Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 18-VI-2017, Teatro de la Zarzuela. Marina, Emilio Arrieta. Leonor Bonilla (Marina), Eduardo Aladrén (Jorge), Germán Olvera (Roque), Ivo Stanchev (Pascual), David Oller (Capitán Alberto), Graciela Moncloa (Teresa), Antonio González (Marinero). Rondalla Lírica de Madrid “Manuel Gil”. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Ramón Tébar. Dirección de escena: Ignacio García.
Marina es una obra emblemática del género lírico nacional por muchas razones. Por la popularidad imperecedera de sus inspiradísimas melodías que han trascendido al teatro y formado parte del acervo musical popular. Hasta hace muy pocos años era difícil encontrar un hogar español en que no se haya escuchado a alguno de sus miembros entonar (o intentarlo) el “Costa la de Levante, playa la de Lloret”, o el inmortal brindis, o bien la seguidilla o el tango de Roque. Asimismo, encarna perfectamente esa lucha o enfrentamiento entre la zarzuela y la ópera (más bien, el sempiterno intento por crear una ópera española) durante el siglo XIX por asumir la primacía del género lírico hispano. El propio Arrieta, después de un estreno de la obra como zarzuela (Teatro Circo 1855), transformó Marina en ópera, fundamentalmente por el deseo del gran divo tenoril Enrico Tamberlick, uno de los grandes tenores “di forza” del Ottocento, que quería cantar la obra en el Teatro Real donde era triunfador cotidiano, pero también porque el propio Arrieta quería presentar allí la obra como ópera, que se consideraba un género “superior”.
En el Regio Teatro se estrenó en 1871 y ahora que se está celebrando un supuesto “Bicentenario” del mismo no estaría de más, que de una vez, volviera Marina a ese escenario, aunque si La favorita, obra con la que se inauguró en 1850 se programa “por la puerta de atrás” con dos funciones en versión concierto, pocas esperanzas hay para ello. Fallecido Camprodrón -el libretista originario de la zarzuela-, fue Miguel Ramos Carrión el encargado de la adaptación a ópera con la consiguiente supresión de los diálogos, lo cual afecta a la mejor compresión de la trama y la caracterización de los personajes, aunque estamos ante el típico argumento simple equiparable al de muchas óperas belcantistas, donde lo fundamental es que fluya el canto, el gran canto. Arrieta, que se había formado en el Conservatorio de Milán crea una obra de clara filiación donizettiana con ecos del primer Verdi en la que no faltan los momentos de música española. Una composición en la que brilla con luz propia la enorme inspiración melódica del músico navarro, que no es exclusiva de Marina, como pudieron comprobar los espectadores que asistieron en el Teatro Real a las reexhumaciones de Ildegonda y La conquista di Granata o la de El dominó azul en el propio Teatro de la Zarzuela.
Se reponía la producción de Ignacio García con la que retornó Marina al recinto de la Calle Jovellanos en la temporada 2012-13, después de una ausencia de casi 20 años, aunque en esta ocasión no se interpretó el magnífico dúo de Marina y Roque del acto segundo que se había recuperado en aquella ocasión. El montaje, fundamentalmente nocturno, lejos de presentar un idílico paisaje costero con sus simpáticos y felices marineros, nos muestra el esfuerzo y sudor proletario de los trabajadores del puerto y los sinsabores de los hombres de mar, sin que falten las mujeres de la vida que ofrecen su cuerpo a los mismos. La escenografía de Jorge Sanz y Miguel Angel Coso resulta adecuada y funcional, si bien el mar acota en demasía el espacio del que disponen coro y artistas, que con un solvente movimiento escénico y cantando siempre delante, permiten que la obra se siga sin problemas y, lo que es más importante, que fluya el canto y las espléndidas melodías de la obra, que es lo principal.
La sevillana Leonor Bonilla, que ya había llamado la atención del que suscribe con su Gianetta del Elisir d’amore del Maestranza (mayo del 2016), dotó de luz, juventud y frescura al papel protagonista. El timbre, lozano y radiante, no termina de liberarse resultando un tanto apagado en su centro, sin embargo gana mucho brillo en la franja aguda y sobreaguda, en la que pudieron escucharse notas rutilantes, espléndidas por fulgor y squillo. Un mayor asentamiento técnico e interpretativo permitirán ir corrigiendo el defecto apuntado, así como ganar en variedad en el fraseo, indudablemente fino y delicado, y en desenvoltura escénica. Buena la agilidad en “ya sus ojos divisan la playa” y en el rondó final, aunque con margen de mejora en cuanto a la precisión y posición de las notas picadas. Apreciable el trino previo al resplandeciente sobreagudo final, que desencadenó las ovaciones del público. El Jorge del aragonés Eduardo Aladrén destacó por potencia, caudal y facilidad en los agudos. Desde su salida con el mítico “Costa la de Levante, playa la de Lloret” hizo evocar en mí cerebro los adjetivos que el gran “vociólogo” Joaquín Martín de Sagarmínaga dedicara en cierta ocasión al también tenor aragonés Bernabé Martí: “voz salada y jotera”. Si bien, Aladrén, mostró una alarmante falta de técnica, así como unos modos canoros rudos y desaliñados, -además de poca seguridad en la afinación-, que poco casan con la escritura belcantista donizettiana del papel. Los agudos fueron auténticos “pepinazos”, pero de desigual factura, al estar atacados “por las bravas”, sin soporte técnico ni la debida resolución del pasaje y la cobertura de sonido. Incapaz de conferir el apropiado vuelo a una melodía sublime como “Feliz Morada”, cierto es que, Aladrén se fue asentando durante la representación culminando su mejor prestación en el tercer acto y, a pesar de los problemas técnicos (endémicos en la lírica actual) siempre hay que valorar una voz tenoril de esta calidad y ese buen puñado de sonidos con pegada en sala. El barítono mejicano Germán Olvera sostuvo el personaje de Roque, el mejor caracterizado de la obra, que combina comicidad y amargura. Aunque en este montaje se incide en la segunda particularidad, Olvera le dotó de una buena dosis de ironía. Su material vocal, desempastado, justito en el centro y modesto tímbricamente, aunque seguro en la franja aguda, -lo cual es fundamental en este terreno- y su canto aseado, -bien delineadas la seguidilla y el tango del último acto- rubricaron una correcta labor.
Ivo Stanchev fue un Pascual engoladísimo, atropellado –incapaz de cuadrar el cantabile “Yo tosco y rudo trabajador”, genuinamente rudo y vulgar donde los haya. Desde los primeros acordes, Ramón Tébar imprimió fuerza y tensión a su labor, aunque no logró embridar totalmente a la orquesta -llena de carencias-, ni pudo limar totalmente su sonido basto y nebuloso. Algunos tempi resultaron un punto demasiado lentos, aunque hay que destacar el estupendo balance y concertación del gran final del Acto segundo. Personalidad y total afinidad presidieron, como es habitual, la buena prestación del coro.
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