Por Alejandro Martínez
28/11/2014 Berlín: Berliner Philharmonie. Martha Argerich, piano. Berliner Philharmoniker. Riccardo Chailly, dir. musical. Obras de Mendelssohn, Schumann y Rachmaninov
Seguramente algunos de ustedes recordarán un conocido anuncio cuyo lema comercial rezaba aquello de que “La potencia sin control no sirve de nada”. Riccardo Chailly pareciera haber interiorizado esa máxima, habida cuenta del pulso expuesto en este concierto en la Philharmonie berlinesa. Y es que ya desde los primeros compases de la obertura Ruy Blas de Felix Mendelssohn quedó claro el concepto que iba a marcar todo el concierto: ímpetu, vivacidad y apasionamiento, sí, pero bajo un control estricto y una matización constante. Entendió así Chailly a la perfección lo que escribiera Schumann en su concierto para piano, que tantas veces había dirigido ya anteriormente, precisamente junto a Martha Argerich. Propuso el director italiano un sonido acolchado y exquisito, primoroso, capaz de extraer de la orquesta verdaderas filigranas, con un primoroso sonido en piano. Una orquesta, por cierto, que respondió con una gama y variedad de intensidades de verdadero virtuosismo en cada una de sus secciones. Chailly posee además uno de los gestos más depurados y elegantes que pueden encontrarse hoy. Claro y nítido, su técnica con la batuta es diligente y comunica con fluidez, encontrando como respuesta un sonido firme y redondo. El resultado con el concierto de Schumann es el de una orquesta que no abruma, que no eclipsa nunca al piano, sino que dialoga con él como en un juego constante, un dialogo tejido de forma continua en el que la orquesta arropa y acompaña a un instrumento protagonista cuya línea sin embargo no se entiende sin la contribución de la formación.
No vamos a descubrir a estas alturas la genialidad de la pianista argentina Martha Argerich, pero sí cabe sorprenderse ante su frescura y agilidad cuando ha superado ya los setenta años de edad. Sus manos atesoran un oficio y madurez descollantes, pero transitan por el teclado con la levedad y virtuosismo de una veinteañera. En su forma de encarar este concierto destacaron, por encima de todo, dos virtudes: la seguridad y la poesía. Sus manos son precisas y artesanas, como si estuvieran amasando por enésima vez un concierto que su dueña conoce como la palma de su mano (recordemos que lo grabó ya en fecha tan lejana como 1978, para EMI). Posee Argerich esa recóndita aptitud de los más talentosos para hacer sonar fácil lo infinitamente complejo. El resultado final que quedó en el oyente, así, no fue otro que la maravillosa sensación de que Chailly y Argerich, mano a mano, con la Filarmónica de Berlín y este concierto de Schumann, “simplemente” habían hecho música, ni más ni menos, grande y gloriosa, pero “simplemente” música. Sin duda, algo que sólo está dado a quienes tienen un consumado oficio y un talento desbordante.
A decir verdad nos cuesta empalizar con el carácter tan enfático, equívocamente extrovertido y por momentos abrumador, que destila Rachmaninov en su tercera y última sinfonía, que es una suerte de adelanto de lo que serían poco después sus Danzas sinfónicas, su último trabajo para orquesta, un fresco colosal y dispar, difícil de sostener en pie sin una batuta especialmente hábil y dotada. Algo semejante sucede con esta tercera sinfonía, tan singular. Extraña de hecho ya desde su comienzo, con ese dibujo enigmático y sutilísimo de clarinete, trompa y cello en el Lento, al que poco después sigue un acorde estruendoso, que sacude la sala con su ímpetu. Toda la sinfonía es de algún modo un constante vaivén, un oleaje se agita y se calma una y otra vez y que viene rematado por un Finale poderoso y exultante, casi festivo.
Compuesta apenas recién llegado a su Villa Senar junto al lago de Lucerna, en abril de 1935, esta partitura está impregnada de una indudable melancolía, una nostalgia no siempre apacible, por momentos incómoda, agitada, casi violenta. Es el desasosiego de una errancia que alejó a Rachmaninov demasiado temprano de su región natal al eclosionar la revolución de octubre. De esta manera esta sinfonía entronca con la tradición más genuina del sinfonismo ruso, de genuina escuela, cono ese empleo melódico y esa orquestación ampulosa e intimista a un tiempo. Pero es también una sinfonía experimental, el reflejo de una búsqueda. No en vano, sin una batuta experimentada y con personalidad, esta sinfonía puede quedar en poco más que una sucesión deslavazada de efectismos puntuales. Pero Chailly ha sentido siempre una proximidad muy notable por la obra del compositor ruso, al que se acerca con familiaridad y con certeza, confiado y seguro. Sin la menor duda lo mejor de su lectura de esta partitura de Rachmaninov vino con ocasión del Adagio, el movimiento central de los tres que componen la estructura tan poco convencional de esta obra. Chailly encontró aquí un terreno cómodo, donde obtener de la Filarmónica de Berlín una repuesta virtuosa, jugando con una infinita gama de intensidades y dinámicas en sus cuerdas.
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