Por Alejandro Martínez
04/07/2014 Londres: Royal Opera House. Puccini: Manon Lescaut. Kristine Opolais, Jonas Kaufmann, Christopher Maltmann y otros. Antonio Pappano, dir. musical. Jonathan Kent, dir. de escena.
Disculparán mi ignorancia con los juegos de mesa, pero hasta donde alcanzo a entender, un póquer de ases es precisamente la jugada que resulta de combinar en una mano cuatro cartas con el máximo valor ganador, cuatro ases, junto a una quinta carta cualquiera. Exactamente eso, con algunos matices, es lo que sucedió con esta Manon Lescaut del Covent Garden que nos ocupa, en la que se dieron cita dos solistas espléndidos, una batuta intachable y una producción esmerada, redondeado todo ello por un equipo más que solvente de comprimarios. Antonio Pappano, como en la Ariadne vista un día antes en ese mismo teatro, volvió a ser el eje que articuló el éxito, disponiendo una dirección apasionada, de fraseo intenso y medido, con un lirismo arrebatador, de una sentimentalidad auténtica, sin demagogias. A menudo tenemos la sensación, no obstante, de que la orquesta titular de la Royal Opera House queda un paso por detrás de las intenciones de Pappano, que extrae de ella todo lo posible, sí, pero que llegaría incluso más lejos con una formación más virtuosa y no meramente solvente, como ha demostrado cada vez que le hemos escuchado al frente de una formación con ese perfil, como es el caso de la Orquesta de la Accademia Nazionale Santa Cecilia en Roma, de la que es titular.
La nueva producción a cargo de Jonathan Kent es por lo general pretenciosa aunque deje por momentos un buen sabor de boca. En un código casi cinematográfico, a veces próximo a la estética de Grease, intenta rejuvenecer la estética de una obra representada a menudo bajo ropajes dieciochescos, lastrada por un cierto olor a naftalina. Aprovechando el tirón de dos interpretes jóvenes y con cierto reclamo estético, Kent centra toda la atención en sus respectivas interpretaciones. La escenografía de Paul Brown deja así un tanto que desear: en el primer cuadro se antoja desafortunada por ese doble espacio que plantea, resuelto de forma tan aleatoria. En el segundo cuadro la presentación es un tanto ridícula, con esa jaula de cristal donde reside Manon. Es sobre todo en el tercer acto donde defrauda, desnortada completamente con ese cartelón, esas gradas y esas insinuaciones mal resueltas sobre la prostitución y el tráfico de blancas. El cuarto acto, finalmente, posee fuerza aunque seguramente no era visible con solvencia desde buena parte de las localidades más próximas al escenario en los laterales de platea y en los primeros pisos, con toda la acción en lo más alto de la caja. La producción, dicho sea de paso, está hecha a medida de los dos solistas que la protagonizaban. Cuesta imaginarse a otras sopranos de figura menos afortunada bajo esos ropajes insinuantes que portaba Opolais, como cuesta creer en otros tenores menos estilizados y ágiles subiendo y bajando por esa escalinata vertical en el último cuadro. Sea como fuere, el principal problema de trabajo de Kent, amén de ciertos contrastes un tanto cómicos entre el libreto y lo que vemos en escena, es la sensación un tanto hueca que deja la función cuando cae el telón. Poco más que un rejuvenecimiento estético.
Aplaudimos gustosos el buen trabajo de Kristine Opolais con el rol titular. Habíamos tenido ya ocasión de escucharla anteriormente en dos ocasiones: primero como Butterfly, precisamente en el Covent, en el que fuera su debut en este teatro, con su esposo Andris Nelsons en el foso, y más tarde en Múnich, como Amelia Boccanegra. En la primera ocasión Opolais fue el reemplazo de Patricia Racette y en el segundo sustituía a Krassimira Stoyanova. Quizá no estemos ante una solista memorable, pero hay que reconocer que con su entrega actoral y con su solvencia vocal consigue convencer mucho más que colegas con un instrumento más dotado y de comunicación más espontánea. Además, Opolais ha ido mejorando en estos dos últimos años y no en vano ha sido este su mejor trabajo de entre las citadas ocasiones en las que hemos podido escucharla. Ni posee los graves que el rol precisa ni el agudo es despampanante y ancho, como cabría esperar de una dramática. Su instrumento de hecho es el de una lírica plena, ideal para una Rusalka o una Elsa, en modo alguno el de una dramática, y eso trae consigo una flexibilidad y un lirismo a los que saca partido, llegando a ese punto dramático requerido a base de entrega actoral y teatralidad. Su interpretación convence por esa entrega y por su verosimilitud, pues es Opolais una solista joven, de figura esbelta y la producción saca gran partido de este componente estético. Pero no se reduce a ello la virtud de su encarnación. El fraseo y la acentuación son francamente buenos, denotándose detrás un gran trabajo en colaboración con Pappano durante los ensayos.
Jonas Kaufmann volvió a demostrar hasta qué punto es un cantante de mayúscula inteligencia, capaz de brillar con roles que sobre el papel no se ajustan de forma idónea a sus medios, como ha hecho este año con el Dick Johnson de La Fanciulla del West, con el Don Álvaro de La forza del destino o con el Manrico de Il trovatore. El Des Grieux de Puccini presenta una escritura endiablada, siempre sobre el paso, coqueteando insistentemente con un agudo exigente y sostenido. Kaufmann asienta su éxito sobre dos pilares básicos. Por un lado, la seguridad y solvencia de su emisión. Aunque la voz no suene enorme ni posea la resonancia de un spinto nato, Kaufmann le otorga homogeneidad y firmeza, afrontando con igual desenvoltura el lirismo del primer cuadro como el dramatismo de todos sus dúos con Manon. Por otro lado, la fonación de Kaufmann redunda en dos virtudes que a menudo escapan a tantos tenores, ya que es capaz de emitir un agudo desahogado (impecable la fuerza con que resuelve el “No, pazzo son”) al tiempo que consigue atenuar la emisión casi a placer, con un sonido en piano muy logrado y expresivo. A cambio, en lo interpretativo, le falta el sol mediterráneo, esa comunicación espontánea y menos medida, la cercanía y franqueza que ponía de forma paradigmática un Domingo, más apasionado, menos meditado y quizá por eso también menos intachable en el agudo. Kaufmann retomará este Des Grieux la próxima temporada en Múnich con Netrebko y seguramente también en el Met el año siguiente.
Del resto del reparto cabe mencionar el magnífico el Lescaut de Christopher Maltmann, irreprochable en lo vocal y muy esmerado en la encarnación actoral que dispone la producción en este caso, con un punto chulesco e intrigante. Muy buen trabajo también de Maurizio Muraro como Geronte.
Foto: Bill Cooper / Royal Opera House
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