Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 14-XI-2018. Auditorio Nacional de Música. Maria João Pires y LilitGrigoryan, piano. Obras de Wolfgang Amadeus Mozart.
A Maria João Pires se la reconoce por muchos motivos, entre ellos el de ser una de las intérpretes más elegantes, correctas y transparentes de la música de Wolfgang Amadeus Mozart. Por ello no es de extrañar que la sala de cámara del Auditorio Nacional estuviera totalmente llena para escuchar a la portuguesa en el recital ofrecido el pasado 14 de noviembre dentro del ciclo organizado por La Filarmónica y que tenía por protagonista la música del compositor de Salzburgo. En esta ocasión Maria João Pires venía acompañada de la fantástica pianista Lilit Grigoryan, con la que se repartió el programa en una interesante alternancia entre piano a cuatro y dos manos.
Para quien firma estas líneas, Pires fue el reclamo y Grigoryan la sorpresa. Me explico: gozar en vivo y en directo de un talento como el de la gran Maria João Pires es algo que ningún aficionado a la música debería dejar de hacer antes de que el tiempo obligue a la pianista a retirarse definitivamente. Y con esa intención me dirigí al Auditorio, dispuesto a disfrutar del talento de la portuguesa pero con el temor de presenciar un «bolo» al estilo de los de Argerich y sus amigos; pianistas buenos, eficaces y sólidos, pero que languidecen junto al talento de la anfitriona. He visto a Baldocci quedar reducido a la nada ante la fuerza desmedida de Argerich, y temía que Lilit Grigoryan sufriera el mismo destino ante Maria João Pires. Pero no. No fue un simple «bolo», no fue un concierto improvisado de esos en los que ambos pianistas apenas ensayan —ya que hablamos de Argerich, su recital a dos pianos con Barenboim en Berlín el pasado mes de marzo fue más o menos eso, un compromiso poco estudiado, a pesar del inconmensurable talento de los dos argentinos—. Al contrario, lo que presenciamos fue la actuación de un dúo bien integrado, que tiene una idea interpretativa unificada a la cual someter su discurso. Fue toda una sorpresa, y tanto como esto lo fue el pianismo de Lilit Grigoryan.
Comenzó la velada con la pequeña Sonata para piano a cuatro manos KV 19d, escrita en la tonalidad de do mayor. Ya desde el comienzo fue posible percibir esa unidad a la que he hecho alusión: los ritardando absolutamente sincronizados, las pausas, las respiraciones, todo fluyó como si se tratara de un único pianista. Y eso es lo más difícil cuando se trata de hacer música a cuatro manos, alcanzar el consenso y trabajar en un discurso unificado. A todo esto, además, debemos añadir las dificultades —ampliamente superadas por las dos intérpretes— propias de la música de Mozart: la claridad melódico-armónica, la cohesión, y la transparencia en los planos sonoros.
Sobre el escenario, además del piano Yamaha CFX, una silla apartada en un lateral aguardaba a Lilit Grigoryan, que se sentó a escuchar como Maria João Pires interpretaba la Sonata KV 333 en si bemol mayor. Se trata de una obra especialmente célebre en la producción sonatística de Mozart, por su perfección formal y su exigencia técnica —el tercer movimiento casi parece un concierto sin orquesta en el que, incluso, hay escritoun pasaje de carácter claramente cadencial—. Aunque Maria João Pires ya no es una jovencita y los años enturbiaron algunos momentos, no hay duda de que su sonido mágico, cantable y nítido seguirá con ella hasta su último aliento. Tras la sonata en si bemol, Grigoryan se unió de nuevo a la fiesta y entre ambas pianistas interpretaron el Adagio y Allegro en fa menor KV 594. Nuevamente volvimos a ser testigos de la compenetración entre las dos intérpretes, a la cual es prácticamente imposible encontrarle fisuras.
Después del intermedio, la segunda mitad del concierto se abría con la Fuga a cuatro manos en sol menor KV 401, en la que el férreo rigor del contrapunto no impidió a las dos pianistas afrontar la obra con extrema delicadeza y un maravilloso control de las líneas melódicas. Llegó entonces el turno de que Maria João Pires se retirara a la silla a un lado del escenario para dejar el piano a Grigoryan, que interpretó la última sonata para piano de Mozart, la Sonata en re mayor KV 576. Se trata probablemente de una de las más difíciles, escrita desde y para el pianoforte, y con una textura fuertemente contrapuntística. La pianista armenia hizo un trabajo francamente bueno y, como ya dije al comienzo, fue la sorpresa de la noche. Para mí, que desconocía su existencia, supuso todo un hallazgo y a partir de ahora estaré pendiente de su trayectoria, pues creo que tiene mucho que decir y con mucha sensibilidad. Su Mozart, perfectamente delineado, con las dinámicas bien planteadas, vertido con energía y dulzura a partes iguales, fue prueba más que suficiente de su solvencia pianística. Finalizó el concierto, como no podía ser de otra forma, con las dos intérpretes sentadas al piano realizando una fabulosa versión de la Sonata a cuatro manos KV 521. Obra compleja, densa y dialogante, casi operística —como señala con gran acierto Marta Espinós en las notas al programa— destacó una vez más por la integración de ambas pianistas. Dinámicas, fraseos, flexibilidad en el tempo, todo fue fluido y natural, como si no les costara sacar adelante una música en la que la naturalidad es, precisamente, la mayor dificultad. Resultó evidente que Pires y Grigoryan disfrutaron sobre el escenario y ese disfrute se proyectó hacia un público que, impertinencias telefónicas aparte— escuchó con devoción y recompensó cálidamente el maravilloso trabajo de las dos pianistas.
Un concierto de los que hacen olvidar esa «cultura del bolo» en la que se mueven incluso las más importantes figuras de la interpretación y que, por respeto a la música en primer lugar y al público por añadidura, se debería evitar a toda costa. Maria João Pires y Lilit Grigoryan fueron el ejemplo perfecto de que si al criterio, el talento y la sensibilidad se le une un minucioso trabajo de conjunto, la música hablará por sí sola y lo hará con una fuerza tal que todos los elogios del mundo se quedarán pequeños y los posibles fallos mecánicos se volverán insignificantes. Es como si entre todos los objetos fabricados en serie, idénticas réplicas unos de otros, apareciese de pronto algo hecho a mano de forma artesanal, con las imperfecciones y particularidades que lo hacen único. Reconforta mucho comprobar que en la música, rodeados por estándares, todavía se encuentran esta clase de maravillosas rarezas.
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