Crítica de Álvaro Cabezas del concierto de la Sinfónica de Sevilla dirigido por Marc Soustrot, con las sinfonías números 4 y 5 de Chaikovski en el programa
Sólo Chaikovski
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 20-1-2023. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Marc Soustrot, director. Programa: Quinta sinfonía en mi menor, op. 64 de Pior Ilich Chaikovski y Cuarta sinfonía en fa menor, op. 36 de Pior Ilich Chaikovski.
Jamás había asistido a un concierto cuyo programa combinara estos dos importantes puntales del gran repertorio sinfónico. Tampoco ningún músico o melómano con el que haya hablado. Sí viví en una ocasión la mixtura de dos quintas: la de Shostakovich y la de Tchaikovsky, por ese orden, pero, desde luego, ofrecer dos platos fuertes como los que preparó el maestro Soustrot con la Sinfónica sevillana para la vuelta al Abono Sinfónico en estas primeras semanas del año se antojaba, de primeras, como un reto muy arriesgado. Lo era por varias razones. La primera es que las dos piezas suelen actuar como conclusivas de cualquier concierto que se precie. A pesar de lo populares que son –muchas orquestas y maestros basan su repertorio musical en la interpretación de las tres últimas sinfonías de Tchaikovsky, repárese, de hecho, en que estas obras constituían, junto con otras de Shostakovich y Prokofiev, el «plan de estudios orquestales» del «Sistema» de Venezuela ideado por José Antonio Abreu y desarrollado, entre otros, por Dudamel, Matheuz, Hindoyan, Payare, Paredes, Vásquez, etc.–, pero lo cierto es que ofrecerlas de manera conjunta en una misma sesión significa un derroche de energía tan solo al alcance de muy pocos directores y orquestas. Efectivamente, lo más usual es dosificar la fuerza y proponer primero una obertura o una pieza del Barroco o el clasicismo –que precise de poca masa orquestal–, luego un concierto para instrumento solista, cuyo intérprete asuma gran parte de la carga mientras la orquesta acompaña y, por último, rematar con una sinfonía del tipo y duración de, por ejemplo, estas de Tchaikovsky. La segunda razón es que presentar estas sinfonías juntas supone una función de más de dos horas de duración con el riesgo que ello conlleva sobre una posible caída de tensión, tanto del público como de los intérpretes, por no hablar del enorme esfuerzo y cansancio que provoca en estos. La tercera razón es que Marc Soustrot es un maestro de primera categoría, de mucha experiencia y que ya no necesita demostrar nada, por lo que cuando presenta un programa como este lo hace para ejecutarlo bien, por consiguiente, con la máxima exigencia para los profesores de la orquesta. Es cierto que hubo algunos de entre las secciones de madera y metal que actuaron en una sinfonía y no en otra, pero el resto repitió esta experiencia dos días seguidos, siendo maratoniana la jornada del jueves, en la que tuvieron el ensayo general por la mañana y el concierto por la tarde. Sin embargo, nada de este prejuicio se tradujo en lo vivido en la noche del viernes en el Teatro de la Maestranza. Todo lo contrario, este tour de force supuso uno de los grandes hitos de toda la historia de la Sinfónica de Sevilla, sin duda la mejor orquesta de toda España en la actualidad.
Para demostrar esa percepción solo habría que haber grabado la interpretación que se ofreció de la Quinta sinfonía. En líneas generales puede calificarse como de modélica y perfecta. El sonido parecía grabado en estudio, tal era el refinamiento, el sosiego y la resolución de las formas. El maestro francés siempre dirige con mucha naturalidad, sin amaneramientos ni decadencias propias de las que tanto gustan ciertos directores de su misma edad. Casi al poco de comenzar se inauguraron las emociones con un primer movimiento lleno de anima, tal y como se indica. Equilibrio, ensoñación y arte a pedir de boca. La orquesta respondía a pies juntillas a las demandas de Soustrot, con determinación, sin atisbo de duda, absolutamente segura, pero también libre. No se enlazó con el Andante cantabile como otras ocasiones, sino que se terminó bruscamente el primer movimiento y se esperó la creación de determinado ambiente de recogimiento para comenzar el segundo, que muy pronto se volvió intenso y encantador, de auténtica ensoñación. Parecía mentira que pudiera escucharse ese sonido realmente, sin haber sido sometido a ajustes técnicos de estudio que modulasen las dinámicas. Todo aquello tenía lugar delante de nuestros ojos, como si toda la vida se hubiesen llevado esos músicos tocando Tchaikovsky. Además no se percibió ningún fallo: el Valse pasó con bastante velocidad y, por último, el Finale, con ese desenlace tan fogoso y emocionante culminó con un sonido dorado todo un cúmulo de perfecciones delicadas. Conozco muchas orquestas que, de nuevo, se dosifican en esta obra, dejando toda la explosión para el final. Aquí no ocurrió eso, fue pura intensidad desde el principio y el público quedó extasiado y con ganas de seguir aplaudiendo, aunque los músicos se marcharon tras la segunda llamada para aprovechar el descanso.
La Cuarta sinfonía del compositor ruso es todavía más impactante y definitiva que la comentada con anterioridad. Los cuatro movimientos son cuatro joyas y, de alguna manera, resultan más diversos que los de la sinfonía siguiente, quizá más deslavazados, menos integrados unos con otros, pero están adornados con una personalidad –qué orquestación, cómo se responden unos y otros instrumentos–, imposibles de olvidar. Todo suena aquí mucho más ruso, especialmente el primero y el cuarto y, desde luego, con ese regusto nos quedamos al salir del teatro. Aquí la orquesta no estuvo tan fina como en la Quinta sinfonía, sino que por el contrario hubo más fantasía –algo que se agradece–, pero esto también supuso alguna leve desafinación en los metales, siempre al límite entre el sonido grandilocuente que reclama la página y un punto de rusticidad que puede evitarse si así se lo propone el director. Sin embargo, aquí Soustrot no quiso moldear el trabajo como un conjunto perfecto y unitario, tal y como había hecho en la primera parte, sino que dio rienda suelta a una orquesta que desplegó todas sus virtudes en sus trompetas, trombones, flautas, clarinetes y fagotes. En el primer movimiento parecían recrearse muchísimo y mostrarse morosos en los tiempos, aunque estallaron con furia en una coda final resuelta por la mano del director de una manera tan impresionante que provocó un silencio profundo entre el público, algo que permitió una pausa un tanto más larga de la que suele hacer el maestro entre movimientos, con tal de crear un nuevo ambiente que diera paso al Andantino del segundo, que se inició con el famoso solo de oboe que pareció escucharse como si fuera un paso de ballet, como si se pudiera bailar de puntillas. Cuando los violines recogieron ese tema y lo reprodujeron los vientos adornaron en segundo plano con destacadas intervenciones, realizadas de manera muy personal y creativa, en continua comunión, con compañerismo, en definitiva. Las cuerdas que llevaban toda la función matizando el sonido y manteniendo el pulso frente a unos metales embravecidos, tuvieron su momento de realce en el Scherzo, donde los profesores mostraron toda su habilidad digital con el pizzicato ostinato, que creó una base sólida sobre la que los vientos bailaron con gracia y vacile de achispado. Habría que reparar en que en un momento de extrema ironía de este tercer movimiento puede apreciarse casi por entero la melodía que serviría a Puccini para componer uno de los momentos más hilarantes de su Gianni Schicchi. El Finale: Allegro con fuoco se abre con la percusión a toda potencia: además de los timbales –el concierto fue dedicado, por cierto, al que fuera tantos años timbalero de la orquesta, Peter Derheimer, fallecido el pasado otoño–, se introducen los platos, el triángulo y el bombo y su combinación va marcando cada una de las secciones del movimiento. Todo suena muy eslavo, muy rústico, pero, a la vez, también muy hollywoodiense, ya que se pueden rastrear aquí algunas pistas de melodías desarrolladas después por John Williams para determinadas películas. La potencia y la fuerza, que se habían mantenido altas desde las ocho de la tarde, subieron aún más al filo de las diez de la noche para acometer de manera absolutamente descarnada y aceleradísima –quizá sea la vez que yo lo haya escuchado tan rápido–, una conclusión en la que cada pieza se encajó perfectamente en su lugar y en la que el maestro mantuvo con un gesto de tensión de su brazo la nota postrera para, a continuación, hacer estallar al conjunto y provocar una ensordecedora salva de aplausos. No escuchaba un final tan explosivo en esta obra desde aquel que se produjo el 2 de enero de 2007 en el propio Teatro de la Maestranza con Claudio Abbado y la Sinfónica Simón Bolívar, pero hay que reconocer que este fue mucho más personal y demostraba, una vez más, que una obra maestra como esta es como una fuente inagotable de la que siempre se pueden extraer nuevos y excelsos frutos artísticos. Curiosamente, a la vez que el público ratificaba con sus palmas y sus voces el agradecimiento al esfuerzo, el maestro se volvió y saludó con una tranquilidad pasmosa y sin una aparente gota de sudor en su semblante, como si haber interpretado dos sinfonías de Tchaikovsky dos días consecutivos fuera lo más natural y fácil del mundo. Ya no volveremos a verlo de nuevo sobre el escenario sevillano hasta finales de marzo cuando, con la 6ª sinfonía del compositor, se corone este majestuoso ciclo del maestro ruso.
Foto: Sinfónica de Sevilla
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