Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Manon de Massenet en el Teatro del Liceo de Barcelona, bajo la dirección musical de Marc Minkowski y escénica de Olivier Py
Nadine Sierra y, después, la nada
Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona. 22-IV-2023, Gran Teatre del Liceo. Manon (Jules Massenet). Nadine Sierra (Manon), Michael Fabiano (Des Grieux), Laurent Naouri (El Conde Des Grieux), Alexandre Duhamel (Lescaut), Albert Casals (Guillot de Morfontaine), Inés Ballesteros (Poussette), Anna Tobella (Javotte), Anaïs Masllorens (Rossette), Tomeu Babiloni (Bretigny). Orquesta y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Marc Minkowski. Dirección de escena: Olivier Py.
El Liceo ha dedicado, como no podría ser de otra forma, estas funciones de Manon a la grandísima soprano Barcelonesa Victoria de los Ángeles, una de las grandes cantantes de la inagotable cantera española. Un prodigio de exquisitez y clase, que interpretó Manon de forma referencial –un ejemplo de primoroso canto francés- y completó hasta cuatro ediciones en el gran coliseo de La Rambla.
La anterior programación de esta hermosa ópera de Massenet en el gran coliseo de La Rambla tuvo lugar en 2007 con estupenda producción de David McVicar y protagonismo de Natalie Dessay y Rolando Villazón. La soprano francesa completó una memorable caracterización vocal y dramática, mientras que el mejicano demostró ya claros problemas vocales, pero su química con la Dessay resultó flamígera. A pesar de su lógico declive, la presencia de Samuel Ramey como Conde Des Grieux fue todo un lujo.
Esta reposición de la Manon de Massenet del año 2023 en Barcelona gira alrededor de la dominadora presencia, como protagonista, de la soprano estadounidense Nadine Sierra, que, sin llegar a borrar en mi memoria la fascinante creación que realizó Natalie Dessay en 2007, completó una notable creación dramático-vocal, resultando la mejor, con mucha diferencia del elenco. Resulta muy adecuada al respecto, el aria de otra Manon, la de Giacomo Puccini, cuando entona en el último acto «Sola perduda abbandonata», pues Sierra fue la única, junto al veterano Naouri, que hizo justicia al canto francés. La puesta en escena potencia el aspecto erótico y sensual de Manon, que ensalza aún más el físico espectacular de la soprano de Florida, así como su carisma y poder comunicativo. En lo vocal, la Sierra garantiza emisión franca, musicalidad y buen legato, así como un fraseo, no especialmente variado ni fantasioso, bien es verdad, pero cuidado y elegante. Magnífica resultó su traducción del aria «Adieu notre petite table» -ovacionada con entusiasmo por el público- apoyada en un legato de factura, que se encauza en un fiato interminable, y un sentido del decir sensible y matizado. En su escena de Cours-la-Reine, Sierra, desde luego, con una sensualidad a flor de piel, hizo plena justicia a la denominación de Manon como «Reina por su belleza», además de exhibir una coloratura correcta y unos agudos seguros. En la Escena de San Sulpice, clímax de la obra para quien esto suscribe, la soprano de Florida nos hizo comprender a todos, que Des Grieux no pueda resistirse a su seducción y abandone esos hábitos que había adoptado como mera huida, para caer nuevamente ante el hechizo irresistible de Manon.
El canto francés se fundamenta en el refinamiento, la mesura, la delicadeza del fraseo y la pureza estilística. Es decir, todo lo contrario de lo que exhibe el tenor Michael Fabiano, siempre inquieto, convulso, agitado, con una extroversión excesiva y fuera de lugar en este repertorio, pero que no resulta tan grave, como la emisión totalmente retrasada –no hay un sonido sul fiato-, la zafiedad de su línea canora y la total falta de elegancia y refinamiento. Agudos duros y esforzados, intentos de apianar que acaban en desvaídos falsetes arruinaron un papel lleno de bellezas, como el sueño de Manon, y frases hermosísimas. Si al menos estuviera acompañada de belleza y seducción tímbrica, que no es el caso, esa entrega encendida del tenor americano podría funcionar, al menos, en la escena de Sant Sulpice.
Afortunadamente, Barcelona me ofreció la oportunidad de reencontrarme con el genuino canto francés en apenas 24 horas, pues el tenor José Bros en su variado concierto del Domingo 23 a beneficio de Asem Catalunya, junto a la soprano Alexia Voulgarodou, celebrado en el Palau de la Música catalana –fascinante recinto modernista-, interpretó con la elegancia y fraseo de clase, marca de la casa, fragmentos de Werther y de la propia Manon.
Alexandre Duhamel como Lescaut compitió con Fabiano en zafiedad canora con una emisión engolada y un timbre tan poco noble como su rudo canto. El veterano Laurent Naouri sí conoce, por supuesto, el canto francés, matiza su fraseo y aún conserva volumen y acentos en su caracterización genuina del Conde, padre del caballero Des Grieux y que representa la rectitud moral, pero el paso del tiempo se muestra inexorable en un timbre desgastado y una emisión tremolante.
Entre los secundarios me parece justo destacar la muy trabajada y meritoria creación escénica del tenor Albert Casals como el depravado y rijoso Guillot de Morfontaine. La puesta en escena ensalza particularmente el carácter de repugnante baboso viejo verde y acaudalado depredador sexual del personaje, que, insisto fue asumido impecablemente por el tenor barcelonés.
Los demás, compitieron con fruición en el muy nutrido grupo del anti-canto francés. La caracterización, en este montaje, del trío Pousette, Javotte y Rosette -encarnado por unas desabridas Inés Ballesteros, Anna Tobella y Anaïs Masllorens, respectivamente- recuerda, en cierto modo, al trío de prostitutas amigas de la protagonista de Maribel y la extraña familia, pero en versión zafia, para no desentonar del tono de toda la producción, pues el Sr. Olivier Py carece del buen gusto y talento de Miguel Mihura y José María Forqué.
Esperaba mucho de la dirección musical de Marc Minkowski, no sólo porque lo último que le había visto fue una reciente Alcina, espléndida, en el Auditorio Nacional de Madrid, también y especialmente, por su conocimiento de la música francesa. Sin embargo, su labor resultó decepcionante. En primer lugar, porque permitió los atentados canoros al estilo francés; segundo porque la orquesta, desde el primer acorde sonó sucia y borrosa, como es habitual; tercero, porque pudo apreciarse una dirección plana, anodina, sin contrastes, ni tensión teatral; cuarto, porque, sorprendentemente, no faltaron pasajes de rudeza y vulgaridad, como la escena del Hotel Transilvania, que empezó con una brusca introducción –¡esas maderas!- y terminó con un ruidoso concertante. Apenas cierto pulso en la escena de Sant Sulpice y un dúo final acompañado, esta vez sí, con cierta finura no compensaron una dirección musical, insisto, poco estimulante. El coro, bastorro y desempastado, se mostró lejos de sus mejores momentos.
La novela del Abate Prévost ha dado lugar a diversas adaptaciones operísticas, de las que las más representadas son la de Jules Massenet y la de Giacomo Puccini. El mito de la femme fatale, que consciente de su hechizo hacia los hombres, consigue saciar con ello su afinidad por el lujo, la riqueza y el triunfo social -igual que la Naná de Zola y otros tantos ejemplos-, además de llevar a la ruina moral a un buen hombre como Des Grieux, conlleva un tono moralizante en la novela. En la adaptación de Massenet -sobre libreto de Henri Leilhac y Philope Gille- se combina una visión de la vida y costumbres del siglo XVIII con el carácter eterno del amor pasional autodestructivo. Todo ello con una carga erótica indiscutible y una expresión del relajamiento moral de la París dieciochesca. Esto no justifica, ni mucho menos, una puesta en escena tan vulgar y de trazo grueso como la de Olivier Py.
Antes de comenzar la música, escuchamos a Des Grieux relatar el principio de la moral kantiana consagrado en la Crítica de la razón práctica «El cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí». El hombre es libre y acoge los principios morales desde la razón y no porque le vengan dados desde fuera. Manon distingue el bien del mal, en el fondo es una buena chica, pero realiza su elección, «reinar por su belleza», así como las riquezas, los placeres y una pasión autodestructiva. Muy bien, pero la puesta en escena de Py acaba con el choque moral mediante un cambio de época y marco histórico, que encima, no aporta nada y presumiendo de escandalosa, no es más que un alarde de vulgaridad y profunda ordinariez, en la que parece apreciarse una obsesión por parte del regista por los desnudos constantes y todo lo más burdo y soez. Por supuesto, a estas alturas todo esto, resulta pueril, pues ya hemos visto de todo en la escena operística y no nos vamos a escandalizar por nada. Siempre he dicho que resulta más efectivo –e inteligente- lo sugerido que lo obvio. Concita mucho mayor erotismo Rita Hayworth quitándose un guante mientras canta «Put the blame on mame» en Gilda, que un desnudo integral de cualquier tarasca. En fin, el torpe movimiento escénico, que provoca no pocos barullos sobre el escenario, se alía con varias situaciones ridículas, como hacer cantar a Manon un aria tan emblemática como «Adieu notre petite table» con una bola de boïte en las manos o a Des Grieux otra maravilla como «Ah fuyez» con un panel detrás con la Luna, sobre la que se proyectan insinuantes bailarinas. Vamos, todo un derroche de perspicacia en el supuesto simbolismo. La escenografía de Pierre André Weitz, que firma también el chabacano vestuario, con las luces de neón por doquier, nos recuerda a la de la producción del propio Sr. Py para Lulú e, incluso un tanto a la del primer acto de la Rusalka de Stefan Herheim. Asimismo, el Sr. Py no dudó en ridiculizar el ballet clásico con una lamentable parodia de la bailarina en puntas, que arruina toda la parte del ballet del Hotel Transilvania. Seguro que todo ello cultivó el orgullo del Sr. Py, que, muy ufano, puede presumir de «puesta en escena escandalosa y, sobre todo, transgresora (sic)».
Fotos: David Ruano / Teatro del Liceo
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