José Amador Morales
Salzburgo. Kollegienkirche. 16-VIII-2017. Gérard Grisey: Les Espaces acoustiques. ORF Radio-Symphonieorchester Wien. Mario Gheorghiu, viola. Maxime Pascal, director musical.
Desmembrado por los medios, ahogado en el exceso de información, sobre-determinado en la era del zapping y videoclips, el tiempo que Bataille llamó 'sagrado' - el tiempo del arte, el amor y la creatividad, el momento en que sucede algo sin precedentes - sólo puede ser preservado por artistas que resistan por completo el ambiente de finales del siglo XX. Paradójicamente, estos son justamente los ritmos que alimentan e inspiran a los artistas, este es el único mundo que llama a sus preguntas. Y por esto la respuesta a esta inundación discontinua de información será una música que encuentra su propia unidad y continuidad. Su lentitud invernal será el eco invertido de un mundo cargado de estrés corriendo hacia su fin. Gérard Grisey.
Este auténtico manifiesto del compositor Gérard Grisey (1946-1998), al tiempo que una lúcida reflexión en torno al contexto de la creación artística de las últimas décadas, nos sitúa a la perfección las coordenadas interpretativas de una obra tan personal como la que nos ocupa. Y es que Les espaces acoustiques nos propone toda una experiencia perceptiva: acústica y desde luego enormemente musical, pero también visual, emocional y reflexiva.
Estructurada en seis fragmentos (“ciclo de seis piezas para diversas formaciones” es su subtítulo oficial) no formalmente homogéneos y compuestos entre 1974 y 1985, se ubica en el contexto del espectralismo (también conocido como música espectral o musique liminale como la denominaba el propio Grisey) en virtud del cual asistimos a una descomposición analítica de los elementos tímbricos como punto de partida de un posterior y creativo proceso de invención de un color sonoro nuevo. Como además el compositor francés no rehúye la periodicidad, la repetición ni tampoco la expresión, estamos ante una composición cuyo interés radica en la calidad musical per se y no en la adscripción más o menos militante a una vanguardia musical concreta. Y de ahí el éxito de la obra.
El concierto que comentamos tuvo lugar en una Kollegienkirche de Salzburgo habilitada con enormes pantallas acústicas bajo las bóvedas y el fondo, que evitaron en gran medida la habitual reverberación de los templos de este tipo. La interpretación, que alcanzó casi las dos horas de duración, se dividió en dos partes: tras las primeras tres piezas de corte más camerístico, acorde con las exigencias instrumentales de la partitura, se ofrecieron las restantes para formación sinfónica previo descanso. Pero como señalábamos al inicio, el principal valor de esta obra de Grisey es ante todo experiencial y un ambiente casi hipnótico de fascinación y entusiasmo se apoderó de la “sala” desde el primer momento en que apareció un fantástico Mario Gheorghiu sobre el púlpito del altar atacando el impactante prólogo para viola, no exento de belleza. Entre el máximo recogimiento y embeleso de los presentes - sólo un tenue foco le enfocaba en medio de la total oscuridad - hacia el final de la pieza, el viola mantuvo la misma nota sin solución de continuidad mientras bajaba hacia el escenario, momento en el que pudimos advertir infinidad de matices acústicos provocados por la ida y vuelta del instrumento, de la resonancia que provocaba su tránsito por las escaleras, etc… En un momento dado también hubo presencia eufemística de fenómenos sonoros extramusicales tan frecuentes en las salas de conciertos: músicos presuntamente nerviosos que se levantaban mirando la hora y el móvil sin parar, ruidos provenientes de una limpieza de arco, de la sordina de la tuba, de un manojo de partituras esparcidas por el suelo y hasta del director con su botella de agua…
Éste era Maxime Pascal, quien reveló un profundo conocimiento de la obra imponiendo un esencial equilibrio tímbrico y orden tanto dinámico como agógico. El director francés extrajo un nivel sobresaliente (en algunos casos de elevado virtuosismo) de unos músicos visiblemente entregados, haciendo gala de un llamativo histrionismo gestual que hizo las delicias de una la audiencia encantada.
Foto: Festival de Salzburgo
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