Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona, 8-10-2016, Gran Teatre del Liceu. Macbeth (Giuseppe Verdi). Luca Salsi (Macbeth), Tatiana Serjan (Lady Macbeth), Alessandro Guerzoni (Banco), Teodor Ilincai (Macduff), Albert Casals (Malcolm), Anna Puche (Dama de Lady Macbeth). Orquesta y Coro del Gran Teatre del Liceu. Director Musical: Gianpaolo Bisanti. Director de escena: Christof Loy.
A pesar de encuadrarse en el período que el propio maestro denominó “años de galera”, Macbeth es un título clave en la trayectoria verdiana. No sólo por ser el primero sobre un texto de su admiradísimo Shakespeare (los siguientes serían los ya postreros Otello y Falstaff, ya que el ansiado Rey Lear nunca llegó a cristalizar), si no porque es un paso clave hacia la consecución de la llamada “verdad dramática”. Una famosa frase del gran crítico y musicólogo italiano Rodolfo Celletti lo describe perfectamente: “Verdi sacrificó los postulados del belcanto al altar de la verdad dramática”. La pasión amorosa deja paso a la más cruenta y sanguinaria lucha por el poder y su conservación, con una importante presencia del elemento sobrenatural. Todo ello, junto a la abundante correspondencia verdiana sobre la voz adecuada para afrontar Lady Macbeth o la recomendación a Felice Varesi de que esta vez deberá servir al literato antes que al músico, no debe tomarse como un pasaporte a arrumbar los principios del buen canto, las bases de la ortodoxa escuela italiana de canto, que formaban parte de manera innata y deben observarse indefectiblemente en cualquier ópera de esa época.
Los anteriores Macbeth ofrecidos en el Gran Teatro barcelonés están en el recuerdo de los aficionados. En 2001 una memorable interpretación en concierto a cargo de Riccardo Muti al frente de las huestes del Teatro alla Scala de Milán con Maria Guleghina y Leo Nucci como protagonistas, que constituye una de las noches de ópera más inolvidables de quien escribe estas líneas. En 2004, de nuevo la Guleghina (en el que probablemente sea el mejor papel de su trayectoria) junto a Carlos Álvarez y Juan Pons en la otra distribución, aunque en una sola función compartió escenario con la soprano rusa, con una buena producción de Phyllida Lloyd y la competente dirección musical de Bruno Campanella.
En esta ocasión, se anunciaba un Macbeth con propuesta escénica “cinematográfica” de Christof Loy. Efectivamente, la escenografía de Jonas Dahlberg no carece de atractivo visual en un blanco y negro (hasta la sangre es de este color) e infinita gama de grises con elementos arquitectónicos que confieren perspectiva y profundidad de campo, así como un ambiente de terror gótico y un vestuario (Lady parece en algún momento la Sra. Danvers, el ama de llaves, de Rebecca de Hitchcock), muy afines al séptimo arte. La obra comienza con una Lady Macbeth ya enajenada, aprovechando los acordes del preludio que evocan la escena del sonambulismo del último acto, continuando la historia como una especie de flashback de Macbeth que narra los hechos en retrospectiva. No resultan adecuadas las decisiones de no mostrar en escena el asesinato de Banco, viéndose exclusivamente a su hijo Fleance huir, así como que Macbeth esté presente en la gran escena de salida de Lady Macbeth que se inicia con la lectura de la carta, como queriendo acentúar (de manera innecesaria) la inducción al crimen por parte de su esposa (“Io ti darò valore”…“Che tardi? Accetta il dono, ascendevi a regnar”). Asumible, sin embargo, el optar porque no se vea el espectro de Banco en la escena de la fiesta del segundo acto y que todo ello sólo figure en el cerebro atormentado de Macbeth, aunque las indicaciones sobre este punto en la correspondencia verdiana son abundantes. Tampoco parece apropiado imponer que la obra acabe con el final de 1847 (el aria “Mal per me” del protagonista) cuando en todo lo demás se interpreta la revisión de 1865, hurtando con ello la fuga final. Las caracterizaciones de los protagonistas, así como el movimiento escénico resultaron competentes, funcionando la propuesta en su conjunto. Por tanto, un gris luna.
Se notó en materia de legato, fraseo y acentos, que ambos protagonistas han trabajado sus papeles con Riccardo Muti. Particularmente, Tatiana Serjan lleva ya unos años paseando su Lady por los teatros y su interpretación de un papel tan temible, propio de soprano assoluto, es muy respetable. Sin el carisma, el temperamento volcánico y el amplio volumen de otras (como la citada Maria Guleghina) y con algunas carencias como un registro grave débil, -si bien la cantante muy inteligentemente nunca fuerza en esa franja - y una agilidad trabajosa, la soprano nacida en San Petersburgo resultó suficiente en cuanto a proyección, caudal y robustez, además de lucir una buena franja aguda con sonidos percutientes no exentos de un punto de acidez. Con una inevitable guturalidad en la emisión, propia de los cantantes de su zona geográfica, exhibe una cuidada escuela de canto, que le permite un buen legato y regulaciones dinámicas. A todo ello hay que sumar una indiscutible entrega e intensidad en el aspecto interpretativo con acentos vibrantes y muy intencionados, con los que resolvió bien todas sus intervenciones solistas. Muy aplaudida su escena de salida, a pesar de una agilidad muy laboriosa en la cabaletta “Or tutti sorgete” (lo mismo en el espinoso brindis del acto segundo). Notable su escena del sonambulismo que culminó con un re bemol 5 filado de buena factura, lástima que se quebrara en el último momento. Luca Salsi no posee una voz de primera calidad, ni su canto es especialmente elegante, ni su legato de suprema clase, ni su técnica es rematada (sus intentos de cantar a media voz no terminan de cristalizar por no contar con un adecuado apoyo sul fiato; asimismo, sus agudos resultan apretados, sin terminar de liberarse, ni expandir), pero es un cantante cada vez más asentado en los acentos, más cuidado en la línea canora, más comprometido en el aspecto dramático. Compuso un Macbeth estimable, muy digno, que culminó con una buena “Pietta rispetto onore” (la edición crítica recupera “onore” en lugar del tradicional “amore”), ovacionada por el público.
Dos protagonistas apreciables, soventes en lo vocal y comprometidos en lo dramático en una época en la que no sobran, precisamente, las opciones para una obra de tan enorme dificultad. Por tanto, encarnaron un gris perla.
Pésimo el Banco de Alessandro Guerzoni de voz totalmente desvencijada, graves como extraños gruñidos y agudos retrasados atacados mediante monumentales portamenti. De conceptos como legato o fraseo, mejor ni hablar. Gris borrascoso.
Un buen amigo y sabio vociólogo solía decir, que en Macbeth cuando llega el gran aria de Macduff “Oh figli miei… Ah la paterna mano” el público tiene “hambre de tenor”, dado el escaso papel del mismo hasta el momento. Ese “hambre” no puede hacer pasar por alto lo descuidado del canto y la enorme vulgaridad del fraseo del tenor Teodor Ilincai que apenas se redime con una zona alta fácil, aunque atacada a la buena de Dios.
Albert Casals como Malcolm no se arredró y mantuvo el tipo ante los bocinazos de Ilincai en la flamígera y muy risorgimentale cabaletta “La Patria tradita”, con lo que sigue afrontando con seguridad y aplicada trayectoria la galería de secundarios que va asumiendo.
El lastre penoso e insuperable de este Macbeth radicó en la pésima, desnortada, caida y soporífera dirección musical de Gianpaolo Bisanti. Puede haber trabajos que resulten más analíticos, más cerebrales, que se centren en la construcción, en la proporcionalidad, en los colores y matices orquestales en detrimento de la teatralidad, pero lo inadmisible es que no haya nada, ni concepto, ni sentido interpretativo. Un acompañamiento impersonal, anodino, destensionado, plano, sin estímulo al canto, sin contrastres, sin matices, sin sentido narrativo, ni la más mínima creación de atmósferas ni tensión teatral. Gris plomo.
La orquesta sonó aceptablemente, aunque con una cuerda escuálida. Muy bien el coro, que interpretó magníficamente el inspiradísimo y conmovedor “Patria oppressa!”, de los mejores que he escuchado en teatro y que fue justamente ovacionado por el público.
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