Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28 y 29-I-2021, Teatro de la Zarzuela. Luisa Fernanda (Federico Moreno Torroba). Yolanda Auyanet / Maite Alberola (Luisa Fernanda), Rocío Ignacio / Leonor Bonilla (La Duquesa Carolina), Jorge de León / Alejandro del Cerro (Javier), Juan Jesús Rodríguez / Javier Franco (Vidal Hernando), María José Suárez (Mariana), Emilio Sánchez (Don Florito), Nuria García-Arrés (Rosita), Antonio Torres (Luis Nogales), Didier Otaola (Aníbal), Francisco José Pardo (El saboyano), Román Fernández-Cañadas (Don Lucas). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director musical: Karel Mark Chichon. Director de escena: Davide Livermore.
Una vez más este recensor debe valorar en lo que vale, que en Madrid podamos seguir disfrutando de las manifestaciones culturales de la ciudad, particularmente las musicales, cuando en la mayoría de los teatros y auditorios del mundo reina el silencio. Junto a las temporadas del Teatro Real, Orquesta Nacional de España y de la RTVE, el Teatro de la Zarzuela continúa con la suya y, nada menos, que con una de las obras más emblemáticas de la zarzuela restaurada, Luisa Fernanda de Federico Moreno Torroba, que estaba prevista para abril-mayo de 2020 y fue suspendida por la irrupción de esta insufrible pandemia que seguimos padeciendo. El Teatro de la Calle de Jovellanos recupera la programación de este título señero de nuestro teatro lírico, una obra maestra que presenta una sucesión de magníficos números musicales, a cual más inspirado, un buen libreto de la exitosa pareja Romero-Fernández Shaw y una impecable imbricación entre la música y el sustrato dramático-teatral.
El teatro que lleva el nombre del género se sigue afanando por atraer nombres internacionales a sus producciones, no sólo de sudamérica, donde el género siempre ha estado implantado, si no también de otros lugares de habla no hispana y donde la zarzuela ha gozado de escasa difusión.
En esta ocasión, llamaban la atención la presencia del director de orquesta británico Karel Mark Chichon y el director de escena italiano Davide Livermore. El primero se enfrentaba por primera vez a una zarzuela completa, después de haber actuado en el recinto de la Calle Jovellanos en un concierto junto a su esposa, la magnífica mezzo letona Elina Garança, que ha demostrado su cariño por nuestro género lírico con la grabación e interpretación de diversas romanzas en sus actuaciones internacionales. Importante hándicap intentar hacer justicia la colorida orquestación de Moreno Torroba con una veintena de músicos, por lo que el británico intentó ofrecer una versión camerística, elegante y con claridad en la texturas. Cierto es que a la labor de Chichon le faltó idiomatismo, no cabe hablar ya del elemento castizo, pero apoyado en una buena actuación durante toda la obra del violinista concertino -que lució especialmente en el interludio entre los actos segundo y tercero con la melodía de la romanza de Vidal «Luche la fe por el triunfo» - ofreció una labor pulcra, con un aceptable sonido y buen acompañamiento al canto. Faltó algo de pasión, de incandescencia, pero Chichon demostró creer en la obra y sus calidades y la ofreció con solvencia, factura musical y una apropiada progresión teatral. El coro muy mermado de efectivos y con mascarillas no pudo evitar una limitada sonoridad que equilibró con musicalidad y total dominio de la obra. Buena actuación también del cuerpo de baile y apreciables las coreografías de Nuria Castejón.
Mucho peor fueron las cosas respecto a la labor del regista italiano Davide Livermore. Uno asume ya, no queda más remedio, que le arrebaten el casticismo a estas obras, si, por lo menos, es con un objetivo, al servicio de unas ideas, que puedan estar o no equivocadas, pero posean coherencia y estén bien planteadas y mejor plasmadas. Podemos asumir también que artistas foráneos o poco familiarizados con el género busquen otras perspectivas, otras lecturas de estas obras que, incluso para los que hemos visto tantas veces creaciones tan representadas, nos puedan enriquecer. Eso sí, lo que no se puede admitir es una puesta en escena como la que aquí se comenta, sin idea alguna, desnortada, incoherente y que no va a ningún sitio.
La escenografía de Giò forma, habituales colaboradores de Livermore, se basa en la reproducción en plataforma giratoria de la estupenda fachada del Cine Doré, actual sede de la filmoteca nacional y sala cinematográfica activa más antigua de Madrid. Enseguida nos damos cuenta, que igualmente podría haber sido la puerta de Alcalá, la fachada de Chicote o la del Banco de España, porque el únido sentido parece ser encauzar el aluvión de proyecciones sin sentido ni hilazón que se exhiben en el montaje, sin que ni siquiera pueda inponerse la belleza del decorado dada la escasa iluminación durante toda la obra. Claro porque «estamos en el cine», ahhhh. La deslocalización del final de la época isabelina, fundamental en la obra, se altera únicamente para justificar este rosario de proyecciones de «celuloide rancio» en forma de aluvión y entre las que podemos ver, incluso, un fragmento de La verbena de la paloma de Benito Perojo (película de 1935). En fin, la plataforma gira, del mismo modo, de manera inopinada y ni el movimiento escénico ni la caracterización de personajes adquieren relevancia alguna en un montaje tan trivial como vacío, que no conduce a ninguna parte, ni demuestra tener sentido, ni que el autor del mismo tenga algún concepto de la obra que nos quiera mostrar.
Así las cosas, fue el último acto localizado en la dehesa extremeña del hacendado Vidal el que resultó más rescatable, al menos en cuanto a ambientación y con un detalle de «gran profundidad», sólo al alcance de pocas inteligencias. Cuando Vidal renuncia a Luisa Fernanda y la lanza en los brazos de Javier, nos proyectan un desolador árbol gris y sin hojas que simboliza con «enorme sutilidad y clarividencia» la devastación del alma de Vidal «Sin mi morena no sirvo ya pa nada». Justas protestas del público saludaron el montaje cuyo responsable fue sonoramente abucheado en su salida el día del estreno. Da igual, luego le darán el Max. Al menos hay que celebrar, que teniendo en cuenta la práctica habitual del teatro y las restricciones de la pandemia, el corte de los diálogos no fue destructivo y, por lo menos, dejaron el parlamento de Luisa a la Duquesa y la soflama liberal de Don Luis Nogales, esta vez, afortunadamente, sin cambios en la misma como sucedió en el montaje de 2011 a cargo de Luis Olmos.
Los estrenos siempre provocan nervios a los que se une, en este caso, la incertidumbre de la pandemia, de si no llegará una fatídica suspensión a última hora. Todo ello afectó a los protagonistas el día 28. Por un lado Juan Jesús Rodríguez, que ofreció un notable Vidal en 2011 en el mismo teatro, actuó aquejado de laringitis, por lo que su timbre baritonal de indudable calidad, sonó apagado y con demasiadas notas entubadas. El onubense, además, taló la mayoría de los ascensos de su parte (no «cruzó» el puente de «para un río de desdenes tengo un puente de esperanzas»), tampoco acabó arriba el primer acto y los únicos agudos que intentó terminaron quebrados. Quedaron atisbos de su buen material, de la nobleza y poderío de su expresión, que fueron suficientes, sin embargo, para cosechar las mayores ovaciones del público en un papel tan maravilloso como Vidal Hernando, que simboliza perfectamente el reinado de la cuerda de barítono en el género zarzuelístico.
En estos casos, cuando no se está en condiciones, en mi opinión, es mejor no cantar y que salga un compañero, más como en este caso, que se dispone de dos repartos. Por su parte, en la función del día 29, Javier Franco mostró detalles de buen gusto y fraseo cuidado en su encarnación del hacendado extremeño, con un destacable regulador al final del primer acto, una nota estimable. El problema es la modestia de su material vocal, pobre en cuanto a armónicos, brillo, volumen y extensión, así como ayuno de mordiente y limitado de proyección. No tiene esos problemas el timbre robusto y sonoro del tenor Jorge de León, que encarnó al veleta y ambicioso Coronel Javier el día del estreno. Sin embargo, afrontó la magnífica romanza de salida «De este apacible rincón de Madrid» con una emisión sin afianzar, dura y poco firme. Si bien el tenor tinerfeño fue controlando la oscilación, no pudo librarse de una mezcla de sonidos engolados, otros abiertos, los más destemplados, así como un canto cada vez más rudo y altisonante. Ni rastro del lirismo de frases como las del dúo con la duquesa del primer acto –«Señorita que riega la albahaca…» o bien, las bellísimas «Luisa Fernanda cariño mío con que nobleza me pagas tú» del segundo o las del dúo con la protagonista del tercero. Todas estas carencias difícilmente se compensan con atronar con un par de agudos (más bien estentóreos y ya sin el squillo de antaño). En la función del viernes 29, el tenor Alejandro del Cerro comenzó muy nervioso y afrontó la exigente romanza sin impostación, lleno de desigualdades, notas caídas y sin apoyo, culminando con un Si bemol agudo conclusivo muy apurado. El tenor santanderino fue a más durante la función, consolidando la emisión y mostrando un fraseo compuesto aunque en las notas altas el sonido se blanquea y resulta un punto caprino. Los dos personajes femeninos principales atesoran su importancia, pero ninguno de los dos, ni siquiera la protagonista, tienen una romanza, si bien Carolina protagoniza la escena de la subasta y ambas disponen de fabulosos dúos con tenor y barítono.
Yolanda Auyanet, que cantó la Duquesa Carolina en 2011 en la última producción de Luisa Fernanda ofrecida en el Teatro de la Zarzuela, ha pasado a cantar el papel titular. No es para menos en una soprano que ya canta Il trovatore, Norma y Lucrezia Borgia como si fueran cualquier cosa. Lo cierto es que el timbre de lírico ligera de otro tiempo (siempre recordaré su presencia como Francisquita y Sophie en el homenaje al Maestro Alfredo Kraus por sus 40 años de carrera en 1996) ha dado paso a un centro abombado, que compromete la morbidez y la ductilidad, a lo que se suma unos ascensos más bien agrios en su mayoría. Eso sí, la soprano canaria no perderá nunca su buen gusto y el fraseo bien paladeado, como demostró particularmente en el sublime dúo del último acto «Cállate corazón, duérmete y calla» con unas frases introductorias bien escanciadas. Un timbre más propio de una Luisa Fernanda, el de la soprano valenciana Maite Alberola, ancho y corposo en el centro, redondo y esmaltado, con sonidos de gran pegada en la zona de primer agudo. Lástima que la falta de remate técnico, -problema crónico de la lírica actual- se traduzca en un registro agudo extremo sin solucionar, donde el sonido no gira, resulta abierto y se torna desabrido. Además, Alberola canta con corrección, pero con un fraseo escasamente imaginativo. Sí es cierto que el rapapolvo en recitado que Luisa le endosa a la Duquesa en el segundo acto tuvo más fuerza y acentos por Alberola que por Auyanet. El día 28 la Duquesa fue Rocío Ignacio, que también presenta un centro hinchado –parece que ninguna quiere ser lírico ligera o ligera, aunque sea la cuerda que les corresponde, lo cual merece un análisis psicológico- y que hasta el dúo con Vidal «Para comprar a un hombre» no calentó y cantó medianamente impostada, por lo que, a partir de ese momento, pudo ofrecer algún detalle en su canto. Hasta ahí se escuchó una emisión retrasada y temblona, así como agudos hirientes. En lo escénico, sus diálogos oscilaron entre lo cursi y lo cargante.
Más interesante resultó la Carolina de la también sevillana Leonor Bonilla en la segunda función de la serie, ya que encarnó a la aristócrata granadina con gracia, empaque y tronío apoyada en una impactante presencia escénica. En lo vocal, estamos ante una soprano que canta con gusto, tiene un buen concepto de la linea canora, pero la endémica limitación técnica se traduce en un centro sordo y sin liberar, unos intentos de filar que no terminan de rematarse y en unos agudos, que son como fluctuantes fogonazos, gracias a squillo di natura, pero donde el sonido no resulta debidamente cubierto.
Los abundantes diálogos de Mariana incurrieron en el estilo ampuloso más bien exagerado y obsoleto de la inevitable María José Suárez. Bonito timbre, aún sin terminar de hacer, y desenvoltura escénica las que mostró Nuria García-Arrés como Rosita. Apropiado Aníbal el de Didier Otaola, con una comicidad nunca excesiva. Correcto el Luis Nogales de Antonio Torres, al igual que el Don Florito del veterano Emilio Sánchez. De escasa dimensión vocal, pero con decoroso canto el saboyano de Francisco José Pardo, cantante pertenenciente al coro del teatro, al igual que el barítono Román Fernández-Cañadas, irreprochable en el pequeño papel de Don Lucas.
La obra se representó sin descansos, con las debidas distancias entre espectadores, así como desalojo escalonado de los mismos y terminó antes de las 21 horas, con suficiente tiempo, por tanto, para cumplir con el «toque de queda» vigente actualmente en Madrid a las 22 horas.
Fotos: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela
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