Crítica del concierto de Michael Schonwandt al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla dirigiendo la Novena sinfonía de Mahler
El epílogo de la vida
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, 4-IV-2024. Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Michael Schønwandt, director. Programa: Novena sinfonía en re mayor, de Gustav Mahler.
El jueves de la semana de Pascua, aún con la resaca de una Semana Santa insípida y frustrante, asistí al Teatro de la Maestranza, que había abierto sus puertas unos días antes para un celebrado concierto de la OJA y ahora lo hacía para reencontrarse con la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. En los atriles descansaba la partitura de una de las cumbres del sinfonismo universal: la Novena sinfonía de Gustav Mahler. En el podio un veterano conocido de la formación: el danés Michael Schønwandt, ya septuagenario, pero cuya figura trae inmejorables recuerdos de décadas atrás (un robusto Concierto para piano nº 1 de Brahms con el desaparecido Lars Vogt, por ejemplo), y, de alguna manera, palía el programa que iba a dirigir el pasado año (también centrado en Mahler) y que fue cancelado por la huelga de los músicos.
En la mente de casi todos los melómanos están las referenciales versiones de esta magna obra: la filmación de Bernstein en la Philharmonie de Berlín con los Wiener Philharmoniker, las grabaciones de Walter, Klemperer, Giulini, Karajan, Maazel, Abbado o Barenboim, la despedida entre toses de Seiji Ozawa de su dirección de la Boston Symphony Orchestra en el Symphony Hall con ese estremecedor final de la sinfonía mahleriana, incluso aquí en Sevilla la frescura y seriedad sobre la que sostuvo Halffter una sensacional versión el lunes de Pascua de 2013 con la mencionada OJA. Sin embargo, a pesar de lo anterior, nada es comparable con la audición en vivo, no sólo por lo nutrido de la orquesta que necesita esta obra, sino por los diálogos musicales que obliga a establecer a los intérpretes una composición cuya realización exitosa y sincera está al alcance de muy pocos.
La orquesta sevillana ofreció una versión de primer nivel. A pesar de la desconcentración que provocan algunos móviles no silenciados (el propio maestro tuvo que volverse al público con cara de pocos amigos en el último movimiento), la plantilla estaba tan imbricada en sí misma, tan concentrada y compacta, tan mentalizada y centrada en la obra que el sonido desplegado perfumó el auditorio del Maestranza con los tintes místicos que no volvían a percibirse desde el Pelléas et Melisande de Plasson de hace dos años. Este sonido no era precisamente liviano, sino rotundo y enérgico en ocasiones. No fue, por tanto, este Mahler refinado y adelgazado, tampoco juguetón, irónico o vienés, sino natural y continuo, maduro y considerable, como pocas veces se escucha hoy. Schønwandt, llevando siempre el compás con su propio cuerpo, daba indicaciones ágiles y claras para los músicos, impidiendo que se perdiesen o distrajeran en algún momento.
El primer movimiento (larguísimo, de casi media hora de duración), nos dejó agotados con sus múltiples variaciones y leitmotiven, alternando lo kistch con lo misterioso, fluctuando desde lo puramente terrenal hasta lo espacial. En todo momento fue crucial el papel jugado por los metales: las trompas situadas a la izquierda del escenario, integradas física y musicalmente en el tutti, no se destemplaron en ningún momento y dispersaron notas evocadoras; los trombones, trompetas y tuba situadas a la derecha y algo separadas del resto tomaron excesivo protagonismo en más de una ocasión. Ejemplar trabajo de las maderas y las cuerdas, aunque hubo algún detalle especialmente rústico en las intervenciones de la flauta piccolo y de la propia concertino.
Los movimientos centrales (subtitulados por Mahler «Algo torpe y rudamente» y «Muy decidido»), sonaron exactamente así, dejando sin respiración al respetable y alcanzando la máxima cota de volumen en el teatro. El último, una especie de epílogo o adiós a la vida, ideado por Mahler como una remembranza sublimada de los compases encantadores del primer movimiento, que se van diluyendo hasta concentrarse sólo en la cuerda como si de una reducción a cuarteto de la partitura se tratara o, incluso, como un despojarse de todo artificio y progreso hasta volver sobre lo esencial, al modo haydiniano en su Sinfonía nº 45, tomó aquí velocidad y, siempre de frente, se encaminó a su consumación sin misericordia, como si de una muerte rápida y plácida se tratase.
No sé si todo el público que allí se congregaba se había enterado de lo que había pasado en la hora y media anterior a que prorrumpiera en aplausos y hasta prematuros bravos, pero lo cierto es que la celebración fue corta y un tanto insincera, precisamente cuando este ha sido uno de los grandes conciertos de la temporada en Sevilla y de la historia de la orquesta también. El maestro Schønwandt había hecho un trabajo concienzudo en muy poco tiempo, la Sinfónica le había seguido a pies juntillas dando una de las mejores versiones de sí misma. Este panorama es muy distinto al que hace tan sólo un año padecía. Ahora, en esta recién inaugurada primavera, también en lo climatológico, encara el final de la temporada con el horizonte de la elección de un nuevo gerente y con la despedida de su director titular y artístico, Marc Soustrot, que con Mahler, Bruckner, Prokofiev, Dvorak, Bartók y Shostakovich finalizará en los próximos meses una etapa de gran nivel para la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla que ha permitido al conjunto dejar atrás inercias y deficiencias felizmente superadas.
Fotos: Marina Casanova
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