Por Aurelio M. Seco
Oviedo. 24/I/16. Auditorio Príncipe Felipe. Ciclo: Conciertos del Auditorio. Jeremy Irons, narrador. Kerstin Avemo, soprano. Martin Haselböck, director. Orchester Wiener Akademie. Obras de Beethoven
Importa la razón que lleva al público a un auditorio. Si se programan los últimos cuartetos de Beethoven y parte de él va únicamente por los exquisitos vinos y jamon de jabugo que la entidad programadora sirve en el descanso, no es lo mismo que si acude sólo por su interés en escuchar -sobre todo si es con sentido crítico- la obra de Beethoven. Hay una inquietud puramente musical en lo segundo, una alta cuna intelectual, aun admitiendo que un buen porcentaje de las personas que acuden hoy a un concierto lo hacen por convención social. Es lo que ha conseguido el prestigio que ha adquirido a lo largo del siglo XX la denominada “música clásica”, expresión infame que habría que desterrar y no volver a usar nunca más porque –ya lo hemos dicho muchas veces-, o hablamos de "música" o de otra cosa.
Está de moda entre los programadores e intérpretes asociar los conciertos con lo culinario, obteniendo con el maridaje importantes éxitos de público. No es malo que la gente se anime más a acercarse si le ponemos una copa de buen vino delante. Lo único es que no confundamos los medios con los fines, ni nos creamos milagrosos si logramos llenar cinco auditorios con la obra para piano de Alban Berg sólo porque al lado pongamos a Miley Cyrus leyendo un cómic. Acudirán miles de aficionados adolescentes a oír la obra de Berg para ver a Miley Cyrus pasar las hojas. El mundo de la ópera se ha contagiado también un poco de estas cosas por el camino de la escena, y como ya no parece suficiente acudir a un teatro para escuchar una ópera escrita hace tres siglos, se disfraza la escena de quisicosas para que entren por la pupila aunque no se tenga oído.
El pasado domingo se llenó completamente el Auditorio de Oviedo de un público deseoso de oír la música de Beethoven para poder ver a Jeremy Irons, actor de talento que en realidad tuvo un protagonismo secundario en lo que respecta al programa de la noche, pero que fue lo que más llamó la atención de unos asistentes poco acostumbrados a visitar el edificio para oír música, como demostró su excesivo y reiterado interés por aplaudir entre cada uno de los movimientos de la Séptima sinfonía de Beethoven. Sin ningún tipo de complejo, además, a pesar de las llamativas alusiones al silencio efectuadas por el público más acostumbrado a practicar la cultura del concierto. Es la prepotencia vacua del nuevo intelectual, capaz de discutir al propio Gustavo Bueno sobre Kant. Y aplaudo porque me da la gana y cuando me apetece y a mí nadie me dice lo que tengo que hacer...
Irons estuvo bien declamando su parte del Egmont de Beethoven, aun con algún puntual tropiezo declamatorio. No tuvo que esforzarse demasiado el actor, que sólo necesitó leer con intención un texto que apenas debía haberle costado el esfuerzo de la primera vista. La primera vez que vi a Jeremy Irons asociado a estas experiencias fue en el Covent Garden de Londres, con motivo de su participación en la ópera 1984, de Lorin Maazel. Todavía recuerdo su estupenda voz en el contexto de la ópera y uno de los leitmotivs más característicos de la partitura. Maazel tenía talento como compositor, pero fue su magisterio como director de orquesta lo que más y mejor llegó de su obra, un poco al hilo de las necesidades de este siglo XXI en el que las estrellas son los intérpretes y no los compositores. Tenía razón Adorno -por mucho que le doliera a Barce- si analizamos las cosas realmente existentes.
El concierto estuvo protagonizado por la Orchester Wiener Akademie, la soprano Kerstin Avemo y el director de orquesta Martin Haselböck, un director experimentado, apasionado y sensato que ofreció unas lecturas solventes de las obras programadas.
Se usaron instrumentos de época. Es importante señalarlo porque, cuando se trata de este tipo de instrumentos, conviene dar por hecho que nos vamos a encontrar ocasiones para torcer el gesto a lo largo de la velada. Instrumentos como las trompas naturales o las trompetas no son fáciles de templar. Las desafinaciones fueron frecuentes y, los desajustes de balances sonoros, un tanto abruptos por esta misma razón. Así que una situación que con instrumentos modernos parte de una base más o menos superada, con los antiguos hay que entrar en el juego de asumir esta naturaleza sonora como algo consustancial. Aun así, la factura podría haberse mejorado sustancialmente. La Sinfonía nº 7 de Beethoven estuvo dirigida con acierto y sana intencionalidad dramática. Haselböck sin duda entiende la obra desde su estructura, y aunque los tempi elegidos a veces nos parecieran algo rápidos, el carácter y expresividad de esta música tan difícil de hacer salieron a relucir, siquiera un poco. La orquesta respondió a un gran nivel sonoro, sobre todo en la cuerda, que mostró un sonido denso y adusto a pesar de tratarse de un conjunto pequeño. La escena y aria Ah! Pérfido para soprano y orquesta, op. 65 de Beethoven, nos permitió oír la elegante, dúctil y certera voz de Kerstin Avemo, soprano de talento que sufrió un poco para dejarse oír en los momentos de mayor densidad y al mostrar su registro más agudo, algo abierto y forzado. Sin embargo, el tono de su interpretación siempre resultó atinado y estuvo llevado por el buen gusto interpretativo que habla de una cantante de notables virtudes canoras. La interpretación de Egmont, op. 84 nos pareció lo más atractivo de la noche, por su equilibrio sonoro, la claridad con que fue presentada la obra y su aseado nivel expresivo.
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