Por Raúl Chamorro Mena
Berlín, 6-IV-2018, Deutsche Oper. Das Wunder der Heliane -El Milagro de Heliane (Erich Wolfgang Korngold). Sara Jakubiak (Heliane), Brian Jadge (El extranjero), Josef Wagner (El gobernador), Okka von der Damerau (La mensajera), Burkhard Ullrich (El juez ciego), Derek Welton (El portero). Coro y Orquesta de la Deutschen Oper Berlin. Director Musical: Mark Albrecht. Dirección de escena. Christof Loy.
Efectivamente, El milagro de Heliane, ópera en tres actos de Erich Wolfgang Korngold (1897-1957) estrenada en Hamburgo en 1927, consagra una vuelta de tuerca en clave profundamente mística y espiritual a ese amor metafísico que no puede plasmarse en la Tierra y sólo puede realizarse en el más allá, en la eternidad. Con un libreto de Hans Muller-Einigen basado en un texto de Hans Kaltneker, el compositor moravo nos plasma esa lucha entre el bien y el mal fundamental del romanticismo, exaltando la victoria del bien, la realización de ese amor sublime con intervención de lo sobrenatural y añadiendo un mensaje de fraternidad. El mal, ese gobernador incapaz de amar y que impide la felicidad de su pueblo desaparece y es derrotado por el milagro de Heliane que posibilita la realización de su pasión con el extranjero, personaje de claros tintes mesiánicos y con ello el pueblo recupera la ilusión por la felicidad. Korngold, una especie de niño prodigio, de genio -así lo calificó Gustav Mahler- desde la cuna y que había estrenado sus primeras óperas –El anillo de Polícrates y Violanta- con 19 años de edad, expresa todo ello mediante una música de una belleza cuasi sobrehumana, con una exaltación de naturaleza postromántica absolutamente irresistible. Una partitura con influencias de Richard Strauss, Gustav Mahler y Giacomo Puccini y que era la favorita de su autor, aunque desapareció de los escenarios junto a todas las demás durante el siglo XX.
La obra de Korngold sufrío primero los embates del nazismo que la encuadró en la llamada Entartete musik (“Música degenerada”), posteriormente padeció el desprecio del filosnobismo, de esa “vanguardia” inflexible del ceño siempre fruncido, que le consideraba un “músico del pasado” y que no le perdonó que escribiera exitosas bandas sonoras (importantísima, además, fue su aportación en este ámbito) para películas de Hollywood entre las que destaca “The adventures of Robin Hood” (Michael Curtiz y William Keighley, 1938) protagonizada por Errol Flynn. Tampoco hay que desdeñar la enorme presión que ejerció en Korngold su inflexible padre Julius, importante crítico musical -una especie de heredero de Eduard Hanslick- defensor a ultranza del conservadurismo musical. Afortunadamente en los últimos años, obras tan fanscinantes como el concierto para violín y la ópera Die tote Stadt (“La ciudad muerta”, su única composición que no llegó a desaparecer totalmente de los teatros) están disfrutando un merecido renacimiento, que no ha llegado, sin embargo, a “Das wunder der Heliane”. La explicación hay que buscarla en que estamos, como ya se ha subrayado, ante una creación complejísima, que conjuga elementos como neorromanticismo, simbolismo, filosofía, misticismo, expresionismo… con una dramaturgia aparentemente poco teatral y una orquestación exuberante, riquísima, junto a una escritura vocal muy onerosa. Por ello, estas representaciones de la Deutsche Oper de Berlin se presentaban como todo un acontecimiento y el resultado artístico obtenido en la función que aquí se reseña -ultima de la serie y por tanto, con todo ya perfectamente rodado y “engrasado”- eleva el acontecimiento, con todo derecho, al terreno de lo inolvidable.
Orquesta y coro realmente sobresalientes bajo la dirección de Mark Albrecht, que humildemente, sin alaracas, ni divismos trasnochados, pero con entrega y entusiasmo, demostró una gran devoción por la partitura e hizo plena justicia a este monumento musical. Si pudo sentirse toda la intensidad, toda la exaltación, toda la fuerza emocional de esta música, también, por supuesto, el fascinante colorido orquestal, los primorosos detalles y sonoridades, el subyugante refinamiento tímbrico, las apropiadas atmósferas. Albrecht, la magnífica orquesta de la Deutsche Oper en estado de gracia y un coro deslumbrante por vigor, brillo y extensión transmitieron la transcendencia de esta colosal composición y lograron que el público la experimentara de forma vívida y plena.
A ello colaboró también y de forma determinante, cómo no, el elenco vocal encabezado por la soprano Sara Jakubiak y el tenor Brian Jadge, que representaron espléndidamente la tradicional calidad y acreditada solvencia de la escuela americana de cantantes exhibiendo una solidísima preparación musical y una expresión siempre sincera y genuina.
Brian Jadge lo tiene todo para ser un gran tenor de repertorio alemán y Wagneriano en particular. Potencia, resistencia, capacidad para acometer una tesitura imposible, proyección, timbre, sonoridad.... Sin embargo, lo que más aborda es ópera italiana (será Enzo Grimaldo de Gioconda en el Liceo la próxima temporada), en la que rinde menos en opinión del que suscribe, como pudo apreciarse en el Macduff de Macbeth que interpretó en el Teatro Real. Magnífica, sin embargo, fue la interpretación de Jadge de este extranjero, un personaje mesiánico que hace que el pueblo recupere la sonrisa, la ilusión por ser feliz, algo que les prohibe su tiránico Gobernador, porque piensa que los hombres no son los suficientemente maduros para ser felices.
Es justo resaltar cómo se merece la capacidad que tuvo el tenor estadounidense para brillar en un papel agotador (en el primer acto su presencia es constante) con una tesitura inclemente, manteniendo de principio a fin un sonido timbradísimo, pleno, corposo, bien proyectado y de indudable atractivo frente a una orquestación pletórica. Todo ello, además, con un fraseo vibrante y elocuente, con gran carga expresiva e intensidad en la acentuación así como una entrega interpretativa sin reservas. Brava también su compatriota la soprano Sara Jakubiak, que realizó el desnudo íntegro conforme a libreto y si no puede presumir de un timbre especialmente bello ni personal, sí de una indiscutible sensibilidad musical y una línea de canto irreprochable como demostró especialmente en la bellísima aria “Ich ging zu him” del acto segundo, pieza que grabara en su día la gran Lotte Lehmann (que protagonizó el estreno Vienés de esta ópera) y más recientemente René Fleming. Asimismo, la encarnación dramática de Jakubiak tuvo las adecuadas dosis de sensualidad y un indudable compromiso interpretativo. Igualmente entregado el gobernador de Josef Wagner, si se quiere por debajo de los referidos protagonistas en el apartado vocal –pues mostró timbre gris y un registro agudo taponado, falto de expansión- pero impecable en lo interpertativo, creando sin exceso alguno, un personaje tan negativo, un tirano cruel que ama a su esposa, pero no ha logrado poseerla y que se consume por los celos ante la fascinación de la misma por el extranjero. Entre los secundarios destacaron, por un lado, la voz amplia y extensa de Okka von der Damerau como la mensajera y por otro, Derek Welton, ese miembro del ensemble del teatro, siempre impecable tanto en lo vocal como en lo escénico. Algo por debajo el juez ciego de Bukkard Ulrich, timbre tenoril modestísimo, blanquecino y filiforme, aunque manejado con cierta habilidad.
Gracias a los Dioses, Christof Loy no nos amargó la velada (como otras veces) y diseñó una puesta en escena que puede calificarse de "normal", teniendo en cuenta el hombre y su circunstancia. Con una escenografía única para los tres actos, el montaje se centró en la caracterización de los personajes y en un elaborado movimiento escénico en perfecta comunión con la dirección musical y los cantantes contribuyó a un espectáculo mágico, intenso, emocionante, definitivamente memorable.
Foto: Monika Rittershaus
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