Crítica de Pedro J. Lapeña Rey del debut de la violinista española María Dueñas con la Sinfónica de Viena [Wiener Symphoniker] en el Musikverein, bajo la dirección de Manfred Honeck
Viena a sus pies
Por Pedro J. Lapeña Rey | Foto: Fernando Frade / Codalario
Viena. Musikverein. 26-I-2023. Ciclo de abono de la Orquesta Sinfónica de Viena (WS). Violín: María Dueñas. Director musical: Manfred Honeck. Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 61 de Ludwig van Beethoven. Sinfonía nº 4 en do mayor de Franz Schmidt
La última semana de enero estaba sin duda marcada en rojo en la agenda de María Dueñas. La granadina, con poco más de veinte años, lleva tiempo apareciendo en los medios musicales de todo el mundo. Ha ganado premios aquí y allá, y ha debutado con éxito de crítica y público en salas tan emblemáticas como la Elbphilharmonie de Hamburgo, el Carnegie Hall neoyorquino, la Gran Sala Tchaikovsky del Conservatorio de Moscú, o el emblemático Auditorio Walt Disney de Los Ángeles. Pero ahora no era otro auditorio más. Estaba ante lo que puede ser el final de una etapa en su carrera -y por supuesto el comienzo de otra aun mas prometedora-. Una etapa caracterizada por el desarrollo de un talento natural –«de los que aparece una vez de generación en generación» según el Dr. Clemens Trautmann, Presidente de la Deustche Grammophone-, un tesón inquebrantable, una enorme personalidad y un trabajo inmenso forjado desde sus inicios en Granada hasta la decisión de trasladarse hace seis años a vivir a Viena para seguir sus estudios con el legendario profesor Boris Kuschnir, alumno directo entre otros de Dmitri Shostakovich, David Oistrakh o Valentin Berlinski, y a su vez profesor de figuras actuales como Julian Rachlin, Nikolaj Znaider o Sergey Dogadin. Y la suma de todo nos trae de nuevo a Austria.
Sí, de nuevo la capital austriaca para su debut con la Orquesta Sinfónica de Viena en el Musikverein. Un debut por todo lo alto, tres noches consecutivas, y dentro del ciclo de conciertos de la orquesta. Ya he comentado en ocasiones lo complicado que es llenar aquí cualquier sala. La competencia es brutal. Sin ir más lejos, estas tres noches en la vecina sala de Konzerthaus había conciertos del Festival Resonanzen y de Teodor Currentzis con la Orquesta de la Radio de Stuttgart SWR. En la Ópera había funciones de Bohéme y de Don Giovanni, con el cartel de «no hay billetes» en ambos sitios. Aun así, María Dueñas y la Sinfónica han estado a punto de llenar a diario Musikverein, con audiencias superiores al 90% del aforo.
Para la ocasión María Dueñas ha echado un órdago a la grande: El concierto de Beethoven, el concierto de los conciertos, quizás la página más emblemática del género. La página con la que también en su día debutó su profesor Boris Kuschnir en Leningrado junto a Temirkanov. Además, cuando entramos en la sala vimos varias cámaras situadas en la parte posterior del patio, en la zona de las Stehplatze, la zona de las entradas de pie. Luego vimos más en el escenario. Y micrófonos. La compañía de discos Deutsche Gramophone grababa el concierto para lo que será el debut de la granadina en el sello amarillo. Muchas derivadas -quizás demasiadas- para un debut. Sin embargo, María Dueñas, mostrando un aplomo a prueba de bombas pasó por encima de todo sin despeinarse, sin inmutarse, como si llevara haciéndolo toda la vida.
Su partenaire para la ocasión era Manfred Honeck, un director que hasta la fecha no ha sido santo de mi devoción, pero que aquí ha sido el colaborador ideal de la granadina. La complicidad se vio desde los primeros compases. El Sr. Honeck arrancó la obra con un tempo bastante ortodoxo y el característico sonido beethoveniano que lleva desplegando esta orquesta durante los últimos 120 años. Mientras, María Dueñas, hierática, en un vaporoso vestido de largo blanco, esperaba su momento canturreando en voz baja. Su entrada fue imponente. Con suprema elegancia y una tranquilidad pasmosa, fue desplegando su primer tema con un sonido cálido y homogéneo que se fundía con la orquesta de manera sublime. En este concierto el solista necesita alcanzar un difícil equilibrio entre la pura técnica instrumental, una musicalidad exquisita y una fuerza expresiva fuera de lo común. En esta fase, la granadina jugó más en serio las dos primeras cartas, desplegando dominio técnico y musicalidad a partes iguales, sin tomar riesgos innecesarios, hasta el fortísimo de la reexposición. Y ahí, cuando se enfrentó a la cadenza, surgió la tremenda personalidad de una artista que sabe lo que quiere. Ahí, María Dueñas se olvidó de lo fácil -si es que se puede llamar fácil a una cadenza del concierto de Beethoven-, se olvidó de la gran tradición, se olvidó de Kreisler, de Ysaÿe, de Milstein, de tantos y tantos que en el pasado han hecho cadenzas para este concierto, y planteó lo que solo una gran artista se atreve en un día así y en un escenario como este: una cadenza propia. De las once veces que he visto este concierto en vivo, solo en 2 ocasiones -Maxim Vengerov y Nigel Kennedy- lo han hecho. La última vez fue hace más de quince años cuando un brillante provocador como Nigel Kennedy lo hizo desplegando música actual. La de María Dueñas no llegó tan lejos como la del británico, pero también fue como un soplo de aire fresco, muy actual, con su punto de virtuosismo aunque jugando mas en el piano que en el forte, resaltando al máximo sus virtudes, luciendo su bellísimo sonido, jugando con dobles y triples cuerdas, con unos trinos de sonido generoso, y sobre todo, dentro de lo moderna que sonó, con un gran respeto a la esencia de Beethoven. Cuando se difuminó para reunirse de nuevo con la orquesta, el Sr. Honeck la recibió con una delicadeza exquisita, para terminar ambos con una coda muy equilibrada, que fue creciendo gradualmente hasta los acordes finales.
En el breve intermedio vimos sonrisas en director y varios integrantes de la orquesta, mientras María afinaba su violín. El Larghetto posterior fue un monumento al canto. Tras el arranque de la orquesta con el tema inicial, Dueñas desplegó un fraseo cálido en las dos variaciones y en el tema posterior, lleno de frescura, muy mediterráneo -me vino a la cabeza el singular Beethoven del añorado Carlo María Giulini que en su día acompañó a Arturo Benedetti Michelangeli con esta misma orquesta y que recibió los reproches de algunos y los elogios de otros muchos- con ese halo que se pierde en muchas versiones más virtuosísticas. Se la veía disfrutar, recrearse en la suerte, y sobre todo, nos hacía disfrutar. La entrada en el Rondó final fue imponente desplegando un virtuosismo de ley, jugando sobre todo con una tímbrica brillante, mas hermosa y redonda en los pp que en los ff, y desembocando en la breve cadenza final, también suya. La respuesta del público no se hizo esperar, y la de la orquesta tampoco. La prueba del nueve de como la granadina se ganó a los músicos es que toda la orquesta la acompañó en las dos propinas. Dos obras de virtuosos del pasado, que en su día también interpretaron este concierto con esta orquesta en este escenario: Eugène Ysaye y Fritz Kreisler. La Berceuse en fa menor del primero y el Liebesleid del segundo. Propinas amplias en las que siguió mostrando su perfecta posición en el escenario, su elegancia en el canto y en el fraseo, y su huida de alharacas. Sin despeinarse. Me atrevería a decir que casi sin sudar tras estar más de 65 minutos en el escenario, y dejar al público del Musikverein a sus pies.
Fue difícil bajar del clima de euforia, pero había que hacerlo y tras el descanso, nos adentramos en la música Franz Schmidt, un músico al que se sigue programando en Austria pero prácticamente desconocido fuera del ámbito germánico. Compositor postromántico, enemigo declarado de la atonalidad, y defensor -como casi todo el espectro político y cultural austriaco de aquel momento- del Anschluss, no fueron virtudes que se apreciaran tras la segunda Guerra Mundial, pero aun así, tanto la Sinfónica como la Filarmónica de Viena han seguido interpretando varias de sus obras como las sinfonías segunda y cuarta, y su oratorio El libro de los siete sellos.
Su Sinfonía nº 4 en do mayor, una suerte de réquiem por su hija que murió al dar a luz a su nieto, es un fresco sinfónico cercano a los tres cuartos de hora, que empieza y termina con un estremecedor solo de trompeta. Consciente del carácter de la obra, Manfred Honeck expuso con claridad meridiana los dos bellos temas -sobre todo el segundo- del Allegro molto moderato fraseando los consecuentes desarrollos con bastante intensidad y sobre todo recreándose en el bellísimo sonido de la orquesta. Un largo clímax muy bien graduado por el Sr. Honeck nos llevó en volandas hasta el emotivo solo de violonchelo con el que nos adentramos en el Adagio, quizás la parte más elegíaca de la obra. Las cuerdas mantuvieron tono y clima que termina de nuevo con el canto fúnebre del cello. Un breve y discreto repiqueteo de timbal nos introdujo en el Molto vivace, una especie de trio de gran intensidad orquestal donde Honeck aprovechó para mostrarnos la brillantez de las distintas secciones. Una lánguida llamada de la trompa nos lleva al Tempo I, un movimiento final de carácter sombrío donde el cuarteto de trompas nos encamina a una nueva exposición de los temas iniciales que desembocan en el mismo solo de trompeta con el que comenzó la obra.
El público premió con cuantiosos aplausos -en especial para el trompeta y el violoncello solita, para el cuarteto de trompas y para el propio Manfred Honeck- la brillante interpretación de esta interesante obra que merece oírse de cuando en cuando.
Foto: Fernando Frade / CODALARIO
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