Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 14-I-2018. Ciclo Liceo de Cámara XXI del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). Martha Argerich, Gabriele Baldocci, pianos. Obras de Ferenc Liszt, Dmitri Shostakovich, Robert Schumann, Sergei Rachmaninov y Maurice Ravel.
Sviatoslav Richter, uno de los pianistas clave de la segunda mitad del S.XX, falleció en Moscú en el verano de 1997. Poco después de su muerte, salió al mercado un entrañable documental sobre su vida filmado por el célebre realizador francés Bruno Monsaingeon, donde a través de entrevistas con él –llevados a cabo en sus últimos años de vida– y algunos de sus diarios, nos iba desgranando su fascinante y difícil personalidad. Un par de años después, salió el libro “Sviatoslav Richter - Notebooks & Conversations”, donde el Sr. Monsaingeon publicaba varios diarios del pianista y la mayor parte del material usado para el documental.
Lo saco aquí a colación, porque una de las cosas que más me llamó la atención, era lo extremadamente duro que el propio pianista era consigo mismo. Su frase final fue tremendamente controvertida, viniendo de quien venía: “No me gusto. Eso es todo”. Cuando leías pasajes de sus diarios, sobre todo cuando se encontraba en alguna de las giras en que había obras que repetía en distintos escenarios, era muy difícil encontrar un día en que “se hubiera gustado a sí mismo”. Lo habitual era leer varios días de duras críticas –de lo mal que había tocado casi todo– antes de encontrar algún día en que dijera “hoy sí que sí”. En el fondo, lo que subyacía siempre era lo mismo. Lo extraordinario ocurre en muy pocas ocasiones, incluso cuando hablamos de artistas inconmensurables.
Desconozco si Martha Argerich opina de la misma manera que el genial Richter, más sabiendo “lo poco que realmente conocemos de ella”–rodea su vida privada de un hermetismo casi total– pero lo que está claro es que es de los pocos artistas –probablemente la única– que consiguen que cada encuentro con ella, asistamos a algo realmente extraordinario.
Con los años, su temperamento nervioso le ha llevado a dejar de dar recitales en solitario, y centrarse en interpretaciones con orquesta y en veladas de cámara –sobre todo en su propio festival en la ciudad suiza de Lugano– donde siempre se rodea de amigos con los que la confianza es total. Uno de los formatos más asiduos es en recital a dúo junto a otro pianista, como fue el caso del domingo, donde vino acompañada del italiano Gabriele Baldocci con quien viene colaborando de manera intermitente desde hace más de 10 años. Este tipo de conciertos tienen un peligro evidente: la descompensación. Cuando Argerich se acompaña de un pianista de primer nivel (un servidor la ha visto en el pasado con intérpretes tan distintos como Nelson Freire, Kathia Buniatishvili o Lilya Zilberstein) el resultado suele estar en consonancia. Pero cuando su acompañante no está a ese nivel, como es el caso de este concierto, el resultado puede peligrar.
Gabriele Baldocci tardó en entrar en calor. En la obra inicial, las “Reminiscencias de Don Juan” de Liszt, el italiano respondió con algunas escalas confusas y varios arpegios rudos, a la precisión, el fraseo y la delicadeza con la que Argerich pincelaba las notas. Al terminar la obra, cuando salían de escena se vio a la argentina evidentemente enfadada.
Como las dos obras siguientes, también adaptaciones para piano de Ferenc Liszt sobre páginas operísticas de Verdi y Wagner, las interpretaba el italiano en solitario, la cosa no llegó a mayores. Su interpretación de la “Salve Maria de Jerusalem” de la ópera I Lombardi de Verdi fue delicada y muy musical, pero no salió tan airoso de la Muerte de amor del Tristan e Isolda de Wagner, auténtico Miura donde los haya, donde se le vieron todas las costuras.
Tras ambas obras, volvieron a salir al escenario y nos dieron el primer gran momento de la noche: el “Concertino para dos pianos“ de Dmitri Shostakovich donde la fusión entre ambos empezó a funcionar. A los prodigiosos arpegios en las octavas altas de la argentina, respondió el italiano con la misma fuerza expresiva, respondiendo con ardor al poderoso fraseo de Argerich. Con los primeros bravos sonoros de la tarde nos fuimos al descanso con una sonrisa de oreja a oreja.
La segunda parte fue milagrosa casi en su totalidad. Comenzó Argerich en solitario –algo que no suele ser habitual– con una versión excelsa de las“Escenas de niños” de Robert Schumann. No faltó de nada. De la delicadeza y el susurro de “Gentes y países extranjeros” a la gracia misteriosa de “La historia curiosa”. De la perfecta digitación de “La gallina ciega”al poderío controlado del “Acontecimiento importante”. El fraseo exquisito de “Ensueño” fue pura magia en sus manos. Podríamos seguir y no parar. Auténticamente sublime.
Salió de nuevo Gabriele Baldocci para la “Suite n° 1 para dos pianos” de Sergei Rachmaninov, y esta vez se tornaron los papeles. Él se situó en el primer piano y Argerich en el segundo. Fue quizás el mejor momento de la noche del italiano. Ambos inundaron la sala con el sonido amplio y brillante que demanda la obra, unido a un fraseo expresivo, románticoy encandilador, que nos llevó a la gloria. Su compenetración fue de tal calibre que por momentos parecían un único instrumentista. Lo único que pudimos echar en falta fue que en vez de esta primera suite, hubieran elegido la impresionante segunda, obra más cuajada y que es uno de los caballos de batalla de la argentina en este tipo de recitales.
Volvió Argerich al primer piano para la última obra del programa, una de sus clásicas para estos recitales: la versión para dos pianos de “La Valse”de Ravel. Metió la directa desde el principio, Baldocci no se arredró, y entre los ritmos imposibles del vals distorsionado y el fraseo seductor e hipnótico,por momentos nos pareció –como debe ser aunque rara vez se consigue– oír a una orquesta entera. Un par de pequeños desajustes entre ambos –el esfuerzo acumulado le pasó factura al italiano– en la parte final, fueron “peccata minuta” ante la versión volcánica que acabábamos de presenciar. Un dato a tener en cuenta fue la sonrisa enorme y natural que apareció en la cara de la argentina, que denotaba su satisfacción con el resultado obtenido.
Tras el estallido del público y varias salidas a saludar, nos obsequiaron con un par de obras fuera de programa. “La danza del Hada de azúcar” del Cascanueces de Piotr Ilich Tchaikovsky dicha con detalle y exquisita pulsación; y la “Brasileira”, el movimiento final de la “Suite Scaramouche”, que Darius Milhaud compuso en 1937 a petición de Marguerite Long, y que volvió a poner en pie al Auditorio nacional con los endiablados ritmos brasileños que habían cautivado al autor en su época de Embajador de Francia en el país sudamericano. Fue el antológico remate a un nuevo concierto excepcional de una artista excepcional, a la que no nos cansamos de ver como día a día, concierto a concierto, vuelve a convertir lo extraordinario en algo habitual.
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