Por Aurelio M. Seco
Oviedo. 11/IX/16. Teatro Campoamor. Mazepa, Tchaikovsky. Vladislav Sulimsky, Vitalij Kowaljow, Viktor Antipenko, Mikhail Timoshenko, Vicent Romero, Francisco Vas, Elena Bocharova, Dinara Alieva. Dirección de escena: Tatjana Gürbaca- Dirección musical: Rossen Milanov. Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias. Coro de la Ópera de Oviedo.
Ópera de Oviedo dio comienzo a su 69 temporada con un título inédito hasta la fecha en España: Mazepa, de Tchaikovsky, ópera que nunca se había podido ver en nuestro país y que la entidad asturiana ha puesto la primera del año, en un intento de diferenciarse y, de paso, aprovechar la ventaja mediática, no sabemos si también la económica, al tratarse de una ópera poco popular y atractiva para el gran público.
Mazepa no ha pasado a formar parte del repertorio operístico habitual de los grandes teatros. La tercera ópera de Tchaikovsky es sin duda mejor que la primera de tantos otros compositores, pero ni la firma del ruso ni el obvio interés de algunos de sus fragmentos es suficiente para hacernos concluir que estamos ante uno de los grandes títulos del género.
Quizás influya que Mazepa sea una obra un tanto confusa en su dramaturgia. No estamos ante una historia de amor, aunque en algunos pasajes lo parezca, ni tampoco ante un gran drama épico del que emane clara la figura de un héroe con el que el público pueda identificarse. Ni lo uno ni lo otro. La historia de amor que parece presentarse entre Mazepa y Maria en realidad no lo es, y a pesar de las apasionadas palabras que el cosaco le dedica en algún momento de la obra, al final no tiene el más mínimo escrúpulo en abandonarla a su destino en un preocupante estado de salud.
Porque sí, Mazepa abandona a su suerte a quien dijo amar, y no porque su lacayo le obligue a hacerlo apuntándole con una pistola como ha querido sugerir la directora de escena de esta producción queriendo restarle responsabilidad en el acto y distorsionando por ello la obra de forma artificiosa, sino por decisión propia. Orlik le invita a abandonarla a su suerte, pero él accede anteponiendo su salvación a sus sentimientos por ella. No estamos entonces ante el amor romántico expresado en el siglo XIX en tantas óperas –lo que sin duda exigiría sacrificio por el ser amado. ¿Acaso hay mayor muestra de amor, ahora y siempre?- sino, más bien, ante un caso obvio de seducción de un viejo canoso –así habla de sí mismo Mazepa-, encaprichado por una jovencita –de quien además es padrino- fácilmente influenciable por la imagen de un hombre poderoso.
Mazepa nos cuenta la historia de la victoria del zar Pedro I de Rusia, en la Batalla de Poltava, sobre Carlos XII de Suecia, confabulado aquí con el propio Mazepa, padre del independentismo ucraniano hoy realmente obtenido pero un traidor despreciable e inmoral desde la perspectiva de esta ópera. Como hemos dicho, no surge en la obra la figura clara del héroe de las grandes gestas. No lo es Mazepa, ni lo termina de ser Kochubei. Puede que sea Andrei el mayor héroe y principal protagonista de la más genuina historia de amor, aunque no sea correspondido por Maria y su papel sea secundario. Qué pena, porque algunos de sus fragmentos son realmente bonitos y podrían haber dado mucho más de sí.
Así que el Campoamor acogió, nada menos que el día de la Diada catalana, la infructuosa historia de la lucha por la independencia ucraniana de Mazepa, con una puesta en escena de la alemana Tatjana Gürbaca que resultó desajustada, escénica y, sobre todo dramatúrgicamente. Gürbaca describe a Mazepa -en el programa de mano-, claramente el malo de la película en la obra de Tchaikovsky, como un “hombre extraordinariamente culto y un ambicioso político de ideas progresistas”. Puede que confundiendo los valores del cosaco en la ópera con sus propias ideas morales y políticas o su imagen histórica, la directora lo ve como alguien que pone fin a “los viejos valores y subordina la religión a su voluntad”, como si la “voluntad” de Mazepa, muy cercana al concepto de matrimonio medieval, pudiera considerarse más moderna o mejor que los valores morales representados por la iglesia ortodoxa rusa, entidad que, a través de Kochubei, el bueno de la historia, intenta preservar a su jovencísima hija de las perversas garras de un “buitre” y, en verdad, “viejo sinvergüenza”, capaz de matar al padre para quedarse con la hija, por muy consentida que sea la unión.
Creemos que la propia falta de claridad que emana de la obra, que además sugiere abiertamente un dilema moral que todavía hoy estaría de absoluta actualidad –que un padre permita o no que su joven hija se case con un viejo-, abre una perspectiva dialéctica incómoda que exige del espectador, y de la directora de escena, que se posicione ante la historia. Por lo visto y leído, tenemos la sensación de que Gürbaca intenta redimir de alguna forma a Mazepa.
El resultado traslada la acción del siglo XVIII al XX, convirtiendo a la tropa de Mazepa en una especie de soldados con pistola vestidos al estilo de la Revolución cubana y a Maria en una jovencita presumida demasiado aficionada a las compras, no de muy buen gusto, por cierto, dado el poco atractivo vestuario de la producción. A Gürbaca tampoco le importó que en la ópera se hablase de sables y caballos, haciendo caso omiso de los choques entre lo que decía el libreto y lo que se veía en escena. No tuvo sentido la reconversión de un típico baile cosaco en un tatami donde unos niños hacían judo. El palacio de Mazepa fue convertido en una especie de restaurante surrealista en el que se incluyó a dos muertos a los que, por cierto, pudimos observar colocarse en su sitio. Exagerados movimientos en escena, situaciones dramáticas que no se correspondían con la acción y otras demasiado forzadas –la forma en la que Liubov corta el pelo a Maria, por ejemplo- o gratuitas, configuraron un espectáculo muy discreto en lo escénico. Hubo detalles que denotaron trabajo de fondo –la correcta realización de la señal de la cruz ortodoxa-, pero la mayoría de las ideas nos parecieron un tanto obvias. Por todo ello, la propuesta escénica recibió algunos pateos, que mostraron el desencanto de una parte del público que se percató de la falta de coherencia y atractivo de la propuesta.
Lástima, porque la parte musical salió bien. Dirigió Rossen Milanov, titular de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, que sorprendió con una propuesta musical seria que, aun con algunos matices, reconfortó la obra. La sonoridad de la OSPA resultó atractiva durante toda la función. Es frecuente que en óperas de cierta longitud el sonido se descuide un poco al final, por cansancio o falta de concentración, pero en general la sinfónica asturiana dejó ver el sonido contundente y expresivo que necesita esta obra. Nos hubiera gustado todavía más que el director búlgaro hubiera optado por potenciar la elocuencia sonora del estilo de Tchaikovsky como norma general, e incluso que lo hubiera llevado hasta sus últimas consecuencias, algo que prefirió buscar desde la elegancia y el matiz. No entendimos muy bien, por ejemplo, el rebuscado matiz dinámico expresado en diversos momentos por el coro, en fragmentos de raíz folclórica que, en nuestra opinión, se prestan menos al juego intimista de dinámicas que a la naturalidad y elocuencia expresiva. Tampoco reveló la versión excesivos problemas de comunicación con los cantantes, salvo quizás en relación con Vitalij Kowaljow en un momento muy concreto, y además importante, de la obra. En cualquier caso, estamos ante una reconfortante versión musical, de una expresividad atractiva y elegante.
Fue un acierto que el núcleo de cantantes procediesen de Ucrania, Rusia y Bielorrusia. La estética oscura típica de este tipo de voces y el dominio del idioma resultaron muy eficaces a la hora de encontrar el tono adecuado de la partitura.
El reparto estuvo compuesto por un conjunto de buenos cantantes que, si no hicieron brillar del todo la partitura, la interpretaron con indudable buen gusto y desahogada capacidad canora. Resultó atractiva la interpretación de Kochubei realizada por Kowaljow, puede que la más redonda de la noche, con una voz de notable volumen y un gran carisma escénico y vocal. Con algo menos de voz caracterizó Vladislav Sulimsky a Mazepa, pero mostrando unas llamativas cualidades como intérprete. Viktor Antipenko se mostró muy seguro y generoso interpretando a Andrei, y aunque sus virtudes líricas reflejen cierta tensión y un vibrato poco expresivo, resolvió con gran talento todas las vertientes de su papel. Algo menos interesante resultó el trabajo de Elena Bocharova como Liubov, habiendo sido, sorprendentemente, de las más aplaudidas. Bocharova mostró una muy llamativa y nada agradable falta de homogeneidad en los diferentes registros. Su voz cambiaba tanto al pasar del agudo al grave que llegó a resultar ligeramente excéntrica y, desde luego, inapropiada. Este contraste también lo encontramos un tanto exagerado al hablar de la dinámica. Por otro lado, su participación fue enormemente generosa, algo que llegó muy claramente al público y fue de agradecer.
Hay que destacar del resto del reparto el fantástico trabajo desarrollado por Francisco Vas como Un cosaco borracho, papel que supo caracterizar maravillosamente, desde la justa comicidad y llamativas dotes actorales y canoras. Buen trabajo también el realizado por Dinara Alieva como Maria. Se hubiera agradecido en su caso una línea de canto más rica en dinámicas, pero su participación nos pareció que estuvo muy ajustada al personaje, vocal y escénicamente. Mikhail Timoshenko como Orlik y Vicent Romero como Iskra estuvieron correctos. Y dejamos lo que nos ha parecido más llamativo para el final, el trabajo vocal y escénico desarrollado por el Coro de la Ópera de Oviedo, que firmó una participación espléndida que dejó bellos momentos vocales, exquisitamente matizados desde el pianísimo hasta el forte, siempre dando la sensación de una emisión natural y sin estridencias. Es obvio que todo se puede mejorar, pero creemos que el conjunto de cantores de la entidad debe estar muy orgulloso de lo conseguido en esta producción, tanto en lo vocal como en lo escénico.
Eso sí, ya hablando en general, en el futuro obvien por favor los gritos de júbilo al final de la función. Cuando el público se levanta y el telón se cierra, el efecto de griterío no da buena sensación.
Foto: Ópera de Oviedo
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