablo Vázquez, Miguel Ángel Blanco. Coro y Orquesta titulares del Teatro de la Zarzuela. Dirección musical: Miguel Ángel Gómez Martínez. Dirección de escena: Marco Carniti
En el ámbito del que es uno de los principales compromisos del Teatro de la Zarzuela, dar a conocer en las mejores condiciones las obras menos conocidas del género, se encuadra esta reposición de El sueño de una noche de verano de Joaquín Gaztambide, ópera cómica según la denominación del propio autor, que se encontraba inédita desde su estreno en 1852 en el Teatro Circo de Madrid.
Las reposiciones de El juramento (año 2000 con una magnífica producción de Emilio Sagi, que volvió a programarse en 2012), El estreno de un artista (2011) y Catalina (2014) permitieron descubrir una música muy bella, de gran refinamiento y clara inspiración italianizante. En este caso, nos encontramos con una obra que pertenece a una tendencia habitual en la época, adaptar las operas comique francesas de más éxito. Por tanto, hay que resaltar que el libreto originario de Patricio de la Escosura no se basa en la comedia de Shakespeare, sino en el libreto de Joseph Bernard Rosier y Adolphe de Leuven para Le songe d’una nuit d’été, ópera comique de Ambroise Thomas, que también disfrutó de traducciones al alemán y al italiano como indica Francisco Parralejo Masa en su muy interesante artículo del programa de mano. Su trama se basa en la búsqueda de Skakespeare que realiza la Reina Isabel I de Inglaterra (la Reina virgen) por las tabernas londinenses con el propósito de rescatarle de su vida de vicio, encauzando con ello el amor que siente por el bardo -de imposible consumación por la diferencia de estatus entre ambos- y encargándole la creación de la comedia El sueño de una noche de verano. Gustavo Tambascio dejó planteadas las líneas básicas de la adaptación o revisión del libreto, antes de fallecer, situándola en la Roma de los años 50, los centrales del neorrealismo italiano cinematográfico. El gobierno español de entonces pretende rodar una zarzuela en cinemascope para conferir al género dimensión internacional con la baza de Shakespeare y pretende conseguir la participación de un afamado guionista en el exilio (como sucedió en su día con los intentos para que Buñuel volviera a realizar cine en España) y también la participación de Orson Welles, figura un tanto metida «con calzador». En fin, se mezclan personajes del siglo XX con los del siglo XVII, Falstaff pasa a ser «Juan Sabadete», Shakespeare el guionista «Guillermo del Moro» y la Reina Isabel, la princesa «Isabella Tortellini» que representa la financiación privada del proyecto…
Desde la admiración que uno tiene a Gustavo Tambascio y con la mayor de las comprensiones hacia la siempre problemática labor de quién tiene que apechugar con unas ideas ya dadas, -Raúl Asenjo encargado de completar la revisión del libreto- es obligado subrayar, que el resultado, en opinión del que firma estas líneas, se hace un tanto tedioso, demasiado largo, confuso, farragoso y hasta caótico. Diálogos inacabables con escasa gracia (de hecho transcurren unos buenos minutos hasta que se escucha el primer acorde de la orquesta), un Orson Welles cuya presencia se antoja inexplicable y que larga un discursito pretendidamente «filosófico», como ejemplos de un espectáculo que se va casi a las tres horas y se hace pesado e interminable. Se habla constantemente de «actualización», de «adaptación a los tiempos», lo que quieran, pero a mí y sobretodo cuando estamos ante una obra inédita desde su estreno, me hubiera gustado verla en su versión original. Eso sí, el montaje del italiano Marco Carniti con vistosa escenografía de Nicolás Boni nos brinda algunos momentos de indudable belleza como los del bosque y parque de Richmond en la segunda parte dentro de una puesta en escena muy grata a la vista.
La música de El sueño de una noche de verano posee el refinamiento, elegancia y delicadeza propia de Gaztambide, aunque resulta un tanto irregular, sin el acabado de una obra redonda como es El juramento. Dentro de las claras influencias italianizantes, destacaría estupendos números como el donizettiano terceto «Alto, lindas fugitivas», el bello preludio con solo de clarinete, así como el amplio dúo soprano-tenor, ambos de la segunda parte. Miguel Ángel Gómez Martínez puso al servicio de la partitura de Gaztambide toda su veteranía y gran oficio, su acreditado fondo musical, así como sus cualidades y experiencia como acompañante de las voces, pero no más, renunciando a extraer un mayor rendimiento y calidad de sonido a la orquesta, quedándose en una labor de cierta factura, suficiente, pero en el fondo, superficial, además de morosa, como si no terminara de creer del todo en las calidades de esta música.
En el doble reparto encontramos en la función del sábado día 26 al colombiano Valeriano Lanchas, que exhibió generosos decibelios, una vozaca gruesa y voluminosa, pero dura y pesante. La falta de flexibilidad se unió a la incapacidad para delinear y rematar una sola frase. Asimismo, su comicidad resultó más bien discreta, lo que constrastó con un desatado Luis Cansino, de material vocal más modesto que el de Lanchas, pero de suficiente sonoridad. El personaje, el texto, el movimiento escénico, la gesticulación… fue otra totalmente distinta, pues Cansino pudo dar, sin limitación alguna, rienda suelta a todas sus dotes de comediante, que son inacabables. Bien es verdad, que en su exuberante caracterización escénica algún momento pudo resultar excesivo, pero desde luego, el público de la función del domingo 27 se divirtió mucho más con su Falstaff/Juan Sabadete. La voz de la soprano madrileña María Rey Joly, que siempre fue atractiva de timbre, acusa desgaste en el centro, aunque en la franja aguda gana timbre y metal. En el aspecto interpretativo demostró sus tablas, su capacidad para pisar el escenario con desenvoltura, en una creación acertadamente histriónica, exagerada, como corresponde a la vacua y caprichosa aristócrata italiana, que se convierte en Reina Isabel en el ensayo de la obra que financia con la condición de protagonizarla. Sandra Ferrández secundó muy bien a la Rey Joly en su planteamiento y formaron una compenetrada pareja de veleidosas y superficiales aristócratas. En la función del Domingo 27 la pareja Raquel Lojendio y Beatriz Díaz, resultó más plana e insípida. La Lojendio es una cantante sensible y musical que sabe lo que es el canto legato (así lo demostró en la romanza «Del amor, la ardiente llama» y en las bellas frases del dúo con el tenor), todo ello a despecho de un timbre anónimo con escaso metal y justa proyección. En la pantomima de la segunda parte -durante el preludio con el estupendo solo de clarinete- Lojendio se puso «en puntas» y demostró su formación como bailarina de ballet, mientras, por su parte, la Rey Joly aportó sensualidad y tono irónico.
En el papel de Shakespeare /Guillermo del Moro, el tenor balear Antoni Lliteres, con una emisión irregular y un tanto calante, ofreció algunas notas apreciables, pero con mucho margen de mejora en el fraseo. Más atractiva la voz del tenor argentino Santiago Ballerini, arrebatado, lanzado y entusiasta, pero muy verde técnicamente, con unas notas notas agudas que resultaron todas abiertas, lo que resulta peligroso para la salud vocal.
Ni Toni Marsol ni Javier Franco –de emisión más canónica y templado canto- pudieron sacar mucho jugo a un ingrato papel como el de Arturo Latimer. Profesional el trabajo actoral de Jorge Merino, Pablo Vázquez, Ana Goya, Miguel Ángel Blanco y Sandro Cordero y eso que tuvieron que apechugar con diálogos no siempre brillantes.
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